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– ¿Dónde dijo la señorita Crowe que se produjo este incidente?

– En el domicilio del señor Storey en Mulholland Drive. Le pedí que me describiera la casa y lo hizo con mucha precisión. Había estado allí.

– ¿No puede ser que viera el número del Architectural Digest que mostraba fotos de la casa del acusado?

– Describió con notable detalle zonas del dormitorio principal y el baño, que no aparecían en la revista.

– ¿Qué le ocurrió a ella cuando el acusado la estranguló?

– Me dijo que se desmayó. Cuando se despertó, el señor Storey no estaba en la habitación. Se estaba duchando. Ella recogió su ropa y huyó de la casa.

Langwiser subrayó esta última afirmación con un largo silencio. Luego volvió a pasar hojas del bloc, miró a la mesa de la defensa y luego al juez Houghton.

– Señoría, he terminado con el detective Bosch por el momento.

26

McCaleb llegó a El Cochinito a las doce menos cuarto. No había estado en el restaurante de Silver Lake desde hacía cinco años, pero recordaba que el local no tenía más de una docena de mesas y normalmente se llenaban con rapidez a mediodía. Y con frecuencia las ocupaban policías, porque la comida era de calidad y barata. La experiencia de McCaleb era que los polis siempre sabían encontrar ese tipo de establecimientos entre los muchos restaurantes de una ciudad. Cuando viajaba por casos del FBI, siempre pedía a los agentes de calle locales que le recomendaran un restaurante, y casi nunca salía desilusionado.

Mientras esperaba a Winston estudió con atención el menú y anticipó el placer de la comida. En el último año su paladar había regresado para vengarse. Durante los primeros dieciocho meses de su vida después de la cirugía, había perdido el sentido del gusto. No le importaba qué era lo que comía, porque todo le sabía igual: soso. Incluso una fuerte dosis de salsa habanera en todo, desde los sándwiches a la pasta sólo le servía para registrar un mínimo blip en la lengua. Pero luego, lentamente, empezó a recuperar el sentido del gusto y se convirtió para él en un segundo renacimiento, después del que supuso el trasplante. Le encantaba todo lo que preparaba Graciela. Incluso le gustaba lo que preparaba él mismo; y eso a pesar de su ineptitud general con cualquier cosa que no fuera la barbacoa. Se comía todo con un gusto que nunca había tenido antes, ni siquiera previamente al trasplante. Un sándwich de gelatina y mantequilla de cacahuete en plena noche era algo que saboreaba en privado tanto como un viaje a la ciudad con Graciela para cenar en un restaurante de lujo como el Jozu de Melrose. La consecuencia era que había empezado a engordar, recuperando los más de diez kilos que había perdido mientras su corazón se debilitaba y esperaba la llegada de otro. Ya había vuelto a los ochenta kilos que pesaba antes de la enfermedad y por primera vez en cuatro años tenía que empezar a controlar la dieta. En su último chequeo cardiológico, su doctora había tomado nota y le había advertido que tenía que reducir su ingestión de calorías y grasas.

Pero no en ese almuerzo. Llevaba mucho tiempo esperando una oportunidad de acudir a El Cochinito. Años antes había pasado una buena temporada en Florida trabajando en un caso de asesinatos en serie, y lo único bueno que había sacado fue su pasión por la comida cubana. Cuando más adelante lo trasladaron a la oficina de campo de Los Ángeles le resultó difícil encontrar un restaurante cubano comparable a los lugares en los que había comido en Ybor City, cerca de Tampa. En un caso de Los Ángeles había conocido a un patrullero descendiente de cubanos. McCaleb le preguntó dónde iba a comer cuando buscaba auténtica comida casera. La respuesta del policía fue El Cochinito. Y McCaleb no tardó en convertirse en un habitual.

McCaleb decidió que estudiar el menú era una pérdida de tiempo, porque desde el principio sabía que iba a comer lechón asado con frijoles negros y arroz, con plátano frito y yuca como guarnición. Y no pensaba contárselo a su doctora. Lo único que deseaba era que Winston se apresurara y llegara a tiempo para poder pedir.

Apartó el menú y pensó en Harry Bosch. McCaleb se había pasado la mayor parte de la mañana en el barco, viendo el juicio por televisión. La actuación de Bosch en la tribuna de los testigos había sido destacada. La revelación de que Storey había estado relacionado con otra muerte había impactado a McCaleb y aparentemente también a la horda de periodistas. Durante las pausas, los periodistas del estudio habían estado fuera de sí ante la perspectiva de esta nueva carnaza. En determinado punto mostraron el pasillo de acceso a la sala, donde J. Reason Fowkkes estaba siendo bombardeado a preguntas sobre estas nuevas revelaciones. Fowkkes, probablemente por primera vez en su vida, no estaba haciendo declaraciones. A los comentaristas no les quedó otro remedio que especular acerca de esta nueva información y explicar el metódico, aunque rigurosamente apasionante desfile organizado por la fiscalía.

Aun así, ver el caso sólo causó inquietud en McCaleb. Le costaba mucho aceptar la idea de que el hombre al que veía tan capaz de describir los aspectos y movimientos de una difícil investigación era también el hombre al que estaba investigando, el hombre del que su instinto le decía que había cometido el mismo tipo de crimen que estaba persiguiendo.

A mediodía, la hora acordada de su cita, McCaleb salió de su ensimismamiento cuando vio entrar en el restaurante a Jaye Winston. La seguían dos hombres. Uno era negro y el otro blanco, y ésa era la mejor manera de distinguirlos, porque ambos vestían trajes grises casi idénticos y corbatas granates. Antes de que llegaran a su mesa, McCaleb ya sabía que eran agentes del FBI.

Winston tenía cara de resignación.

– Terry -dijo antes de sentarse-. Quiero presentarte a dos personas.

Señaló en primer lugar al agente negro.

– Él es Don Twilley y él Marcus Friedman. Los dos trabajan en el FBI.

Los tres apartaron las sillas y se sentaron. Friedman se sentó junto a McCaleb, Twilley enfrente. Nadie se estrechó la mano.

– Nunca he probado la comida cubana -dijo Twilley mientras levantaba un menú del servilletero-. ¿Se come bien aquí?

McCaleb lo miró.

– No, por eso me gusta venir.

Twilley levantó la vista del menú y sonrió.

– Ya sé, era una pregunta estúpida. -Miró de nuevo el menú y después a McCaleb-. ¿Sabes? He oído hablar mucho de ti, McCaleb. Eres una jodida leyenda en la oficina de campo. No por el corazón, sino por los casos. Me alegro de conocerte al fin.

McCaleb miró a Winston con cara de no saber qué demonios estaba ocurriendo.

– Terry, Marc y Don son de la sección de derechos civiles.

– ¿Sí? Genial. ¿Y habéis venido desde la oficina para conocer a la leyenda viva y probar la comida cubana o hay algo más?

– Eh… -empezó Twilley.

– Terry, la mierda ha empezado a salpicar -dijo Winston-. Un periodista ha llamado a mi capitán esta mañana para preguntar si estábamos investigando a Harry Bosch como sospechoso en el caso Gunn.

McCaleb se reclinó en su asiento, impactado por la noticia. Estaba a punto de responder cuando se acercó el camarero.

– Dénos un par de minutos -dijo Twilley al camarero con brusquedad, haciendo un gesto para que se marchara que molestó a McCaleb.

Winston continuó.

– Terry, antes de seguir adelante, tengo que preguntarte algo. ¿Has sido tú el que ha filtrado esto?

McCaleb negó con la cabeza con cara de asco.

– ¿Estás de broma, Jaye? ¿Tú me estás preguntando esto a mí?

– Mira, lo único que sé es que no ha partido de mí. Y yo no se lo dije a nadie, ni al capitán Hitchens, ni siquiera a mi propio compañero, menos aún a un periodista.

– Bueno, pues no fui yo. Gracias por la pregunta.

McCaleb miró a Twilley y luego otra vez a Winston. Le molestaba profundamente discutir con Jaye delante de ellos.

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