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– Y usted guardó el mensaje de la cinta para documentar sus palabras y ío que le había sucedido, ¿es así?

– No, grabé encima. Por error.

– Por error. ¿Quiere decir que lo dejó en la máquina y al final se grabó otro mensaje encima?

– Sí, no quería, pero me olvidé y se grabó encima.

– ¿Quiere decir que olvidó que alguien había intentado matarla y grabó encima?

– No, no olvidé que intentó matarme. Eso no lo olvidaré nunca.

– De manera que por lo que respecta a esta grabación, sólo tenemos su palabra, ¿es así?

– Así es.

Había cierta medida de desafío en la voz de la joven, pero de un modo que a Bosch le pareció lastimero. Era como gritar «Vete a la mierda» al lado de un motor de reacción. Bosch sintió que Crowe estaba a punto de ser lanzada a ese motor y despedazada.

– Así pues, ha declarado que en parte la mantienen sus padres y que ha ganado algún dinero como actriz. ¿Tiene usted alguna otra fuente de ingresos de la que no nos haya hablado?

– Bueno…, la verdad es que no. Mi abuela me envía dinero, pero no con mucha frecuencia.

– ¿Algo más?

– No que yo recuerde.

– ¿Recibe dinero de hombres en alguna ocasión, señorita Crowe?

Langwiser protestó y el juez llamó a los letrados a un aparte. Bosch no dejó de mirar a Annabelle Crowe mientras los abogados hablaban en susurros. Examinó su rostro. Todavía quedaba una pincelada del desafío, pero el miedo estaba ganando terreno. Ella sabía lo que se le venía encima. Bosch supo que Fowkkes tenía algo legítimo, algo que iba a hacer daño a la testigo y por añadidura al caso.

Cuando se terminó el aparte, Kretzler y Langwiser volvieron a sus asientos en la mesa de la acusación. Kretzler se inclinó por encima de Bosch.

– Estamos jodidos -murmuró-. Tiene cuatro hombres que testificarán que le han pagado a cambio de sexo. ¿Cómo es que no lo sabíamos?

Bosch no respondió. Le habían asignado a él que la investigara. La había interrogado en profundidad acerca de su vida privada y había utilizado sus huellas dactilares por si había sido detenida. Ni sus respuestas ni el ordenador revelaron nada. Si nunca la habían detenido por prostitución y había negado ante Bosch cualquier comportamiento delictivo, no había mucho más que pudiera hacer.

De regreso en el estrado, Fowkkes reformuló la pregunta.

– Señorita Crowe, ¿ha recibido en alguna ocasión dinero de hombres a cambio de sexo?

– No, en absoluto. Eso es una mentira.

– ¿Conoce a un hombre llamado Andre Snow?

– Sí, lo conozco.

– Si él tuviera que testificar bajo juramento que le pagó por mantener relaciones sexuales, ¿estaría mintiendo?

– Sí.

Fowkkes citó otros tres nombres y se repitió el mismo proceso. Crowe reconoció que los conocía, pero negó haberles vendido sexo en alguna ocasión.

– Entonces, ¿en alguna ocasión ha recibido dinero de estos hombres sin que fuera a cambio de sexo? -preguntó Fowkkes en un fingido tono de exasperación.

– Sí, en alguna ocasión. Pero no tuvo nada que ver con si teníamos sexo o no.

– ¿Entonces con qué tenía que ver?

– Querían ayudarme. Yo los considero amigos.

– ¿Ha tenido alguna vez relaciones sexuales con ellos?

Annabelle Crowe se miró las manos y negó con la cabeza.

– ¿Está diciendo que no, señorita Crowe?

– Estoy diciendo que no tuve relaciones sexuales con ellos cada vez que me dieron dinero. Y que no me dieron dinero cada vez que teníamos relaciones. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Está haciendo que parezca una cosa que no es.

– Yo sólo estoy haciendo preguntas, señorita Crowe. Esa es mi obligación y la suya es decirle al jurado la verdad.

Después de una larga pausa, Fowkkes afirmó que no tenía más preguntas.

Bosch se dio cuenta de que había estado sujetando los brazos de la silla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y estaba entumecido. Se frotó las manos y trató de tranquilizarse, pero no lo consiguió. Sabía que Fowkkes era un maestro, un artista del corte. Era breve y preciso y tan devastador como un estilete. Bosch se dio cuenta de que su malestar no era sólo por la posición desamparada y la humillación pública de Annabelle Crowe, sino por su propia posición. Sabía que el estilete iba a dirigirse a él a continuación.

40

Se metieron en un reservado de Nat's después de que la camarera con el tatuaje del corazón encadenado en alambre de espino les diera las botellas de Rolling Rock. Mientras sacaba las botellas de la nevera y las abría, la mujer no hizo mención alguna a la visita de McCaleb de la otra noche para hacer preguntas sobre el hombre con el que había regresado. Era temprano y en el local sólo había un par de grupos de tipos duros en la barra y reunidos en el reservado del fondo. En la máquina de discos Bruce Springsteen cantaba «Está oscuro en el filo de la ciudad…»

McCaleb estudió a Bosch. Pensó que tenía aspecto de estar preocupado por algo, probablemente por el juicio. El último testimonio había acabado como mucho en empate. Bien en el interrogatorio, mal en la interpelación. El tipo de testigo que no usas si tienes elección.

– Parece que no os ha ido muy bien con la testigo.

Bosch asintió.

– Es culpa mía. Tendría que haberlo visto venir. La miré y pensé que era tan guapa que no podía… Simplemente la creí.

– Te entiendo.

– Es la última vez que me fío de una cara.

– Todavía parece que lo lleváis bien. ¿Qué más tenéis?

Bosch esbozó una sonrisita.

– Esto es todo. Iban a concluir hoy, pero decidieron esperar hasta mañana para que Fowkkes no tuviera la noche para prepararse. Pero ya hemos disparado todas las balas. A partir de mañana veremos qué es lo que tienen ellos.

McCaleb observó que Bosch se bebía casi media botella de un trago. Decidió pasar a las preguntas que de verdad le interesaban mientras Bosch seguía sereno.

– Bueno, háblame de Rudy Tafero.

Bosch se encogió de hombros en un gesto de ambivalencia.

– ¿Qué pasa con él?

– No lo sé. ¿Lo conoces bien? ¿Lo conocías bien?

– Bueno, lo conocía cuando estaba en nuestro equipo. Trabajamos juntos en la brigada de detectives de Hollywood durante cinco años. Entonces entregó la placa, cogió su pensión de veinte años y se instaló al otro lado de la calle. Empezó a trabajar sacando del calabozo a los que nosotros metíamos en el calabozo.

– Cuando estabais los dos en Hollywood, ¿teníais mucha relación?

– No sé qué quiere decir relación. No éramos amigos, ni nos tomábamos las copas juntos, él trabajaba en robos y yo en homicidios. ¿Por qué me preguntas tanto por él? ¿Qué tiene que ver él con…?

Se detuvo y miró a McCaleb, los engranajes obviamente girando en su mente. Rod Stewart estaba cantando Twisting the Night Away.

– ¿Me estás tomando el pelo? -preguntó Bosch al fin-. ¿Estás investigando a…?

– Déjame hacerte algunas preguntas -lo interrumpió McCaleb-. Después haz tú las tuyas.

Bosch se acabó la botella y la levantó hasta que la camarera lo vio.

– No hay servicio de mesas, chicos -gritó-. Lo siento.

– Mierda -dijo Bosch.

Salió deslizándose del reservado y se acercó a la barra. Regresó con otras cuatro Rocks, aunque McCaleb apenas había empezado con la primera de las suyas.

– Pregunta -dijo Bosch.

– ¿Por qué no teníais mucha relación?

Bosch apoyó los codos en la mesa y sostuvo una botella llena con ambas manos. Miró fuera del reservado y luego a McCaleb.

– Hace cinco o diez años había dos grupos en el FBI, y hasta cierto punto pasaba lo mismo en el departamento. Era como los santos y los pecadores, dos grupos distintos.

– ¿Los nacidos de nuevo y los que no habían visto la luz?

– Algo así.

McCaleb lo recordó. Hacía una década había sido bien conocido en los círculos de los cuerpos de segundad locales que un grupo en el Departamento de Policía de Los Ángeles conocido como los «nacidos de nuevo» tenía miembros en puestos clave y prevalecía en los ascensos y la elección de destinos. Los miembros del grupo -varios cientos de agentes de todos los rangos- pertenecían a una iglesia del valle de San Fernando, donde el subdirector del departamento al frente de las operaciones era un predicador lego. Los oficiales ambiciosos se unieron en tropel a la iglesia, con la esperanza de impresionar al subdirector y mejorar sus perspectivas laborales. El grado de espiritualidad implícito estaba en entredicho. Pero cuando el subdirector pronunciaba su sermón todos los domingos durante el servicio de las once, la iglesia estaba llena hasta los topes de polis fuera de servicio con una mirada fervorosa fijada en el pulpito. McCaleb había oído en una ocasión una anécdota acerca de la alarma de un coche que sonó en el aparcamiento de la iglesia durante el servicio de las once. El desafortunado yonqui que estaba hurgando en la guantera del vehículo pronto se vio apuntado por un centenar de pistolas empuñadas por policías fuera de servicio.

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