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Durante la mayor parte de la noche estuvieron separados. Los interrogaron y los volvieron a interrogar. Después los interrogadores cambiaron de sala y oyeron las mismas preguntas de diferentes bocas. Cinco horas después de los disparos en el Following Sea, las puertas se abrieron y McCaleb y Bosch salieron al pasillo del Parker Center. Bosch se acercó a McCaleb.

– ¿Estás bien?

– Cansado.

– Sí.

McCaleb vio que Bosch se ponía un cigarrillo entre los labios, pero no lo encendía.

– Voy a ir a la oficina del sheriff -dijo Bosch-. No me lo quiero perder.

McCaleb asintió.

– Nos vemos allí.

Estaban de pie el uno al lado del otro detrás del vidrio unidireccional, junto al videógrafo. McCaleb estaba lo suficientemente cerca de Bosch para oler su cigarrillo mentolado y la colonia. Mientras conducía detrás de él hacia Whittier había visto que Bosch sacaba un frasco de la guantera del coche y se echaba colonia. Desde su posición, McCaleb distinguía el tenue reflejo del rostro de Bosch en el cristal y se dio cuenta de que estaba mirando lo que sucedía en la sala contigua.

Al otro lado del cristal había una mesa de conferencias con Rudy Tafero sentado junto a un abogado de oficio llamado Arnold Prince. Tafero llevaba esparadrapo en la nariz y algodón en ambos orificios. Le habían dado seis puntos en la coronilla, pero quedaban ocultos por el pelo. El personal sanitario lo había atendido en el puerto deportivo de Cabrillo.

Enfrente de Tafero estaba sentada Jaye Winston, y a la derecha de la detective, Alice Short, de la oficina del fiscal del distrito. A su izquierda estaban el subdirector del Departamento de Policía de Los Angeles, Irvin Irving y Donald Twilley, del FBI. Todas las agencias del orden remotamente involucradas en el caso se habían pasado las primeras horas de la mañana disputándose la mejor posición para tomar ventaja en lo que todos sabían ya que sería un caso grande. Eran las seis y media de la mañana y había llegado la hora de interrogar al sospechoso.

Se había decidido que Winston llevaría el interrogatorio, porque había sido su caso desde el principio, mientras que los otros tres observaban y estaban a disposición de Winston si ella quería consejo. La detective del sheriff empezó diciendo la fecha, hora e identidades de los presentes en la sala. A continuación leyó a Tafero sus derechos constitucionales y le hizo firmar un formulario. Su abogado afirmó que Tafero no iba a hacer ninguna declaración en ese momento.

– Muy bien -dijo Winston, con los ojos fijos en Tafero-. No hace falta que diga nada. Quiero hablarle yo a él. Quiero que se haga una idea de a qué se enfrenta. No me gustaría que nadie se lamente de que no ha entendido que ésta es la única oportunidad para cooperar que se le va a ofrecer.

Winston miró el expediente que tenía delante y lo abrió. McCaleb reconoció la hoja superior como un formulario de la fiscalía.

– Señor Tafero -empezó Winston-, quiero que sepa que esta mañana le estamos acusando del asesinato en primer grado de Edward Gunn el uno de enero de este año, del intento de asesinato de Terrell McCaleb en el día de hoy, y del asesinato de Jesse Tafero, también en el día de hoy. Sé que conoce la ley, pero estoy obligada a explicarle este último cargo. La muerte de su hermano ocurrió durante la comisión de un delito. Por tanto, de acuerdo con la ley de California, es usted responsable de su muerte.

Ella esperó un segundo, mirando a los ojos aparentemente sin vida de Tafero. Continuó con la lectura de los cargos.

– Además, debería saber que la oficina del fiscal del distrito ha acordado presentar un agravante de circunstancias especiales en relación con el asesinato de Edward Gunn, en concreto, el de asesinato por encargo. El añadido de circunstancias especiales lo convertirá en un caso de pena de muerte. ¿Alice?

Alice Short se inclinó hacia adelante. Era una mujer menuda y atractiva de casi cuarenta años, con una mirada cautivadora. Era la encargada de la acusación en los juicios mayores. Había mucho poder en un cuerpo tan pequeño, especialmente si se contrastaba con el tamaño del hombre que estaba sentado frente a él.

– Señor Tafero, ha sido usted policía durante veinte años -dijo ella-. Conoce mejor que nadie la gravedad de sus actos. No recuerdo ningún otro caso que pida a gritos la pena de muerte tanto como éste. La solicitaremos al jurado y no me cabe duda de que la conseguiremos.

Finalizada la parte ensayada de su papel, Short se apoyó de nuevo en su silla y cedió el turno a Winston. Se produjo un largo silencio mientras Winston miraba a Tafero y esperaba que él volviera a mirarla. Al final, el ex policía levantó los ojos.

– Señor Tafero, ha estado en salas como ésta en la posición contraria a la que ocupa ahora. No creo que pudiéramos engañarle ni aunque tuviéramos un año para prepararnos. Así que sin trucos. Sólo la oferta. Una oferta puntual que se rescindirá en cuanto salgamos de esta sala. Se resume en esto.

Tafero había vuelto a bajar la mirada a la mesa. Winston se inclinó hacia adelante y levantó la cabeza.

– ¿Quiere vivir o quiere correr el riesgo con el jurado? Es así de sencillo. Y antes de que conteste, hay varias cosas a considerar. Primera, el jurado verá pruebas fotográficas de lo que hizo con Edward Gunn. Segundo, van a escuchar a Terry McCaleb describir qué sintió al estar tan indefenso y darse cuenta de que se estaba estrangulando hasta morir. ¿Sabe?, normalmente no entro en cosas así, pero le doy menos de una hora de deliberaciones. Apuesto a que será uno de los veredictos de pena de muerte más rápidos que jamás se hayan dictado en el estado de California.

Winston se echó hacia atrás y cerró el expediente. McCaleb se sorprendió asintiendo. La detective lo estaba haciendo francamente bien.

– Queremos a la persona que le encargó el asesinato -dijo Winston-. Queremos pruebas físicas que lo relacionen con el caso Gunn. Tengo la impresión de que alguien como usted toma precauciones antes de llevar a cabo semejante montaje. Sea lo que sea, lo queremos.

Ella miró a Short y la fiscal asintió: su manera de decirle que lo estaba haciendo bien.

Pasó casi medio minuto. Al final, Tafero se volvió a su abogado y estaba a punto de susurrarle una pregunta cuando miró de nuevo a Winston.

– A la mierda. Lo preguntaré yo. Sin reconocer nada en absoluto, ¿qué pasa si se olvidan de las circunstancias especiales? ¿A qué me enfrento?

Winston inmediatamente se echó a reír y negó con la cabeza. McCaleb sonrió.

– ¿Está bromeando? -preguntó Winston-. ¿Que a qué se enfrenta? Tío, te van a enterrar en cemento y acero. A eso es a lo que te enfrentas. No vas a volver a ver nunca más la luz del día. Con trato o sin trato, eso es un hecho y no es negociable.

El abogado de Tafero se aclaró la garganta.

– Señora Winston, esto no es una forma profesional de…

– Me importa una mierda la forma. Este hombre es un asesino. No es diferente a un asesino a sueldo, salvo…, no, es peor. Usó su placa y eso lo hace todavía más despreciable. Así que esto es lo que haremos por su cliente, señor Prince. Lo declararemos culpable del asesinato de Edward Gunn y del intento de asesinato de Terry McCaleb. Cadena perpetua sin posibilidad de revisión en los dos casos. No es negociable. No le acusaremos del asesinato de su hermano. Quizá eso le ayude a soportarlo mejor. A mí me da igual. Lo que importa es que entienda que su vida como la entendía hasta ahora ha terminado. Está acabado. Y puede ir al corredor de la muerte o a una prisión de alta seguridad, una de dos, y no va a salir.

Ella miró su reloj.

– Tienen cinco minutos antes de que nos vayamos. Si no quieren el trato, está bien, los llevaremos a los dos a juicio. Lo de Storey puede ser más complicado, pero no hay ninguna duda con el señor Tafero. Alice va a tener fiscales llamando a su puerta, enviándole flores y bombones. Todos los días va a ser San Valentín, o San Valentino. Este caso es una invitación a ser fiscal del año.

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