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Su teléfono sonó justo cuando él llegaba al Cherokee. Era Winston.

– Tienes una cita en el Getty a las dos. Pregunta por Leigh Alastair Scott. Es un conservador del museo.

McCaleb sacó sus notas y anotó el nombre, utilizando el capó del Cherokee después de pedirle a Winston que lo deletreara.

– Esto sí que es rapidez, Jaye. Gracias.

– Me encanta complacer. He hablado directamente con Scott y me ha dicho que si no puede ayudarte personalmente encontrará a alguien que pueda.

' -¿Has mencionado la lechuza?

– No, es tu entrevista.

– Sí.

McCaleb sabía que tenía otra oportunidad para hablarle de Hieronymus Bosch. Pero de nuevo la dejó pasar.

– Te llamaré después, ¿de acuerdo?

– Hasta luego.

McCaleb cerró el teléfono y abrió el coche. Miró por encima del techo a las oficinas de la condicional y vio una gran pancarta blanca con letras azules colgada de la fachada, sobre la entrada principal.

¡BIENVENIDA THELMA!

Entró en el coche preguntándose si la Thelma a la que daban la bienvenida era una convicta o una empleada. Condujo en dirección a Victory Boulevard. Tomaría la 405 y luego se dirigiría hacia el sur.

11

Cuando la autovía se empinaba para cruzar las montañas de Santa Mónica por el paso de Sepúlveda, McCaleb vio el Getty surgiendo enfrente de él, en la cima de la colina. La estructura del museo era tan impresionante como cualquiera de las obras de arte que en él se exhibían. Parecía un castillo encaramado en una colina medieval. Uno de los dos tranvías subía lentamente por la ladera, entregando otro grupo al altar de la historia y el arte.

Cuando aparcó al pie de la colina y tomó su propio tranvía, McCaleb ya llevaba quince minutos de retraso para su cita con Leigh Alastair Scott. Después de que un guardia del museo le indicara el camino, McCaleb caminó apresuradamente por la plaza de piedra travertina hasta una entrada de seguridad. Se registró en el mostrador y esperó a que Scott saliera a recibirlo.

Scott tenía poco más de cincuenta años y hablaba con un acento que a McCaleb le pareció de Australia o Nueva Zelanda. Se mostró feliz y contento de ayudar a la oficina del sheriff del condado de Los Ángeles.

– Ya hemos tenido ocasión de ofrecer nuestra ayuda y experiencia a detectives con anterioridad. Normalmente en relación con autentificar piezas de arte o proporcionar un contexto histórico a algunas obras -dijo mientras recorrían un largo pasillo que conducía a su despacho-. La detective Winston me dijo que en esta ocasión sería distinto. Necesita usted información general sobre el Renacimiento en el norte de Europa.

Abrió una puerta y condujo a McCaleb a una suite de oficinas. Entraron en la primera oficina después del mostrador de seguridad. Era un despacho pequeño, con una amplia ventana con vistas a las casas de las colinas de Bel Air a través del paso de Sepúlveda. La oficina daba una sensación de pesadez por las estanterías de libros alineadas en dos de las paredes y la atestada mesa de trabajo. Apenas había espacio para dos sillas. Scott invitó a McCaleb a sentarse en una de ellas y él ocupó la otra.

– De hecho, las cosas han cambiado un poco desde que la detective Winston habló con usted -dijo McCaleb-. Ahora puedo ser más específico respecto a lo que quiero. Puedo centrar mis preguntas en un pintor en concreto de ese periodo. Si pudiera hablarme de él y tal vez mostrarme algunas de sus obras, sería de gran ayuda para mí.

– ¿Y de qué pintor estamos hablando?

– Se lo mostraré.

McCaleb sacó sus notas plegadas y le mostró el nombre. Scott leyó el nombre en voz alta con manifiesta familiaridad.

– Su obra es muy conocida. ¿No lo conoce?

– No. Nunca he estudiado demasiado arte. ¿Hay alguna de sus obras en el museo?

– El Getty no tiene ninguna de sus pinturas, pero hay un cuadro de un discípulo suyo en un estudio de conservación. Lo están restaurando a fondo. La mayoría de sus obras autentificadas están en Europa, las más significativas en el Prado. Otras están dispersas. De todos modos, yo no soy la persona con la que tendría que estar hablando.

McCaleb arqueó las cejas a modo de pregunta.

– Ya que ha limitado su petición específicamente a Bosch, aquí hay alguien que le ilustrará mejor que yo. Es una ayudante de conservador. Se da la circunstancia de que está trabajando en un catálogo explicativo del Bosco; es un proyecto a largo plazo. Una obra de amor.

– ¿Está aquí? Puedo hablar con ella.

Scott levantó el teléfono y pulsó el botón del altavoz. Consultó una lista de extensiones pegada a la mesa adjunta y marcó un número de tres dígitos. Una mujer contestó al tercer timbrazo.

– Lola Walter.

– Lola, soy el señor Scott. ¿Está ahí Penélope?

– Esta mañana está trabajando en el Infierno.

– Ya veo. Bueno, nos encontraremos con ella allí.

Scott pulsó el botón del altavoz, desconectando la llamada, y se dirigió a la puerta.

– Tiene suerte -dijo.

– ¿El infierno? -preguntó McCaleb.

– Es la pintura del discípulo de Bosch. Si hace el favor de acompañarme.

Scott lo condujo al ascensor y bajaron a la planta baja. Por el camino, Scott le explicó que el museo tenía uno de los mejores talleres de restauración del mundo, y en consecuencia, las obras de arte de otros museos y colecciones privadas solían enviar obras al Getty para su reparación y restauración. En ese momento se estaba restaurando para un coleccionista una pintura que según se creía pertenecía a un discípulo de Bosch o a uno de los pintores de su estudio. El cuadro se llamaba Infierno.

El estudio de conservación era una enorme sala dividida en dos secciones principales. Una sección era un taller en el que se restauraban los marcos. En la otra, dedicada a la restauración de lienzos, había varios bancos de trabajo distribuidos a lo largo de una pared de cristal, con las mismas vistas que Scott tenía en su despacho.

McCaleb fue conducido al segundo banco, donde había una mujer de pie detrás de un hombre sentado ante una pintura colocada en un caballete. El hombre llevaba camisa y corbata debajo del delantal y unas lentes de aumento de joyero. Estaba inclinado hacia el lienzo y aplicaba lo que parecía pintura plateada sobre la superficie.

Ni el hombre ni la mujer miraron a McCaleb ni a.Scott. Éste levantó las manos en un gesto de «un momento» mientras el hombre sentado completaba la pincelada. McCaleb miró el cuadro. Era de metro veinte por dos metros y mostraba un siniestro panorama. Un pueblo era saqueado por la noche mientras sus habitantes eran torturados y ejecutados por diversas criaturas de otro mundo. Los paneles superiores de la pintura, que describían principalmente el arremolinado cielo nocturno, estaban salpicados de pequeños puntos dañados en los que había saltado la pintura. La mirada de McCaleb se fijó en un segmento inferior de la pintura, donde un hombre desnudo y con los ojos tapados era obligado a subir al patíbulo por un grupo de criaturas con aspecto de ave armadas con lanzas.

El hombre del pincel completó su trabajo y dejó el pincel en el sobre de cristal de la mesa de trabajo que tenía a su izquierda. Luego contempló su trabajo. Scott se aclaró la garganta. Sólo se volvió la mujer.

– Penélope Fitzgerald, le presento al detective McCaleb. Participa en una investigación y necesita hacer unas preguntas sobre Hieronymus Bosch. -Hizo un gesto hacia la pintura-. Le he dicho que tú eras el miembro del equipo más preparado para hablar de este tema.

McCaleb observó que los ojos de ella registraban sorpresa e inquietud, una reacción normal a la presentación repentina de un policía. El hombre que estaba sentado ni siquiera se volvió. Eso no era una respuesta normal. Se limitó a coger el pincel y continuar con su trabajo sobre el lienzo. McCaleb tendió la mano a la mujer.

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