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– En realidad, oficialmente no soy detective. El departamento del sheriff me ha pedido ayuda en esta investigación.

Se estrecharon las manos.

– No lo entiendo -dijo ella-. ¿Han robado una pintura de Bosch?

– No, nada de eso. ¿Este cuadro es de Bosch? -McCaleb señaló el lienzo.

– No exactamente. Puede ser una copia de una de sus obras. Si es así, entonces el original se ha perdido y esto es lo único que tenemos. El estilo y el concepto es suyo. Pero hay un consenso general en que se trata de la obra de un estudiante de su taller. Probablemente está pintado después de la muerte de Bosch.

Mientras habló, los ojos de la mujer no se apartaron de la pintura. Tenía una mirada astuta y agradable, que delataba su pasión por Bosch. Supuso que rondaría los sesenta y que probablemente había dedicado su vida al estudio y el amor por el arte. La mujer le había sorprendido. La breve descripción de Scott como una ayudante que trabajaba en un catálogo de la obra de Bosch había llevado a McCaleb a pensar en una joven estudiante de arte. Se recriminó a sí mismo en silencio por haber hecho semejante suposición.

El hombre sentado volvió a dejar el pincel y cogió un trapo blanco limpio de la mesa de trabajo para limpiarse las manos. Giró en su silla y levantó la mirada al reparar en McCaleb y Scott. Fue entonces cuando McCaleb se dio cuenta de su segunda suposición errónea. No era que el hombre no les hubiera hecho caso, sino que simplemente no los había oído.

El hombre se levantó las lentes de aumento mientras buscaba bajo su delantal y se ajustaba un audífono.

– Lo siento -dijo-. No sabía que teníamos visita.

Habló con acento alemán.

– Doctor Derek Vosskuhler, le presento al señor McCaleb -dijo Scott-. Es investigador y necesita robarle a la señora Fitzgerald unos minutos.

– Entiendo. No hay problema.

– El doctor Vosskuhler es uno de nuestros expertos en restauración -aclaró Scott.

Vosskuhler asintió y miró a McCaleb, observándolo probablemente del mismo modo que estudiaba un cuadro.

– ¿Una investigación? ¿Relacionada con Hieronymus Bosch?

– De un modo tangencial. Sólo quiero aprender lo posible sobre él. Me han dicho que la doctora Fitzgerald es un experta en el tema. -McCaleb sonrió.

– No hay ningún experto en Bosch -dijo Vosskuhler sin sonreír-. Era un alma atormentada, un genio atormentado… ¿Cómo vamos a saber qué hay de verdadero en el corazón de un hombre?

McCaleb asintió. Vosskuhler volvió a mirar el lienzo.

– ¿ Qué es lo que ve, señor McCaleb?

McCaleb miró la pintura, pero no contestó durante un rato.

– Mucho dolor.

Vosskuhler asintió. Entonces se levantó y miró de cerca el cuadro, bajándose las gafas y acercándose al panel superior, con las lentes a sólo centímetros del cielo nocturno que dominaba la ciudad arrasada.

– Bosch conocía todos los demonios -dijo sin apartar la mirada del cuadro-. La oscuridad… -Hizo una larga pausa-. Una oscuridad más negra que la noche.

Se produjo otro prolongado silencio hasta que Scott lo puntuó abruptamente diciendo que tenía que regresar a su despacho. Scott salió y al cabo de unos segundos Vosskuhler por fin apartó la mirada del cuadro. No se molestó en subirse las lentes cuando miró a McCaleb. Lentamente buscó en su delantal y desconectó el audífono.

– Yo también tengo que trabajar. Buena suerte en su investigación, señor McCaleb.

McCaleb asintió cuando Vosskuhler se volvió a sentar en su silla giratoria y cogió de nuevo su pincel.

– Podemos ir a mi despacho -dijo Fitzgerald-. Allí tengo todos los libros de reproducciones. Le mostraré las obras de Bosch.

– Eso sería fantástico. Gracias.

Ella se dirigió a la puerta. McCaleb se demoró un momento y echó un último vistazo a la pintura. Tenía la vista clavada en los paneles superiores, en la turbulenta oscuridad que se cernía sobre las llamas.

El despacho de Penélope Fitzgerald era una pecera de dos por dos en una sala compartida por varios conservadores adjuntos. Acercó una silla de un despacho próximo en el que no había nadie trabajando e invitó a McCaleb a tomar asiento. El escritorio de Fitzgerald tenía forma de ele, con un ordenador portátil en el lado corto y un espacio de trabajo lleno de cosas a su derecha. Había muchos libros apilados en el escritorio. Detrás de las pilas, McCaleb vio una reproducción en color de un estilo muy similar al del lienzo en el que estaba trabajando Vosskuhler. McCaleb apartó ligeramente los libros y se inclinó para admirar la reproducción. Se trataba de un tríptico con decenas de figuras en los tres paneles. Escenas de libertinaje y tortura.

– ¿Lo conoce? -dijo Fitzgerald.

– Creo que no, pero es de Bosch, ¿no?

– Es su obra maestra. El tríptico se llama El jardín de las delicias. Está en el Prado, en Madrid. Una vez me quedé cuatro horas mirándolo, y no tuve tiempo de asimilarlo todo. ¿Quiere un café o agua o algo, señor McCaleb?

– No gracias. Puede llamarme Terry, si no le molesta.

– Y usted puede llamarme Nep.

McCaleb puso cara de desconcierto.

– Es un apodo infantil.

McCaleb asintió.

– Bueno -dijo ella-, en estos libros tengo todas las obras identificadas de Bosch. ¿Es una investigación importante?

McCaleb asintió.

– Eso creo. Un homicidio.

– ¿Y usted es un asesor?

– Trabajaba en el FBI, aquí en Los Ángeles. La detective de la oficina del sheriff asignada al caso me pidió mi opinión. Y la investigación me ha llevado hasta aquí. A Bosch. Lo siento, pero no puedo exponerle los pormenores del caso y supongo que eso le molestará. Quiero hacer preguntas, pero no puedo contestar ninguna de las que usted me haga.

– Caray. -Sonrió-. Esto suena muy interesante.

– ¿Sabe qué le digo? Si al final esto se resuelve se lo contaré.

– Muy bien.

McCaleb asintió.

– Por lo que ha dicho el doctor Vosskuhler deduzco que no se sabe mucho del hombre que pintó estos cuadros.

Fitzgerald asintió.

– Es cierto que Hieronymus Bosch es considerado un enigma, y probablemente nunca deje de serlo.

McCaleb desdobló sus hojas de notas en la mesa y empezó a escribir mientras la mujer hablaba.

– Tenía una de las imaginaciones menos convencionales de su época. O de cualquier época, en realidad. Su trabajo es extraordinario y casi cinco siglos después de su muerte sigue siendo objeto de estudio y reinterpretación. Sin embargo, la mayoría de los análisis críticos publicados hasta la fecha lo consideran un agorero. Su obra está repleta de los portentos del infierno y los castigos del pecado. Para decirlo de un modo más sucinto, sus pinturas principalmente son variaciones sobre un mismo tema: que la locura de la humanidad nos conduce a todos al infierno, nuestro destino final.

McCaleb escribía deprisa, tratando de no perderse nada. Lamentó no haberse traído una grabadora.

– Un tipo simpático, ¿no cree? -dijo Fitzgerald.

– Eso parece. -McCaleb señaló la reproducción del tríptico-. Sería divertido un sábado por la noche.

Fitzgerald sonrió.

– Eso es exactamente lo que pensé yo cuando estuve en el Prado.

– ¿Alguna buena cualidad? ¿Adoptaba huérfanos, era bueno con los perros, cambiaba los neumáticos a las viejecitas…?

– Tiene que recordar su lugar y su tiempo para comprender lo que pretendía con su arte. Aunque su obra está salpicada de escenas violentas y representaciones de tortura y angustia, este tipo de cosas no eran extrañas en su tiempo. Vivió en una época violenta y su obra lo refleja con claridad. Los lienzos también reflejan la creencia medieval en la existencia omnipresente de los demonios. El mal acecha en todos sus cuadros.

– ¿La lechuza?

Ella miró a McCaleb con cara de no entender.

– Sí, las lechuzas y los búhos eran símbolos que utilizaba. Creía que me había dicho que desconocía la obra de Bosch.

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