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Las exposiciones preliminares del juicio contra David Storey se habían retrasado mientras los letrados debatían las mociones finales con el juez a puerta cerrada. Bosch se sentó en la mesa de la acusación y aguardó. Trató de despejar la cabeza de digresiones superfluas, incluida su infructuosa búsqueda de Annabelle Crowe la noche anterior.

Finalmente, a las diez cuarenta y cinco, los letrados entraron en la sala y ocuparon sus respectivos lugares. Entonces el acusado -que ese día llevaba un traje con aspecto de costar más que las nóminas de tres ayudantes del sheriff- fue conducido a la sala desde el calabozo, y por último el juez Houghton ocupó el estrado.

Era la hora de empezar y Bosch sintió que la tensión en la sala aumentaba de manera considerable. Los Ángeles había elevado -o quizá degradado- los juicios a la categoría de espectáculos de escala internacional, pero quienes participaban en la sala nunca lo veían de esa forma. Se estaban jugando mucho y en este juicio, quizá más que en cualquier otro, había una animadversión palpable entre los dos bandos enfrentados.

El juez dio instrucciones al ayudante del sheriff que actuaba como su alguacil para que hiciera entrar al jurado. Bosch se levantó junto con los demás y se volvió para observar cómo los miembros del jurado entraban en silencio y ocupaban sus asientos. Pensó que podía ver la excitación en algunas de las caras. Habían esperado durante dos semanas de elección de jurado y mociones hasta que todo se puso en marcha. La mirada de Bosch se elevó por encima de ellos hasta las dos cámaras montadas en la pared situada sobre la tribuna.

Después de que todos se hubieron sentado, Houghton se aclaró la garganta y se inclinó hacia el micrófono, mientras miraba al jurado.

– Señoras y señores, ¿cómo están ustedes esta mañana?

Se produjo una respuesta entre murmullos y Houghton asintió con la cabeza.

– Pido disculpas por el retraso. Les ruego que recuerden que el sistema judicial está regido en esencia por abogados. Y por tanto funciona muy despaaaaacio.

Hubo risas educadas en la sala. Bosch se fijó en que los letrados -tanto los de la acusación como los de la defensa- se sumaban diligentemente, un par de ellos incluso de manera exagerada. Sabía por experiencia que en el curso de un juicio era imposible que un juez hiciera una broma y los abogados no le rieran la gracia.

Bosch miró a su izquierda, más allá de la mesa de la defensa, y vio que los periodistas llenaban la otra tribuna del jurado. Reconoció a muchos de los reporteros por las noticias de la tele y por pasadas conferencias de prensa.

Echó un vistazo al resto de la sala y vio que los bancos del público estaban abarrotados, salvo la fila de detrás de la mesa de la defensa. Allí se habían sentado, con bastante espacio entre uno y otro, varias personas con pinta de haberse pasado la mañana en pruebas de maquillaje. Bosch supuso que eran famosos de algún tipo, pero no era un campo que conociera y no pudo identificar a ninguno de ellos. Estuvo a punto de inclinarse hacia Janis Langwiser para preguntarle, pero se lo pensó mejor.

– Hemos tenido que solucionar algunos detalles de última hora en mi despacho -continuó el juez, dirigiéndose al jurado-. Pero ahora ya estamos preparados para empezar. Comenzaremos con las exposiciones de apertura y debo advertirles que no se trata de exposiciones de hechos, sino de la exposición de lo que cada parte piensa que son los hechos y lo que se esforzarán por probar en el curso del juicio. Ustedes no deben considerar que estas afirmaciones son hechos probados. Eso vendrá después. De manera que escuchen con atención, pero mantengan una actitud abierta, porque aún queda mucho por ver. Ahora vamos a empezar con la acusación y, como siempre, daremos al acusado la última palabra. Señor Kretzler, puede empezar.

El fiscal se levantó y se acercó al atril situado entre las dos mesas de letrados. Saludó al jurado con la cabeza y se presentó como Roger Kretzler, ayudante del fiscal del distrito asignado a la sección de crímenes especiales. Era un hombre alto y demacrado, con una barba rojiza bajo un pelo negro corto y gafas sin montura. Tenía al menos cuarenta y cinco años. A Bosch no le parecía particularmente agradable, aunque sí muy capaz en su trabajo. Y el hecho de que siguiera en la trinchera, ejerciendo de fiscal cuando otros de su edad ya habían abandonado en busca del mundo mejor pagado de la defensa de empresa o criminal, lo hacía más admirable. Bosch sospechaba que carecía de vida privada. En las noches anteriores al juicio, siempre que había surgido una pregunta y lo habían llamado al busca, el número de origen siempre era el de la oficina de Kretzler, sin importar la hora que fuera.

Kretzler presentó a su ayudante, Janis Langwiser, también de la unidad de crímenes especiales, y al investigador encargado del caso, el detective de tercer grado Harry Bosch.

– Voy a tratar de que esto sea breve y sencillo, para poder empezar lo antes posible con los hechos, como el juez Houghton ha señalado acertadamente. Señoras y señores, el caso que se va a juzgar en esta sala cuenta, ciertamente, con la ceremonia de la fama. Tiene la categoría de evento. Sí, el acusado, David N. Storey, es un hombre que goza de poder y posición en esta comunidad, en esta época regida por la fama en la que vivimos. Pero, si se olvidan del boato y el oropel del poder y nos fijamos en los hechos (que es lo que prometo que haremos en los próximos días), lo que tienen aquí es algo tan básico como demasiado habitual en nuestra sociedad. Un simple caso de asesinato.

Kretzler hizo una pausa para causar efecto. Bosch miró al jurado y vio que todas las miradas estaban en los ojos del fiscal.

– El hombre que ven sentado en el banquillo de los acusados, David N. Storey, salió con una mujer de veintitrés años llamada Jody Krementz en la noche del pasado doce de octubre. Y después de una velada que incluyó la premier de su última película y una recepción, se la llevó a su casa de las colinas de Hollywood donde practicaron sexo consentido. No creo que la defensa objete ninguno de estos hechos. No estamos aquí para eso. Fue lo que ocurrió durante o después del acto sexual lo que nos ha traído hasta aquí hoy. En la mañana del trece de octubre, el cadáver de Jody Krementz fue hallado estrangulado en su propia cama, en la pequeña casa que compartía con otra actriz.

Kretzler pasó una página del bloc que tenía ante él en el atril, a pesar de que Bosch, y probablemente todo el mundo, tenía muy claro que había memorizado y ensayado su exposición.

– En el curso de este juicio, el estado de California probará más allá de toda duda razonable que fue David N. Storey quien acabó con la vida de Jody Krementz en un momento de brutal furia sexual. Entonces llevó o hizo que llevaran el cadáver al domicilio de la víctima y colocó el cuerpo de manera que la muerte pudiera parecer accidental. Y después, utilizó su poder y posición para tratar de frustrar la investigación del crimen por parte de la policía de Los Ángeles. El señor Storey, que como verán tiene un historial de comportamiento abusivo con las mujeres, estaba tan seguro de salir impune del crimen que en un momento de…

Kretzler eligió este punto para mirar con desdén al banco del acusado. Storey miró de frente, sin pestañear y el fiscal finalmente se volvió hacia el jurado.

– … digamos franqueza, se vanaglorió ante el investigador del caso, el detective Bosch, de que haría justamente eso, salir libre de su crimen.

Kretzler se aclaró la garganta, una señal de que estaba a punto de concluir.

– Estamos aquí, señoras y señores del jurado, para encontrar justicia para Jody Krementz. Para poner nuestro empeño en que su asesino no escape impune de este crimen. El estado de California pide, y yo personalmente solicito, que escuchen con atención durante el juicio y que sopesen las pruebas de manera justa. Si lo hacen, podemos estar seguros de que se hará justicia. Para Jody Krementz y para todos nosotros.

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