Diez años antes, había clasificado a Harry Bosch de ángel vengador y ahora tenía que considerar si el detective se había acercado demasiado al abismo. Tenía que considerar la posibilidad de que Bosch hubiera caído en él.
Cerró el archivo y sacó los dos libros de arte de su bolsa. Ambos estaban titulados simplemente Bosch. El más grande, con reproducciones en color de los cuadros, era de R. H. Marijnissen y P. Ruyffelaere. El segundo volumen, que a primera vista contenía más análisis de las pinturas que el anterior, estaba escrito por Eric Larsen.
McCaleb empezó con el libro más pequeño y comenzó a hojear las páginas. Enseguida aprendió que, como le había dicho Penelope Fitzgerald, había muchos puntos de vista diferentes e incluso antagónicos de Hieronymus Bosch. El libro de Larsen citaba a estudiosos que consideraban a Bosch un humanista, e incluso a uno que creía que el artista formaba parte de una secta herética que pensaba que la tierra era literalmente un infierno regido por Satán. Había disputas entre eruditos acerca de los supuestos significados de algunas de las pinturas, acerca de si algunos cuadros podían atribuirse realmente a Bosch, acerca de si el pintor había viajado en alguna ocasión a
Italia y si había visto la obra de sus contemporáneos renacentistas.
Finalmente, McCaleb cerró el libro al darse cuenta de que, al menos para su propósito, las palabras acerca de Hieronymus Bosch podían carecer de importancia. Si la obra del pintor era objeto de múltiples interpretaciones, entonces la única interpretación que le interesaba era la de la persona que había matado a Edward Gunn. Lo que importaba era lo que esa persona vio y tomó de los cuadros de Hieronymus Bosch.
Abrió el volumen más grande y empezó a examinar lentamente las reproducciones. La visión de láminas de las pinturas en el Getty había sido apresurada y obstruida por el hecho de no estar solo.
McCaleb puso su libreta en el brazo del sofá con el propósito de contabilizar el número de lechuzas y búhos que veía en los cuadros, así como la descripción de cada ave. Pronto se dio cuenta de que las pinturas eran tan minuciosamente detalladas que podría perderse cosas significativas en las reproducciones a menor escala. Bajó al camarote de proa y cogió la lupa que siempre guardaba en el escritorio del FBI para examinar las escenas del crimen.
Cuando estaba doblado sobre una caja llena de artículos de oficina que había sacado de su escritorio cinco años antes, McCaleb sintió un pequeño golpe contra el barco y se enderezó. Había atado la Zodiac a la popa, de manera que no podía haber sido su propio bote. Estaba pensando en eso cuando sintió el inconfundible movimiento vertical del barco que indicaba que alguien acababa de subir a bordo. Su mente se concentró en la puerta del salón. Estaba seguro de que no la había cerrado con llave.
Miró en la caja en la que acababa de estar revolviendo y agarró un abrecartas.
Mientras subía las escaleras que llevaban a la cocina, McCaleb revisó el salón y no echó nada en falta. Resultaba difícil ver más allá del reflejo del interior en la puerta corredera, pero fuera, en el puente de mando, había un hombre cuya silueta se dibujaba por las luces de las farolas de Crescent Street. Se hallaba de pie de espaldas al salón, como sí estuviera admirando las luces de la ciudad que trepaban por la colina.
McCaleb se movió con rapidez hacia la corredera y la abrió. Mantuvo el abrecartas bajo, pero con la punta de la cuchilla preparada. El hombre que estaba en el puente de mando se volvió.
McCaleb bajó su arma cuando el hombre la miró con los ojos muy abiertos.
– Señor McCaleb, yo…
– No pasa nada, Charlie, no sabía quién era.
Charlie era el vigilante nocturno de la oficina del puerto. McCaleb no conocía su apellido, pero sabía que visitaba con frecuencia a Buddy Lockridge en las noches en que éste se quedaba a dormir. McCaleb supuso que Buddy era un compañero para una cerveza rápida de cuando en cuando en las largas noches. Probablemente por ese motivo Charlie había remado con su esquife desde el muelle.
– He visto las luces y he pensado que quizá Buddy estaba aquí-dijo-. Sólo quería hacerle una visita.
– No, Buddy está en Los Ángeles esta noche. Probablemente no volverá hasta el viernes.
– De acuerdo. Entonces me voy. ¿Está bien usted? La señora no lo ha mandado a dormir al barco, ¿no?
– No, Charlie, todo está en orden. Sólo estaba trabajando un poco. -Levantó el abrecartas como si eso explicara lo que estaba haciendo.
– Bueno, entonces me voy yendo.
– Buenas noches, Charlie. Gracias por preguntar por mí.
McCaleb volvió al despacho. Encontró la lupa con un aplique de luz en el fondo de la caja de artículos de oficina.
Durante las siguientes dos horas revisó las pinturas. Los paisajes espectrales de demonios y fantasmas que rodeaban a sus presas humanas lo conmovieron una vez más. A medida que examinaba cada una de las obras, iba marcando descubrimientos particulares como las lechuzas con Post-it amarillos, para poder volver a ellos con facilidad.
McCaleb contabilizó dieciséis representaciones directas de lechuzas y otra docena de representaciones de criaturas y estructuras con aspecto de lechuza. Las lechuzas estaban pintadas de oscuro y acechaban en todas las pinturas como centinelas del juicio y la muerte. Las miró y no pudo evitar pensar en las analogías de la lechuza con el detective. Ambas criaturas de la noche, ambos observadores y cazadores; espectadores de primera fila del mal y el dolor que humanos y animales se infligían entre sí.
El hallazgo más significativo de McCaleb durante el estudio de los cuadros no fue una lechuza, sino una figura humana. Hizo el descubrimiento cuando estaba usando la lupa con luz para examinar el panel central de El Juicio Final. Alrededor de la representación de la hoguera del infierno, donde arrojaban a los pecadores, había víctimas que aguardaban para ser desmembradas y quemadas. Entre ese grupo, McCaleb encontró la imagen de un hombre desnudo con los brazos y piernas detrás del cuerpo; las extremidades del pecador forzadas a una posición fetal invertida. La imagen reflejaba fielmente lo que él había visto en el vídeo y las fotos de la escena del crimen de Edward Gunn.
McCaleb señaló el hallazgo con un Post y cerró el libro. Justo entonces sonó el móvil en el sofá que tenía al lado y él saltó como un resorte. Consultó el reloj antes de contestar y vio que era exactamente medianoche.
Era Graciela.
– Pensaba que ibas a volver esta noche.
– Sí. Acabo de terminar. Voy hacia allá.
– Te has llevado el cochecito, ¿no?
– Sí, no te preocupes.
– Bueno, hasta pronto.
– Sí.
McCaleb decidió dejarlo todo en el barco, pensando que iba a necesitar despejarse antes del día siguiente. Cargar con los archivos y los libros sólo le recordaría los pesados pensamientos que acarreaba. Cerró con llave el barco y fue en la Zodiac hasta el amarre de los botes. Al final del muelle cogió el cochecito de golf. Subió por el desierto barrio comercial y colina arriba hasta la casa. A pesar de sus esfuerzos, sus pensamientos volvían siempre al abismo: un lugar donde criaturas de pico afilado, garras y cuchillos atormentaban a los caídos hasta la eternidad. En este punto algo sabía con seguridad. El pintor Bosch habría sido un buen profiler. Conocía su trabajo. Comprendía las pesadillas que rondaban en el interior de las mentes de la mayoría de las personas. Y también las que a veces salían de ellas.