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Cuidado, cuidado, Dios te ve

Las palabras danzaban en su cerebro como un nuevo mantra. En la capa de niebla que se extendía ante él se ocultaba alguien que había escrito esas palabras. Alguien había actuado guiado por ellas al menos en una ocasión y probablemente actuaría de nuevo. McCaleb iba a encontrar a esa persona. Y se preguntó de quién serían las palabras que lo guiarían a él al hacerlo. ¿Había un Dios verdadero que lo enviaba por ese camino?

Sintió que le tocaban el hombro y se volvió tan sobresaltado que el arpón estuvo a punto de caérsele por la borda. Era Buddy.

– Joder tío, no me hagas esto.

– ¿Estás bien?

– Lo estaba hasta que me has pegado este susto. ¿Qué estás haciendo? Tendrías que estar pilotando.

McCaleb miró por encima de su hombro para asegurarse de que ya habían salido de los límites del puerto y estaban en la bahía.

– No sé -dijo Buddy-. Parecías el capitán Ahab aquí de pie con ese arpón. Pensé que te pasaba algo. ¿Qué estás haciendo?

– Estaba pensando. ¿Te molesta? No me pegues estos sustos.

– Bueno, creo que estamos empatados.

– Ve a pilotar el barco, Buddy. Subiré en un momento. Y controla el generador.

Cuando Buddy se alejó, McCaleb sintió que las pulsaciones de su corazón recuperaban la normalidad. Salió del pulpito y volvió a fijar el arpón en la cubierta con la abrazadera. De pronto notó que el barco se elevaba y caía al atravesar una ola de más de un metro. Se enderezó para ver el origen de la ola, pero no vio nada. Había sido un fantasma moviéndose por la superficie lisa de la bahía.

6

Harry Bosch levantó su maletín a modo de escudo y lo utilizó para abrirse camino a través de la multitud de periodistas y cámaras reunidos en el exterior de la sala.

– Déjenme pasar, por favor, déjenme pasar.

La mayoría de los corresponsales no se movían hasta que Bosch usaba el maletín para apartarlos. Se estaban congregando desesperadamente y levantando grabadoras y cámaras hacia el centro del enjambre humano donde se hallaba el abogado defensor.

Bosch logró finalmente alcanzar la puerta, donde un ayudante del sheriff estaba apretado contra el pomo. El hombre reconoció a Bosch y dio un paso hacia un lado para permitirle abrir la puerta.

– Esto -dijo Bosch al ayudante- va a pasar todos los días. Este tipo tiene más cosas que decir fuera de la sala que dentro. No estaría mal que pusieran algunas normas para que la gente pueda entrar y salir.

Mientras Bosch franqueaba la puerta oyó que el ayudante del sheriff le decía que hablara con el juez sobre el tema.

Bosch recorrió el pasillo central y abrió la puerta que daba acceso a la mesa de la acusación. Era el primero en llegar. Apartó la tercera silla y tomó asiento. Abrió el maletín sobre la mesa, extrajo la gruesa carpeta azul y la dejó a un lado. Luego cerró el maletín de combinación y lo dejó en el suelo, junto a su silla.

Bosch estaba preparado. Se inclinó hacia adelante y cruzó los brazos sobre la carpeta. La sala estaba tranquila, casi vacía a excepción del alguacil y un periodista que se estaban preparando para el día que se avecinaba. A Bosch le gustaba esa calma que precede la tormenta. Y no le cabía ninguna duda de que se avecinaba tormenta. Estaba preparado para bailar con el diablo una vez más. Se dio cuenta de que su misión en la vida eran los momentos así. Momentos que tendría que saborear y recordar, pero que siempre le causaban un nudo en el estómago.

Se produjo un fuerte ruido metálico y la puerta del calabozo adjunto se abrió. Dos alguaciles condujeron al acusado a la sala del juzgado. Era joven, seguía bronceado a pesar de los tres meses que llevaba entre rejas y llevaba puesto un traje que cubriría con creces los sueldos semanales de los hombres que lo flanqueaban. Tenía las manos esposadas a una cadena de cintura que parecía incongruente con aquel traje azul. En una mano llevaba un bloc de dibujo y en la otra un rotulador negro de punta de fibra, el único instrumento de escritura autorizado en prisión.

El hombre fue conducido hasta la mesa de la defensa y situado en el asiento central. Sonrió y miró hacia adelante cuando le quitaron las esposas y la cadena. Un alguacil colocó una mano en el hombro del acusado y lo empujó hacia abajo para que se sentara. A continuación los alguaciles retrocedieron y tomaron posición en las sillas situadas detrás del hombre.

Inmediatamente el individuo abrió el bloc de dibujo y empezó a trabajar. Bosch lo observaba. Oía el ruido de la punta del rotulador arañando el papel furiosamente.

– No me dejan usar carboncillo, Bosch. ¿Te lo puedes creer? ¿Qué clase de amenaza puede significar el carboncillo?

No había mirado a Bosch al decirlo. Bosch no respondió.

– Son esos pequeños detalles los que más me molestan -dijo el hombre.

– Será mejor que te acostumbres -dijo Bosch.

El hombre se rió, pero continuó sin mirar a Bosch.

– No sé por qué, pero sabía que ibas a decir precisamente eso.

Bosch guardó silencio.

– Eres tan predecible, Bosch. Todos vosotros lo sois.

La puerta trasera de la sala se abrió y Bosch apartó la mirada del acusado. Estaban entrando los abogados. El juicio estaba a punto de empezar.

7

McCaleb llegó a su cita con Jaye Winston en el Farmer's Market con treinta minutos de retraso. Él y Buddy habían cruzado en una hora y media, y McCaleb había llamado a la detective del sheriff después de atracar en el puerto deportivo de Cabrillo. Tras quedar con Winston, McCaleb descubrió que el Cherokee se había quedado sin batería porque llevaba dos semanas sin ponerlo en marcha. Tuvo que pedirle a Buddy que lo empujara con su viejo Taurus para poner el coche en marcha y eso lo había retrasado.

Entró en Dupar's, el restaurante de la esquina del mercado, pero no vio a Winston en la barra ni en ninguna de las mesas. Esperaba que no se hubiera marchado ya. Eligió sentarse en un reservado desocupado que les ofrecía el máximo de intimidad. No le hacía falta mirar el menú. Habían elegido el Farmer's Market porque estaba cerca del domicilio de Edward Gunn y porque McCaleb quería desayunar en Dupar's. Le había dicho a Winston que lo que más echaba de menos de Los Ángeles eran los crepés de Dupar's. Cuando una vez al mes viajaba con Graciela y los niños a Los Ángeles para comprar ropa y artículos que no encontraban en Catalina, solían comer en Dupar's. No importaba si se trataba de un desayuno, un almuerzo o una cena. McCaleb siempre pedía crepés. Raymond, también, aunque al chico le gustaban los de frambuesa, mientras que McCaleb prefería el tradicional jarabe de arce.

McCaleb le dijo a la camarera que estaba esperando a otra persona, pero pidió un zumo de naranja y un vaso de agua. Cuando le trajeron los dos vasos abrió la bolsa de cuero y sacó el pastillero. En el barco mantenía un suministro de pastillas para una semana y otro para dos días en la guantera del Cherokee. Había preparado el pastillero después de amarrar. Alternando tragos de zumo de naranja y agua se tomó las veintisiete pastillas de su dosis matinal. Conocía los nombres de cada una por las formas, colores y gustos: Prilosec, Imuran, digoxina. Mientras se las iba tragando metódicamente advirtió que una mujer del reservado contiguo lo estaba observando, con las cejas arqueadas.

Nunca se libraría de las pastillas. Eran algo tan inevitable para él como la muerte o los impuestos. A lo largo de los años algunas cambiarían, otras se eliminarían y se agregarían nuevas, pero sabía que tendría que estar el resto de su vida tragando pastillas y quitándose el gusto espantoso con tragos de zumo de naranja.

– Veo que no me has esperado para pedir.

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