Miró hacia abajo al oír un vehículo y vio que una furgoneta blanca con el escudo de la oficina del sheriff en la puerta del conductor se detenía enfrente del edificio de apartamentos del otro lado de la calle. El equipo de huellas había llegado.
McCaleb miró por última vez al tejado de enfrente y luego se dirigió de nuevo hacia abajo, derrotado. Se detuvo de repente. Allí estaba la lechuza, encima de un compresor del sistema centralizado de aire acondicionado, en el tejado de la extensión en forma de ele del edificio en que se hallaba.
Se acercó rápidamente a la escalera y subió al rellano del tejado. Tuvo que abrirse camino entre algunos muebles almacenados en el descansillo, pero la puerta no estaba cerrada con llave. Trotó por el suelo de grava del tejado hasta el aparato de aire acondicionado.
McCaleb observó la lechuza antes de tocarla. Coincidía con su recuerdo de la grabación de la escena del crimen y la base era octogonal. Sabía que era la lechuza que estaba buscando. Quitó el alambre que habían enrollado en la base para unirlo a la parrilla de entrada de aire del aparato. Se fijó en que la parrilla y las tapas metálicas de la unidad estaban cubiertas de deposiciones secas de pájaros. Supuso que los excrementos de pájaros constituían un problema de mantenimiento y Rohrshak, que al parecer se encargaba también de aquel edificio, se había llevado la lechuza del apartamento de Gunn y la había utilizado para mantener alejadas a las aves.
McCaleb sacó el alambre y lo enrolló en torno al cuello de la lechuza, a fin de poder transportarlo sin necesidad de tocarlo, aunque no creía que fueran a encontrar ninguna huella ni fibras de ningún tipo. Lo levantó del aparato de aire acondicionado y regresó a la escalera.
Cuando McCaleb entró de nuevo en el apartamento de Edward Gunn, vio a dos técnicos sacando su instrumental de un maletín. Había una escalera de mano delante de la vitrina.
– Creo que tendríais que empezar por esto.
McCaleb vio que los ojos de Rohrshak se abrían como platos cuando él entraba en el salón y dejaba la lechuza de plástico sobre la mesa.
– También se encarga del edificio de enfrente, ¿verdad, señor Rohrshak?
– Eh…
– No se preocupe. Es muy fácil de averiguar.
– Ya te lo digo yo -intervino Winston, doblándose para mirar la lechuza-. Estaba allí cuando lo necesitamos el día del asesinato. Vive allí.
– ¿Tiene alguna idea de cómo fue a parar al tejado? -preguntó McCaleb.
Rohrshak siguió sin contestar.
– Supongo que se fue volando, ¿no?
Rohrshak no podía apartar la mirada de la lechuza.
– Ahora puede irse, señor Rohrshak, pero no se aleje demasiado. Si hay alguna huella en el pájaro o en la vitrina, tendremos que tomarle las suyas para compararlas.
Esta vez Rohrshak miró a McCaleb y sus ojos se abrieron todavía más.
– Puede marcharse, señor Rohrshak.
El conserje se volvió y lentamente salió del apartamento.
– Y cierre la puerta, por favor-le gritó McCaleb.
Cuando la puerta se cerró, Winston casi soltó una carcajada.
– Te has pasado, Terry. En realidad no ha hecho nada malo. Nosotros nos fuimos y él dejó que la hermana se llevara todo lo que quisiera. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, alquilar el apartamento con esa estúpida lechuza ahí encima?
McCaleb negó con la cabeza.
– Nos mintió. Eso estuvo mal. Casi reviento subiendo a ese edificio del otro lado de la calle. Podía habernos dicho que estaba allí.
– Bueno, ahora está más que asustado. Creo que ha aprendido la lección.
– Da igual. -Retrocedió para que uno de los técnicos pudiera trabajar con la lechuza mientras el otro se subía a la escalera para examinar la parte superior de la vitrina.
McCaleb examinó la figura mientras el técnico aplicaba un polvo negro con un pincelito. Al parecer la lechuza estaba pintada a mano. Era marrón oscuro y tenía la cabeza y la espalda negras. Su pecho era de un marrón más claro con algunos detalles amarillos y los ojos de un negro brillante.
– ¿Ha estado a la intemperie? -preguntó el técnico.
– Por desgracia -respondió McCaleb, recordando las lluvias que habían caído en el continente y en Catalina la semana anterior.
– Bueno, no hay nada.
– Lo suponía.
McCaleb miró a Winston, y en sus ojos se reflejaba una renovada animadversión por Rohrshak.
– Aquí tampoco hay nada -dijo el otro técnico-. Demasiado polvo.
9
El juicio de David Storey se celebraba en el juzgado de Van Nuys. El crimen que se juzgaba no estaba conectado ni remotamente con Van Nuys ni con el valle de San Fernando, pero la fiscalía había elegido ese juzgado porque el Departamento N estaba disponible y era la única sala grande del condado; había sido construido varios años antes, uniendo dos salas para albergar cómodamente a los dos jurados y a la aglomeración de medios de comunicación atraídos por el caso de asesinato de los hermanos Menéndez. Los hermanos Menéndez habían asesinado a sus padres, y el caso había sido uno de los que captó el interés de la prensa en la década de los noventa y, por tanto, la atención del público. Cuando terminó, la oficina del fiscal no se molestó en desmontar la enorme sala. Alguien había tenido la previsión suficiente para darse cuenta de que en Los Ángeles siempre habría algún caso capaz de llenar el Departamento N.
Y en ese momento era el caso de David Storey.
El director de cine de treinta y ocho años -conocido por películas que exploraban los límites de la violencia y el sexo manteniendo la clasificación para salas comerciales- estaba acusado del asesinato de una joven actriz a la que se había llevado a casa después de la premier de su película más reciente. El cuerpo de la joven de veintitrés años había sido hallado a la mañana siguiente en el pequeño bungaló de Nichols Canyon que compartía con otra aspirante a actriz. La víctima había sido estrangulada y su cuerpo desnudo colocado en la cama en una postura que los investigadores consideraban parte de un cuidadoso plan del asesino para evitar ser descubierto.
Si se sumaba a los ingredientes del caso -poder, fama, sexo y dinero- la conexión con Hollywood, la máxima atención de los medios estaba garantizada. David Storey trabajaba detrás de la cámara y eso le impedía ser una auténtica celebridad, pero su nombre era conocido y poseía el formidable poder de un hombre que había obtenido siete éxitos de taquilla en otros tantos años. La prensa estaba centrada en el juicio de Storey del mismo modo en que los jóvenes se sentían atraídos por el sueño de Hollywood. La cobertura previa definía claramente el caso como una parábola de la avaricia y el exceso sin límites de la meca del cine.
El caso también tenía un grado de confidencialidad poco habitual en los juicios por asesinato. Los fiscales asignados habían llevado sus pruebas a un jurado de acusación para presentar cargos contra Storey. Ese movimiento les permitió saltarse una vista preliminar, donde la mayor parte de las pruebas acumuladas contra un acusado se hacen públicas. Al carecer de esa fuente de información, los medios estaban abocados a buscar carnaza tanto en el campo de la acusación como en el de la defensa. Aun así, sólo se habían filtrado algunas generalidades del caso. Las pruebas que la fiscalía pensaba usar para vincular a Storey con el crimen se mantenían en secreto, y eso contribuía a azuzar la desesperación de los medios con el caso.
Era esa desesperación la que había convencido al fiscal del distrito a trasladar el juicio a la enorme sala del Departamento N, en Van Nuys. La segunda tribuna del jurado se utilizaría para acomodar a más miembros de los medios, y la sala de deliberaciones no usada se convertiría en una sala de prensa donde los periodistas podrían ver los vídeos desde La segunda y la tercera gradas. La jugada, que daría a todos los medios -desde el National Enquirer al New York Times- acceso pleno al juicio y a sus protagonistas, garantizaba que el proceso se convertiría en el primer circo mediático sangriento del milenio.