– Lo entiendo, Jaye. Puedo aceptarlo. Correré mis riesgos.
18
Winston se quedó un rato en silencio mientras miraba por la puerta del salón. McCaleb notaba que estaba tomando una decisión y se limitó a esperar.
– Te contaré una historia sobre Harry Bosch -dijo ella al fin-. Lo conocí hace cuatro años en un caso conjunto. Dos secuestros con asesinato. El de Hollywood lo llevaba él, el de West Hollywood era mío. Chicas jóvenes, niñas en realidad. Las pruebas físicas relacionaron los dos casos. Básicamente los dos trabajábamos por separado, pero nos reuníamos a comer cada miércoles para compartir notas.
– ¿Hicisteis un perfil?
– Sí, fue cuando Maggie Griffin todavía estaba aquí con el FBI. Preparó algo para nosotros. Lo habitual. Es igual, la cosa se calentó cuando hubo una tercera desaparecida. Esta vez era una chica de diecisiete años. Las pruebas de los dos primeros casos indicaban que el tipo las mantenía vivas cuatro o cinco días hasta que se cansaba de ellas y las mataba. Así que íbamos contra reloj. Pedimos refuerzos y estábamos investigando denominadores comunes.
McCaleb asintió. Estaban siguiendo los pasos habituales para detener a un asesino en serie.
– Surgió una posibilidad remota -dijo ella-. Las tres víctimas utilizaban la misma lavandería de Santa Mónica, cerca de La Ciénaga. La última chica tenía un trabajo de verano en Universal y llevó sus uniformes allí para que los lavaran en seco. El caso es que antes incluso de que acudiéramos a la dirección fuimos al aparcamiento de empleados y apuntamos los nombres de los carnés de los empleados por si encontrábamos algo antes de entrar y anunciarnos. Y lo encontramos. El jefe mismo. Lo habían detenido diez años antes por escándalo público. Tiramos del hilo y resultó que era un caso de exhibicionismo. Se acercaba en coche a una parada de autobús y abría la puerta para que la mujer de la parada pudiera verle el rabo. Resultó que era una poli camuflada; sabían que había un exhibicionista en el barrio y pusieron señuelos. Da igual, le pusieron condicional y orientación psicológica. Lo ocultó cuando solicitó el empleo y con los años llegó a ser director del negocio.
– Un puesto más alto, más nivel de estrés, delito más grave.
– Eso es lo que pensamos. Pero no teníamos ninguna prueba. Así que Bosch tuvo una idea. Dijo que todos nosotros (él, yo y nuestros compañeros) iríamos a ver a ese tipo, Hagen se llamaba, a su casa. Dijo que un agente del FBI le había dicho en una ocasión que siempre había que abordar al sospechoso en casa si era posible, porque a veces obtenías más información del entorno que de lo que decían.
McCaleb contuvo una sonrisa. Ésa era una lección que Bosch había aprendido del caso Cielo Azul.
– Así que seguimos a Hagen a su casa. Vivía en Los Feliz, en una casa en decadencia cerca cíe Franklin. La tercera chica llevaba cuatro días desaparecida, así que sabíamos que nos estábamos quedando sin tiempo. Llamamos a la puerta y el plan era actuar como si no supiéramos nada de su historial y hubiéramos llegado allí para pedirle ayuda sobre los empleados de la tienda. Ya sabes, ver cómo reaccionaba o si metía la pata.
– Sí.
– Bueno, estábamos allí en el salón de ese tipo y yo llevaba el peso del interrogatorio, porque Bosch quería ver cómo se tomaba el tío que una mujer llevara el control. Y no habían pasado ni cinco minutos cuando Bosch, de repente, se levantó y dijo: «Es él, ella está aquí, en algún sitio.» Y cuando lo dijo, Hagen se levantó y corrió hacia la puerta. No llegó muy lejos.
– ¿Era un farol o parte del plan?
– Ni una cosa ni otra. Bosch lo supo. En la mesita de al lado del sofá había uno de esos monitores de bebés, ¿sabes? Bosch lo vio y lo entendió todo. Era la parte equivocada. El transmisor. Eso quería decir que el receptor estaba en algún otro sitio. Si tienes un niño lo pones al revés. Escuchas desde el salón los ruidos de la habitación del bebé. Pero éste estaba al revés. El perfil de Griffin decía que al tipo le gustaba tener el control, que probablemente ejercía coacción verbal sobre su víctima. Bosch vio el transmisor y algo hizo clic; el tipo la tenía en algún sitio y se corría hablándole.
– ¿Tenía razón?
– Dio en el clavo. La encontramos en el garaje, en un congelador desconectado con tres agujeros para que entrara el aire hechos con un taladro. Era como un ataúd. El receptor del aparato estaba allí con ella. Luego la chica nos explicó que Hagen no dejaba de hablarle siempre que estaba en casa. También le cantaba. Éxitos de los cuarenta. Cambiaba las letras y cantaba que iba a violarla y matarla.
McCaleb asintió. Lamentó no haber participado en el caso, porque sabía lo que Bosch había sentido, ese repentino momento de fusión en que los átomos chocan entre sí. Ese instante en que sencillamente lo sabes. Un momento tan emocionante como aterrador. El momento para el que viven secretamente todos los detectives de homicidios.
– La razón por la que te cuento esta historia es por lo que Bosch hizo y dijo después. En cuanto tuvimos a Hen en el asiento trasero de un coche patrulla y empezamos a registrar la casa, Bosch se quedó en la sala con el avisador del bebé. Lo conectó y no dejó de hablar a la chica. Decía: «Jennifer, estamos aquí. Todo irá bien, Jennifer, ya vamos. Estás a salvo y vamos a buscarte. Nadie va a hacerte daño.» No paró de hablar así, de calmarla de esta forma.
Winston hizo una larga pausa y McCaleb vio que su mirada estaba perdida en aquel recuerdo.
– Después de que la encontramos todos nos sentimos muy bien. Es lo mejor que me ha pasado en este trabajo. Me acerqué a Bosch y le dije: «Debes de tener hijos. Le has hablado como si fuera hija tuya.» Y él sólo sacudió la cabeza y dijo que no. Dijo: «Sólo sé lo que es estar solo en la oscuridad.» Y luego se marchó.
Ella miró a McCaleb desde la puerta.
– Cuando has hablado de la oscuridad me lo has recordado.
Él asintió.
– ¿ Qué haremos si llegamos a un punto en que sabemos seguro que fue él? -preguntó Winston, con la cara vuelta hacia el cristal.
McCaleb respondió rápidamente para no tener que pensar en la pregunta.
– No lo sé -dijo.
Después de que Winston hubo puesto la lechuza de plástico de nuevo en la caja de las pruebas, recogió todas las páginas que le había mostrado y salió. McCaleb se quedó de pie en la puerta corredera y observó cómo la detective subía por la rampa hasta la verja. McCaleb consultó el reloj y vio que le quedaba mucho tiempo antes de prepararse para la noche. Decidió ver parte del juicio en Court TV.
Miró de nuevo hacia afuera y vio a Winston guardando la caja de pruebas en el maletero de su coche. Detrás de él, alguien se aclaró la garganta. McCaleb se volvió abruptamente y allí estaba Buddy Lockridge en la escalera, mirándolo desde la cubierta inferior. Tenía un montón de ropa entre las manos.
– Buddy ¿qué cono estás haciendo?
– Tío, estás trabajando en un caso raro.
– He dicho qué cono estás haciendo.
– Iba a hacer la colada y pasé por aquí, porque tenía la mitad de mis cosas en el camarote. Entonces aparecisteis vosotros dos y cuando tú te pusiste a hablar supe que no podía salir.
Mantuvo en las manos el montón de ropa como prueba de lo que estaba diciendo.
– Así que me senté en la cama y esperé.
– Y has escuchado todo lo que hemos dicho.
– Es una locura de caso, tío. ¿Qué vas a hacer? He visto a ese Bosch en Court TV. Parece que está un poco tenso.
– Yo sé lo que no voy a hacer. No voy a hablar contigo de esto. -McCaleb señaló la puerta de cristal-. Vete, Buddy, y no digas ni una palabra de esto a nadie. ¿Me has entendido?
– Claro, entendido. Yo sólo estaba…
– Marchándome.
– Lo siento, tío.
– Yo también.
McCaleb abrió la corredera y Lockridge salió como un perro con el rabo entre las piernas. McCaleb tuvo que contenerse para no darle una patada en el trasero. En lugar de eso corrió la puerta con cara de pocos amigos y ésta tembló en su marco. Se quedó allí mirando a través del cristal hasta que vio a Lockridge subir toda la rampa y entrar en el edificio donde había un servicio de lavandería con monedas.