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SOSPECHOSO

Bosch:

institucional – orfanato, Vietnam, policía

outsider – alienación

obsesivo-compulsivo

ojos – perdidos, pérdida

hombre en misión – ángel vengador

la noria siempre gira – nadie escapa.

todo termina por volver al mismo lugar

alcohol

divorcio – ¿mujer? ¿por qué?

alienación/obsesión

madre

casos

sistema judicial – «mentira»

portadores de la plaga

¿culpa?

Harry = Hieronymus

lechuza = mal

mal = Gunn

muerte del mal = detonante

pinturas – demonios – diablos – mal

oscuridad y luz – el filo

castigo

madre – justicia – Gunn

mano de Dios – policía – Bosch

castigo = trabajo de Dios

Una oscuridad más negra que la noche = Bosch

Bosch no sabía bien cómo interpretar las notas. Su mirada estaba clavada en la última línea y la leyó repetidamente, inseguro de lo que McCaleb estaba diciendo de él.

Al cabo de un rato, dobló cuidadosamente la página y se quedó un buen rato sentado sin moverse. Le parecía surrealista estar sentado en el barco, después de haber intentado interpretar las notas de otra persona y sus razones por las que debía ser considerado sospechoso de asesinato. Empezó a sentirse mal y se dio cuenta de que se estaba mareando. Se tragó lo que le quedaba de Coca-cola y se levantó, volviendo a poner las hojas en el bolsillo de la cazadora.

Bosch se dirigió hacia la proa del barco y empujó la pesada puerta. El aire frío le golpeó de inmediato. Ya atisbaba la desdibujada silueta del continente en la distancia. Mantuvo la vista en el horizonte y respiró profundamente. En unos minutos empezó a sentirse mejor.

31

McCaleb se quedó un buen rato sentado en el viejo sofá del salón, pensando en su encuentro con Bosch. Era la primera vez, en su larga experiencia de investigador, que un sospechoso de asesinato acudía a él para solicitarle ayuda. Tenía que decidir si se trataba del acto de un hombre desesperado o bien de un hombre sincero. O, posiblemente, algo más. ¿Qué habría pasado si McCaleb no se hubiera fijado en la lancha alquilada y acudido al barco? ¿Lo habría esperado Bosch?

Bajó al camarote de proa y miró los documentos esparcidos por el suelo. Se preguntó si Bosch los había arrojado intencionadamente al suelo para que se mezclaran. ¿Se había llevado algo?

Fue al escritorio y examinó su portátil. No estaba conectado a la impresora, pero sabía que eso no significaba nada. Cerró el archivo que aparecía en la pantalla y abrió el Gestor de Impresión. Hizo clic en las tareas recientes y vio que se habían impreso dos archivos ese día: los perfiles de la escena del crimen y del sospechoso. Bosch se los había llevado.

McCaleb se imaginó a Bosch volviendo a cruzar en el Catalina Express, sentado solo y leyendo lo que McCaleb había escrito acerca de él. Le hizo sentirse incómodo.

No creía que ningún sospechoso del que había hecho un perfil lo hubiera leído.

Trató de olvidar esta idea y ocupar su mente en otra cosa. Resbaló desde la silla hasta quedar de rodillas y empezó a recoger los informes del expediente, colocándolos en una pila bien cuadrada antes de preocuparse por volver a ordenarlos.

Una vez recogido todo, se sentó al escritorio, con los informes en una pila perfecta delante de él. McCaleb sacó una hoja en blanco de un cajón y escribió con el rotulador negro grueso que utilizaba para etiquetar las cajas de cartón que contenían sus archivos.

HAS OLVIDADO ALGO

Cortó un trozo de celo y enganchó la página en la pared de detrás del escritorio. Se la quedó mirando un buen rato. Todo lo que Bosch le había dicho se resumía en esa frase. Ahora tenía que determinar si era verdad, si era posible. O si se trataba de la última manipulación de un hombre desesperado.

Oyó sonar su teléfono móvil. Estaba en el bolsillo de la chaqueta, que había dejado en el sofá del salón. Subió rápidamente las escaleras y agarró la chaqueta. Cuando metió la mano en el bolsillo, ésta se encontró con su pistola. Entonces probó en el otro bolsillo y cogió el teléfono. Era Graciela.

– Estamos en casa -dijo-. Pensaba que estarías aquí. He pensado que podríamos ir a comer a El Encanto.

– Eh…

McCaleb no quería abandonar el despacho ni sus pensamientos sobre Bosch, pero la última semana había tensado su relación con Graciela. Necesitaba hablar con ella de eso, de que veía que las cosas estaban cambiando.

– Mira -dijo por fin-, estoy acabando unas cosas. ¿Por qué no te adelantas tú con los niños y nos encontramos allí? -Miró el reloj. Era la una menos cuarto-. ¿A la una y media te va bien?

– Bueno -dijo ella abruptamente-. ¿Qué cosas estás acabando?

– Oh, sólo… estoy cerrando esta historia para Jaye.

– Creía que me habías dicho que estabas fuera del caso.

– Y lo estoy, pero tengo aquí todos los documentos y quería escribir mi…, bueno, cerrar esto.

– No te retrases, Terry.

Graciela lo dijo en un tono que daba a entender que podía perderse algo más que un almuerzo si lo hacía.

– No lo haré. Os veo allí.

Cerró el teléfono y volvió al despacho. Miró otra vez su reloj. Tenía media hora antes de coger la Zodiac y volver al muelle. El Encanto estaba a unos cinco minutos a pie desde el embarcadero. Era uno de los pocos restaurantes que permanecían abiertos durante los meses de invierno.

Se sentó y empezó a poner en orden la pila de documentos de la investigación. No era un trabajo difícil. Cada página tenía la fecha estampada en la esquina superior derecha, pero McCaleb se detuvo casi en cuanto empezó. Miró el mensaje que acababa de pegar en la pared. Decidió que si iba a buscar algo que no había visto antes, algo que se le había pasado por alto, tenía que abordar la información desde otro ángulo. No iba a poner los documentos en orden, sino que los leería en el orden casual en que habían quedado. Haciéndolo de este modo evitaría pensar en el flujo de la investigación y en cómo un paso seguía al anterior. Simplemente tendría cada informe para considerarlo como una pieza de un puzzle. Era un truco de bobos, pero ya lo había utilizado antes en casos del FBI. En algunas ocasiones surgía algo nuevo, algo que antes se le había pasado.

Volvió a mirar el reloj y empezó con el informe de encima de la pila. Era el protocolo de la autopsia.

32

McCaleb caminó con brío hasta los escalones de la entrada de El Encanto. Vio su cochecito de golf aparcado junto al bordillo. La mayoría de los cochecitos de la isla parecían iguales, pero él podía identificar el suyo por el asiento infantil con el almohadón blanco y rosa. Graciela todavía estaba allí.

Subió los escalones y la camarera, que lo reconoció, le señaló la mesa donde estaba sentada su familia. Se apresuró y apartó la silla de al lado de Graciela. Estaban a punto de terminar. Se fijó en que la camarera ya había dejado la cuenta en la mesa.

– Lo siento, me he retrasado.

Cogió un nacho del cesto que estaba en el centro de la mesa y lo rebañó en los boles de salsa y guacamole antes de metérselo en la boca. Graciela miró el reloj y luego lo fulminó con sus ojos castaños. McCaleb encajó el golpe y se preparó para el siguiente, que sin duda estaba al caer.

– No puedo quedarme.

Ella dejó caer sonoramente el tenedor en su plato. Había terminado.

– Terry…

– Ya lo sé, ya lo sé. Pero ha surgido algo. Tengo que ir a Los Ángeles esta noche.

– ¿Qué puede haber surgido? Estás apartado del caso. Es domingo. La gente está viendo fútbol americano, no corriendo por ahí tratando de resolver asesinatos sin que nadie se lo haya pedido.

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