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– Muy bien, he pedido las ventas de estos códigos internos desde el uno de agosto -dijo.

– ¿Códigos internos?

– Sí, del modelo estándar y del de lujo y de los moldes de sustitución. Hemos vendido directamente cuatrocientos catorce. También hemos servido otros seiscientos a minoristas.

– Y lo que nos está diciendo es que sólo podemos seguir la pista, al menos a través de usted, a los cuatrocientos catorce.

– Eso es.

– ¿Tiene los nombres de los compradores y las direcciones a las que se enviaron las lechuzas?

– Sí, los tenemos.

– ¿Y está dispuesto a compartir esta información con nosotros sin necesidad de una orden judicial?

Riddell frunció el ceño como si la pregunta fuera completamente absurda.

– Ha dicho que están trabajando en un caso de asesinato, ¿no?

– Exacto.

– No necesitamos una orden judicial, si podemos ayudar, queremos hacerlo.

– Eso es muy refrescante, señor Riddell.

Estaban sentados en el coche de Winston, revisando el material que Riddell había impreso para ellos. La caja de pruebas que contenía la lechuza estaba entre los dos. Había tres listados de ventas: modelos de lujo, estándar y repuestos. McCaleb propuso que empezaran por este último, porque su instinto le decía que la lechuza encontrada en el apartamento de Edward Gunn había sido vendida con el expreso propósito de desempeñar un papel en la escena del crimen, y por tanto no hacía falta ningún mecanismo. Además, la lechuza de repuesto era la más barata.

– Será mejor que encontremos algo aquí-dijo Winston mientras examinaba la lista de compradores del modelo estándar-, porque buscar a los compradores a través de tiendas de Home Depot y otros minoristas va a suponer órdenes judiciales y abogados y…, eh, aquí está el Getty. Encargaron cuatro.

McCaleb miró a Winston y pensó en ello. Finalmente se encogió de hombros y volvió a su lista. Winston también siguió adelante y continuó con su enumeración de las dificultades a las que tendrían que enfrentarse si tenían que recurrir a los minoristas que habían vendido la lechuza gavilana. McCaleb dejó de escucharla cuando llegó al antepenúltimo nombre de su lista. Había reconocido un nombre y siguió con el dedo la línea que detallaba la dirección a la cual habían enviado la lechuza, la forma de pago, el origen de la orden de compra y el nombre de la persona que tenía que recibirla si no era el mismo que el del comprador. Seguramente contuvo el aliento, porque Winston captó su agitación.

– ¿Qué?

– Tengo algo aquí.

Le pasó el listado a ella y señaló la línea.

– Este comprador. Jerome van Aeken. Le enviaron una el día de Nochebuena a la dirección de Gunn. Pagaron mediante un giro postal.

Ella cogió el listado y empezó a leer la información.

– Enviado a la dirección de Sweetzer, pero a Lubbert Das en casa de Edward Gunn. Lubbert Das. Nadie con ese nombre surgió en la investigación. Tampoco recuerdo ese nombre de la lista de residentes del edificio. Llamaré a Rohrshak para ver si Gunn tuvo alguna vez un compañero de piso con ese nombre.

– No te molestes. Lubbert Das nunca vivió allí.

Winston levantó la mirada y miró a McCaleb.

– ¿Conoces a Lubbert Das?

– Algo así.

Las cejas de ella se enarcaron más todavía.

– ¿Algo así? ¿Algo así? ¿Qué me dices de Jerome van Aeken?

McCaleb asintió. Winston dejó caer las hojas en la caja que estaba entre ellos. Miró a McCaleb con una expresión que reflejaba curiosidad y enfado.

– Bueno, Terry, creo que va siendo hora de que empieces a contarme lo que sabes.

McCaleb volvió a asentir y puso la mano en la manija de la puerta.

– ¿ Por qué no vamos a mi barco? Allí podremos hablar.

– ¿ Por qué no hablamos aquí mismo, de una puta vez?

McCaleb trató de sonreír.

– Porque es lo que llamarías una representación audiovisual.

Abrió la puerta y salió, luego se volvió a mirar a Winston.

– Te veo allí, ¿de acuerdo?

Ella negó con la cabeza.

– Más te vale que tengas un buen perfil preparado para mí.

Esta vez fue McCaleb quien sacudió la cabeza.

– Todavía no tengo listo un perfil, Jaye.

– Entonces ¿qué es lo que tienes?

– Un sospechoso.

Cerró la puerta en ese momento y pudo oír las maldiciones sordas mientras se dirigía a su coche. Al cruzar el aparcamiento una sombra lo cubrió a él y a todo lo demás. Levantó la cabeza y vio el zeppelín de Goodyear cruzando por encima, eclipsando totalmente el sol.

17

Se reunieron de nuevo al cabo de un cuarto de hora en el Following Sea. McCaleb sacó unas Coca-colas e invitó a Winston a sentarse en la silla acolchada que había al extremo de la mesa de café del salón. En el aparcamiento le había pedido que trajera la lechuza de plástico al barco. Utilizó dos toallas de papel para sacarla de la caja y colocarla en la mesa enfrente de ella. Winston lo observó, con los labios fruncidos por el enfado. McCaleb le dijo que comprendía su rabia por haber sido manipulada en su propio caso, pero añadió que volvería a quedar a cargo de la situación en cuanto le presentara sus hallazgos.

– Lo único que puedo decirte, Terry, es que más vale que esto sea de puta madre.

McCaleb recordó que en una ocasión, en el primer caso en el que habían trabajado juntos, McCaleb había anotado en la tapa interior de la carpeta que ella tendía a utilizar lenguaje grosero cuando estaba tensa. También había anotado que era lista e intuitiva. Esperaba que esos rasgos no hubieran cambiado.

Se acercó a la encimera, donde había dejado la carpeta de la presentación. La abrió y se llevó la hoja superior a la mesita de café. Apartó los listados de Bird Barrier y dejó la hoja junto a la base de la lechuza.

– ¿Crees que éste es nuestro pájaro?

Winston se acercó para examinar la imagen en color que él había traído. Era un detalle ampliado del cuadro de Bosch El jardín de las delicias que mostraba a un hombre desnudo abrazando la oscura lechuza de ojos negros y brillantes. Había recortado ése y otros detalles del libro de Marijnissen. Observó mientras los ojos de Winston se movían constantemente de la lechuza de plástico al detalle del cuadro.

– Diría que coinciden -dijo por fin-. ¿De dónde has sacado esto? ¿Del Getty? Tendrías que haberme hablado de esto ayer, Terry. ¿Qué cono está pasando?

McCaleb levantó las manos para solicitar calma.

– Te lo explicaré todo. Sólo te pido que me dejes que te enseñe esto como yo quiero. Después contestaré a todas tus preguntas.

Ella hizo una señal con la mano para indicarle que podía continuar. McCaleb se acercó de nuevo a la encera para coger la segunda hoja. La puso delante de ella.

– El mismo pintor, otra obra.

Ella lo miró. Era un detalle de El Juicio Final en el que se representaba al pecador atado en la posición fetal invertida, a la espera de ser enviado al infierno.

– No me hagas esto. ¿Quién es el pintor?

– Te lo diré en un momento. -Regresó al archivo de la encimera.

– ¿Sigue vivo este tipo? -preguntó ella a su espalda.

McCaleb acercó la tercera hoja y la puso en la mesa junto a las otras dos.

– Murió hace quinientos años.

– ¡Dios mío!

Ella cogió la tercera hoja y la miró atentamente. Era la reproducción completa de Los siete pecados capitales.

– Se supone que es el ojo de Dios que ve todos los pecados del mundo -explicó McCaleb-. ¿Reconoces las palabras del centro que rodean el iris?

– Cuidado, cuidado… -Winston murmuró la traducción-. Oh, cielos, este tío está completamente loco, ¿Quiénes?

– Uno más. Ahora esta pieza sí que encaja.

Volvió al fichero por cuarta vez y regresó con otra reproducción de una pintura del libro de Bosch. Se la tendió a ella.

– Se llama La extracción de la piedra de la locura. En la Edad Media algunos creían que una operación para extraer una piedra del cerebro era la solución para la estupidez y la demencia. Fíjate en la localización de la incisión.

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