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– Me he fijado. Igual que nuestro hombre. ¿Qué es todo esto de alrededor?

Winston trazó con el dedo el borde circular de la pintura. En el margen exterior negro había palabras que en su momento habían estado pintadas en dorado, pero el tiempo las había deteriorado y resultaban casi indescifrables.

– La traducción es «Maestro, quite la piedra. Me llamo Lubbert Das». Los libros de crítica sobre el autor de esta obra señalan que Lubbert era un nombre ridículo que se aplicaba a los pervertidos o a los estúpidos.

Winston dejó la hoja al lado de las otras y levantó las manos con las palmas hacia afuera.

– Muy bien, Terry, ya basta. Dime quién era el pintor y quién es el sospechoso que dices que te ha surgido.

McCaleb asintió. Era el momento.

– El nombre del pintor era Jerome van Aeken. Era holandés y está considerado uno de los grandes maestros del Renacimiento en el norte de Europa. Sin embargo, sus obras eran oscuras, llenas de monstruos y fantasmas demoníacos. Lechuzas también. Muchas lechuzas. La crítica dice que las lechuzas de sus obras lo simbolizan todo, desde el mal a la muerte y la caída de la humanidad.

Buscó entre las hojas colocadas sobre la mesita de té y levantó el detalle del hombre que abrazaba a la lechuza.

– Éste lo dice todo de él. El hombre abraza el mal (la lechuza demoníaca, por usar la descripción del señor Riddell) y eso conduce al inevitable destino del infierno. Ésta es la pintura completa.

Volvió al fichero y trajo la reproducción completa de El jardín de las delicias. McCaleb observó los ojos de Winston mientras ella estudiaba las imágenes. Vio repulsión mezclada con fascinación. McCaleb señaló las cuatro lechuzas que había encontrado en la pintura, incluido el detalle que ya le había mostrado a ella.

Ella de repente apartó la hoja y lo miró.

– Espera un momento. Sé que he visto este cuadro antes. En algún libro o quizá en las clases de arte que tomaba en la Universidad de California. Pero nunca había oído mencionar a este Van Aeken, no me suena. Fue él quien pintó esto.

McCaleb asintió.

– El jardín de las delicias. Van Aeken lo pintó, pero no has oído hablar de él porque no era conocido por su nombre verdadero. Usaba la versión latina de Jerome y adoptó el nombre de su ciudad natal por apellido. Se lo conocía como Hieronymus Bosch.

Ella se limitó a mirarlo por un momento al tiempo que todo encajaba en su mente, las imágenes que él le había mostrado, los nombres del listado, su propio conocimiento del caso de Edward Gunn.

– Bosch -dijo ella, casi como si expulsara el aire-. ¿Hieronymus es el…?

Ella no terminó. McCaleb asintió.

– Sí, es el verdadero nombre de Harry.

Ambos estaban paseando por el salón con la cabeza baja, aunque con cuidado de no chocar. Hablaban atropelladamente.

– Esto es ir demasiado lejos, McCaleb. ¿Sabes lo que dices?

– Sé exactamente lo que estoy diciendo. Y no creas que no me lo he pensado mucho antes de decirlo. Yo lo considero un amigo, Jaye. En una ocasión… No sé, hubo un tiempo en que pensé que éramos muy parecidos. Pero mira esto, mira las conexiones, los paralelismos. Encaja. Todo encaja.

Se detuvo y la miró. Ella siguió paseando.

– Es un policía. Un poli de homicidios. ¡Por el amor de Dios!

– ¿Qué vas a decirme, que es totalmente imposible porque es un poli? Esto es Los Ángeles, el moderno jardín de las delicias. Con las mismas tentaciones y los mismos demonios. Ni siquiera tienes que traspasar los límites de la ciudad para buscar ejemplos de policías que han cruzado la línea, que trafican con drogas, que cometen atracos a mano armada, que asesinan incluso.

– Lo sé, lo sé. Es sólo que… -Ella no terminó.

– Como mínimo encaja lo bastante bien como para que sepas que hemos de investigarlo a fondo.

Ella se detuvo y volvió a mirarlo.

– ¿;Hemos? Olvídalo, Terry. Te pedí que echaras un vistazo a los archivos, no que investigaras sospechosos. Estás fuera después de esto.

– Mira, si yo no me hubiera metido no tendrías nada. La lechuza todavía estaría encima de ese otro edificio de Rohrshak.

– Eso te lo concedo. Y te lo agradezco mucho. Pero eres un civil. Estás fuera.

– No me voy a apartar, Jaye. Soy yo el que puso a Bosch en el punto de mira, y no voy a apartarme.

Winston se sentó pesadamente en su silla.

– De acuerdo, ¿podemos hablar de eso cuando llegue el momento? Si es que llega, yo todavía no estoy segura.

– Bien, yo tampoco.

– Bueno, sin duda has hecho una buena actuación al enseñarme los cuadros y construir el caso.

– Lo único que estoy diciendo es que Harry Bosch está conectado con esto. Y eso tiene dos lecturas. Una es que él lo hizo y la otra que alguien le ha tendido una trampa. Hace mucho tiempo que es policía.

– Veinticinco, treinta años. La lista de gente que ha enviado a prisión tiene que tener un metro de largo. Y los que han entrado y salido probablemente son la mitad de la lista. Costaría un año entero investigarlos a todos.

McCaleb asintió.

– Y no creas que él no lo sabe.

Winston miró a McCaleb. Él empezó a pasear de nuevo, con la cabeza baja. Después de un largo silencio, él levantó la cabeza y vio que ella continuaba mirándolo.

– ¿Qué?

– Estás convencido de que puede ser Bosch, ¿no? Sabes algo más.

– No. Trato de permanecer abierto. Hay que seguir todos los caminos posibles.

– Tonterías, estás siguiendo un único camino.

McCaleb no respondió. Ya se sentía bastante culpable sin necesidad de que Winston echara más leña al fuego.

– Vale -dijo ella-. Entonces ¿por qué no te apartas? Y no te preocupes. No voy a tenértelo en cuenta cuando se descubra que estás equivocado.

Él se detuvo y la miró.

– Vamos, déjamelo a mí-insistió Winston.

McCaleb negó con la cabeza.

– Yo todavía no estoy convencido. Lo único que sé es que lo que tenemos aquí excede con mucho el ámbito de la coincidencia. De modo que tiene que haber una explicación.

– Entonces dime la explicación que afecta a Bosch. Te conozco y sé que has estado pensando en eso.

– De acuerdo, pero recuerda que de momento es sólo teoría.

– Lo recordaré. Adelante.

– Lo primero. Empezamos con el detective Hieronymus Bosch creyendo (no, digamos sabiendo) que ese tipo, Edward Gunn, salió impune de un homicidio. De acuerdo, entonces tenemos a Gunn que aparece estrangulado y con aspecto de ser una figura sacada de un cuadro del pintor Hieronymus Bosch. Añadimos la lechuza de plástico y al menos otra media docena de elementos de conexión entre los dos Bosch, aparte del nombre, y aquí está.

– ¿Qué hay aquí? Estas coincidencias no significan que fue Bosch quien lo hizo. Tú mismo has dicho que alguien pudo preparar todo esto para que lo descubriéramos y se lo cargáramos a Bosch.

– No sé qué es. Instinto, supongo. Hay algo acerca de Bosch, algo que se sale de la norma.

Recordó la forma en que Vosskuhler había descrito las pinturas.

– Una oscuridad más negra que la noche.

– ¿Qué se supone que significa eso?

McCaleb descartó la pregunta. Se acercó y cogió la reproducción del detalle del hombre que abrazaba la lechuza. La sostuvo ante la cara de Winston.

– Mira la oscuridad aquí. En los ojos. En Harry hay algo que es igual.

– Ahora me estás empezando a asustar, Terry. ¿Qué me estás diciendo, que en una vida anterior Harry Bosch era pintor? Vamos, escucha lo que estás diciendo.

Él dejó la hoja de nuevo en la mesita y se alejó de ella, sacudiendo la cabeza.

– No sé cómo explicarlo -dijo-. Sólo sé que hay algo ahí. Una conexión de algún tipo entre ellos que va más allá del nombre.

Hizo un gesto como para apartar esa idea de su cabeza.

– De acuerdo, entonces sigamos adelante -dijo Winston-. ¿Por qué ahora, Terry? Si es Bosch, ¿por qué ahora? ¿Y por qué Gunn? Él se escapó de Bosch hace seis años.

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