– Aun así tiene que presentarse. Se le entregó una citación judicial. Acuda allí mañana entre las doce y la una, y ellos le dirán lo que quieren hacer.
Bosch sabía que la harían testificar. No les importaría si la amenaza era real o no. Tenían que preocuparse por el caso y sacrificarían a Annabelle Crowe por David Storey. Un pez pequeño para atrapar a uno grande, así era el juego.
Bosch le pidió que vaciara el bolso. Miró entre sus cosas y encontró una dirección y un número de teléfono escrito. Era de un apartamento de Burbank. La joven reconoció que había puesto sus pertenencias en un guardamuebles y estaba viviendo en el apartamento, en espera de que concluyera el juicio.
– Voy a darle una oportunidad, Annabelle, y no la llevaré al calabozo esta noche. Pero la he encontrado esta vez y puedo volver a encontrarla. Si no se presenta mañana iré a buscarla. E irá derecho a la prisión de Sybil Brand, ¿entendido?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Vendrá?
Ella volvió a asentir.
– Nunca tendría que haberme presentado.
Bosch asintió. En eso tenía razón.
– Ya es demasiado tarde -dijo-. Hizo lo que tenía que hacer. Ahora tiene que asumirlo. Es lo que tienen los juicios. Cuando uno decide ser valiente y dar la cara ya no puede echarse atrás.
21
Art Pepper sonaba en el equipo de música y Bosch estaba hablando por teléfono con Janis Langwiser cuando alguien golpeó la puerta mosquitera. Salió al pasillo y vio a una figura mirando hacia adentro entre el desorden. Molesto por la intromisión, se acercó a la puerta y estaba a punto de cerrarla sin más cuando reconoció a Terry McCaleb. Todavía estaba escuchando a Langwiser echando humo por la posible manipulación de una testigo cuando encendió la luz de la entrada, abrió la puerta e invitó a entrar a McCaleb.
McCaleb hizo una señal para indicar que estaría callado hasta que Bosch acabara con la llamada. Bosch lo observó mientras entraba en la sala y luego salía a la terraza de atrás para ver las luces del paso de Cahuenga. Trató de concentrarse en lo que Langwiser estaba diciendo, pero sentía curiosidad por saber por qué McCaleb había subido hasta las colmas para verlo.
– Harry, ¿estás escuchando?
– Sí. ¿Qué es lo último que has dicho?
– He dicho que si crees que Houghton suspenderá el juicio si abrimos una investigación.
Bosch no necesitó pensar mucho para responder.
– Ni hablar. El espectáculo ha de continuar.
– Sí, es lo que suponía. Avisaré a Roger y veré qué quiere hacer. De todas formas es la menor de nuestras preocupaciones. En cuanto menciones a Alicia López en el estrado se va a liar una buena.
– Pensaba que ya habíamos ganado eso. Houghton dijo que…
– Eso no significa que Fowkkes no vaya a intentarlo de nuevo. Todavía no estamos a salvo.
Se produjo una pausa. No había demasiada seguridad en su voz.
– Bueno, te veo mañana, Harry.
– Muy bien, Janis. Hasta mañana.
Bosch colgó y dejó el teléfono en su lugar de la cocina. Cuando volvió a salir, McCaleb estaba en la sala, mirando los estantes de encima del equipo de música, en concreto a una fotografía enmarcada de su mujer.
– Terry, ¿qué pasa?
– Oye, Harry, perdóname por presentarme sin avisar. No tenía tu número de teléfono para llamarte antes.
– ¿Cómo has encontrado el sitio? ¿Quieres una cerveza o algo? -Bosch señaló al pecho de él-. ¿Puedes tomar cerveza?
– Ahora sí. En realidad acaban de darme permiso. Puedo volver a beber. Con moderación. Una cerveza es perfecta.
Bosch fue a la cocina. McCaleb continuó hablando desde la sala.
– Había estado aquí. ¿No te acuerdas?
Bosch salió con dos botellas abiertas de Anchor Steam y le pasó una a McCaleb.
– ¿Quieres un vaso? ¿Cuándo estuviste aquí?
McCaleb cogió la botella.
– Cielo Azul. -Tomó un largo trago de la botella, contestando de esta forma la pregunta de Bosch acerca del vaso.
Bosch pensó en Cielo Azul y lo recordó. Se habían emborrachado en el porche, ambos reflexionando sobre un caso que era demasiado terrible para pensar en él en profundidad con una mente sobria. Recordó haberse sentido avergonzado al día siguiente, porque había perdido el control y no había dejado de preguntar con voz lenta de borracho: «¿Dónde está la mano de Dios? ¿Dónde está la mano de Dios?»
– Ah, sí -dijo Bosch-. Uno de mis mejores momentos existenciales.
– Sí. Aunque la casa es diferente ahora. ¿La vieja se fue colina abajo con el terremoto?
– Eso es. Zona catastrófica. Empecé de cero.
– Sí, no la reconocí. Subí aquí buscando la vieja casa, pero entonces vi el Shamu y supuse que no habría ningún otro poli en el barrio.
Bosch pensó en el coche blanco y negro aparcado en la cochera. No se había molestado en llevarlo a la comisaría para cambiarlo por su coche particular. Le ahorraría tiempo por la mañana al permitirle conducir directo al tribunal. El vehículo era un coche blanco y negro sin las luces de emergencia en el techo. Los detectives los usaban como parte de un programa concebido para que pareciera que había más policías en las calles de los que en realidad había.
McCaleb se acercó a Bosch y brindó botella contra botella.
– Por Cielo Azul -dijo.
– Sí-dijo Bosch.
Bebió de la botella. Estaba helada y deliciosa. Era su primera cerveza desde el inicio del juicio. Decidió no pasar de una, aunque McCaleb insistiera.
– ¿ Es tu ex? -preguntó McCaleb, señalando la foto de los estantes.
– Mi mujer. Todavía no es mi ex; al menos por lo que yo sé. Aunque supongo que va por ese camino. Bosch miró el retrato de Eleanor Wish. Era la única foto que tenía de ella.
– Lástima.
– Sí. ¿Qué pasa, Terry? Tengo algunas cosas que repasar para…
– el juicio, ya sé. Lamento la intrusión. Sé que tiene que ser agotador. Sólo hay un par de detalles sobre el caso Gunn que quiero aclarar. Pero también quería decirte algo. Quiero decir, explicártelo.
Sacó la billetera del bolsillo de atrás, la abrió y extrajo una foto. Se la pasó a Bosch. La foto había adoptado el contorno de la billetera. Mostraba a un bebé de pelo oscuro en brazos de una mujer de pelo oscuro.
– Es mi hija, Harry. Y mi mujer.
Bosch asintió y observó la foto. Tanto la madre como la hija tenían la piel y el cabello oscuros, y ambas eran muy bonitas. Y sin duda para McCaleb lo serían más todavía.
– Muy bonitas -dijo-. La nena parece recién nacida, ¡Tan pequeñita!
– Ahora tiene cuatro meses, pero la foto es de hace un mes. Da igual, olvidé decírtelo ayer en el almuerzo, La Mamamos Cielo Azul.
La mirada de Bosch pasó de la foto a los ojos de McCaleb. Sostuvo la mirada un momento y asintió.
– Es bonito.
– Le dije a Graciela que quería llamarla así y le expliqué el motivo. A ella le pareció buena idea.
Bosch le devolvió la foto.
– Espero que algún día también se lo parezca a la niña.
– Yo también. Casi siempre la llamamos Cid. Da igual, ¿recuerdas aquella noche aquí arriba que no parabas de preguntar sobre la mano de Dios y decías que ya no podías verla en nada? A mí me pasó lo mismo. Lo perdí. En este trabajo es difícil no hacerlo. Entonces… -Levantó la foto-. Está aquí otra vez. Volví a encontrar la mano de Dios. La veo en los ojos de CiCi.
Bosch se quedó mirando a McCaleb un rato antes de asentir.
– Me alegro por ti, Terry.
– O sea, no estoy tratando de,…, vamos que no quiero convertirte ni nada por el estilo. Lo único que te estoy diciendo es que he encontrado eso que faltaba. Y no sé si tú sigues buscándolo… Sólo quería decirte, bueno, que está ahí. No te rindas.
Bosch apartó la vista de McCaleb y miró por las puertas de cristal hacia la oscuridad.
– Estoy seguro de que para alguna gente es así.
Bosch apuró su botella y fue a la cocina para romper la promesa que se había hecho a sí mismo de tomarse sólo una. Llamó a McCaleb para ver si quería una segunda cerveza, pero su visitante dijo que no. Al inclinarse en la nevera abierta se detuvo un momento para sentir la caricia del aire frío en el rostro. Pensó en lo que McCaleb acababa de decirle.