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– Y ¿qué dijo?

– Iba mirando por la ventanilla y sólo dijo: «Estáis jodidos si pensáis que voy a pringar por esto.»

– ¿Y este fragmento de conversación fue grabado?

– Sí.

– ¿Porqué?

– Debido a su confesión anterior ante el detective Bosch, pensamos que existía la posibilidad de que continuara y realizara alguna declaración semejante. El día que cumplí con la orden de recogida de muestras de pelo y sangre, utilicé un coche de la brigada de narcóticos. Es un coche que utilizan para comprar droga y lleva un sistema de grabación incorporado.

– ¿Ha traído la cinta de ese día, detective?

– Sí.

Kretzler presentó la cinta como prueba. Fowkkes protestó, argumentando que Edgar ya había testificado acerca de lo que se había dicho y que la prueba de audio era innecesaria. De nuevo el juez rechazó la protesta y la cinta se reprodujo. Kretzler inició la cinta mucho antes de la declaración de Storey, para que los miembros del jurado oyeran el rumor del motor del coche y el ruido del tráfico y supieran que Edgar no había violado los derechos del acusado preguntándole para provocar una respuesta.

Cuando la cinta llegó al comentario de Storey, el tono de arrogancia e incluso odio hacia los investigadores se percibió alto y claro.

Kretzler terminó el interrogatorio de Edgar con el deseo de que ese tono fuera lo último que escuchara el jurado antes del fin de semana.

Fowkkes, quizá apercibiéndose de la trampa, dijo que llevaría a cabo una breve interpelación. Procedió a plantear a Edgar una serie de preguntas inocuas que poco añadieron a favor de la defensa o en contra de la acusación. A las cuatro y media en punto, Fowkkes terminó su interpelación y el juez Houghton levantó la sesión hasta el lunes.

Cuando los periodistas salieron al pasillo, Bosch buscó con la mirada a McEvoy, pero no lo vio. Edgar y Rider, que se habían quedado después de su testimonio, se acercaron a él.

– Harry, ¿qué te parece si vamos a tomar algo? -dijo Rider.

– ¿Qué tal si nos emborrachamos? -replicó Bosch.

28

Esperaron hasta las diez y media del sábado por la mañana a que llegaran clientes, pero no se presentó ninguno. McCaleb estaba sentado silenciosamente en la borda de popa, pensando en todo lo sucedido. Los clientes que no se presentaban, su despedida del caso, la reciente llamada telefónica de Jaye Winston, todo. Antes de que saliera de casa, Winston lo había llamado para disculparse por cómo habían ido las cosas el día anterior. Él fingió indiferencia y le dijo que se olvidara del asunto. Y siguió sin mencionar que Buddy Lockridge había oído la conversación que ambos habían mantenido en el barco dos días antes. Cuando Jaye le dijo que Twilley y Friedman habían decidido que sería mejor que devolviera las copias de toda la documentación relacionada con el caso, McCaleb le soltó que si la querían que vinieran a buscarla. Le dijo que lo esperaban para una salida de pesca y que tenía que irse. Se despidieron abruptamente y McCaleb colgó el teléfono.

Raymond estaba doblado sobre la popa, pescando con una caña con anzuelo de cucharilla que McCaleb le había comprado cuando se trasladaron a la isla. Estaba mirando a través del agua clara a las figuras en movimiento de los garibaldis naranjas que nadaban seis metros más abajo. Buddy Lockridge estaba sentado en la silla de pesca, leyendo la sección metropolitana del Los Angeles Times. Parecía tan relajado como una ola de verano. McCaleb todavía no lo había confrontado con su sospecha de que él había hecho la filtración. Había estado esperando el momento oportuno.

– Eh, Terror -dijo Lockridge-, ¿has visto este artículo del testimonio de Bosch ayer en el tribunal de Van Nuys?

– No.

– Tío, lo que están insinuando aquí es que este director de cine es un asesino en serie. Parece uno de tus viejos casos. Y el tipo que lo está señalando desde la tribuna de los testigos es un…

– Buddy, te he dicho que no hables de eso. ¿O has olvidado lo que te dije?

– Vale, lo siento. Sólo estaba diciendo que si esto no es una paradoja no sé lo que es.

– Muy bien. Déjalo así.

McCaleb consultó de nuevo el reloj. Los clientes deberían haber llegado a las diez. Se enderezó y fue a la puerta del salón.

– Haré algunas llamadas -dijo-. No quiero pasarme el día esperando a esta gente.

McCaleb abrió un cajón en la pequeña mesa de navegación del salón del barco y sacó la tabla donde sujetaba las reservas. Sólo había dos hojas. La de ese día y una reserva para el sábado siguiente. Los meses de invierno eran flojos. Miró la información recogida en la hoja superior. No le sonaba, porque había sido Buddy quien había tomado la reserva. La excursión de pesca era con cuatro hombres de Long Beach. Se suponía que iban a viajar el viernes por la noche y que se hospedarían en el Zane Grey. Una excursión de pesca de cuatro horas -el sábado de diez a dos- y luego volvían a tomar el ferry a la ciudad. Buddy había anotado el número del domicilio del organizador y el nombre del hotel, y había recibido un depósito por la mitad del importe de la salida.

McCaleb miró la lista de hoteles y números de teléfono enganchada a la mesa de navegación y llamó primero al Zane Grey. No tardó en averiguar que no había nadie en el hotel con el nombre del organizador del grupo, el único nombre del que disponía McCaleb. Luego llamó al domicilio del hombre y se puso su esposa. Ella le dijo que su marido no estaba en casa.

– Bueno, estarnos esperándolo en un barco aquí en Catalina. ¿Sabe si él y sus amigos están en camino?

Hubo una larga pausa.

– Señora, ¿sigue ahí?

– Ah, sí, sí. Es sólo que ellos no van a ir a pescar hoy. Me dijeron que cancelaron la salida. Ahora están jugando al golf. Puedo darle el móvil de mi marido si quiere. Podría hablar con…

– No es necesario, señora. Que pase un buen día.

McCaleb cerró el móvil. Sabía exactamente lo que había sucedido. Ni él ni Buddy habían escuchado el servicio de contestador del número que figuraba en los anuncios de las excursiones publicados en varias guías y revistas de pesca. Llamó al número, introdujo el código y, ciertamente, tenía un mensaje esperándole desde el miércoles. El grupo cancelaba la excursión y decía que ya concertarían otra fecha más adelante.

– Sí, claro -dijo McCaleb.

Borró el mensaje y cerró el teléfono. Sintió ganas de lanzárselo a la cabeza de Buddy por la puerta corredera de cristal, pero trató de calmarse. Entró en la pequeña cocina y sacó de la nevera un brick de litro de zumo de naranja. Se lo llevó a la popa.

– No hay salida hoy -dijo antes de tomar un buen trago de zumo.

– ¿Por qué no? -preguntó Raymond, visiblemente decepcionado.

McCaleb se limpió la boca en la manga de la camiseta.

– La cancelaron.

Lockridge levantó la vista del periódico y McCaleb lo fulminó con la mirada.

– Bueno, nos quedamos el depósito, ¿no? -preguntó Buddy-. Tomé un depósito de doscientos dólares en la Visa.

– No, no nos quedamos con el depósito porque cancelaron el miércoles. Supongo que los dos hemos estado demasiado ocupados para comprobar la línea tal y como se supone que hemos de hacer.

– Joder, es culpa mía.

– Buddy, delante del niño no. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Lo siento, lo siento.

McCaleb continuó mirándolo. No había querido hablar de la filtración a McEvoy hasta después de la excursión de pesca, porque necesitaba la ayuda de Buddy para llevar una partida de pesca de cuatro hombres. Ya no importaba. Había llegado la hora.

– Raymond -dijo mientras seguía mirando a Lockridge-. ¿Aún quieres ganarte algo de dinero?

– Quieres decir que sí, ¿verdad?

– Sé, quiero decir que sí. Sí.

– Muy bien, entonces enrolla y engancha el sedal y empieza a entrar estas cañas y guárdalas en el estante, puedes hacerlo?

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