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– En las diez semanas anteriores a su muerte, ¿cuántas semanas pasaron sin que Jody Krementz tuviera una cita con un hombre?

– No lo sé. Puede que una o puede que ninguna.

– Puede que ninguna-repitió Fowkkes-. Y, señorita Gilley, ¿cuántas de esas semanas diría que su compañera de piso tuvo al menos dos citas?

Langwiser protestó de nuevo, pero la protesta volvió a ser desestimada.

– No conozco la respuesta -dijo Gilley-. Muchas.

– Muchas -repitió Fowkkes.

Langwiser se levantó y pidió al juez que advirtiera a Fowkkes que no repitiera la respuesta de la testigo a no ser en forma de pregunta. El juez así lo hizo y Fowkkes continuó como si no lo hubieran amonestado en absoluto.

– ¿Eran esas citas con el mismo hombre?

– No, casi siempre eran distintos. Con algunos repetía.

– O sea que le gustaba tantear el terreno, ¿es así?

– Supongo.

– ¿Eso es un sí o un no, señorita Gilley?

– Es un sí.

– Gracias. En las diez semanas previas a su muerte, semanas en las que ha dicho que con mucha frecuencia tuvo al menos dos citas, ¿con cuántos hombres diferentes se citó?

Gilley negó con la cabeza, exasperada.

– No tengo ni idea. No los conté. Además, ¿qué tiene eso que ver con…?

– Gracias, señorita Gilley. Le agradeceré que se limite a contestar las preguntas que le planteo.

El abogado esperó, ella no dijo nada.

– Veamos, ¿en alguna ocasión tuvo dificultades Jody cuando dejaba de salir con un hombre? ¿Cuando pasaba al siguiente?

– No sé a qué se refiere.

– Me refiero a si todos los hombres estaban contentos de no tener otra cita.

– Algunas veces se ponían furiosos cuando no quería volver a salir con ellos, pero nada importante.

– ¿No hubo amenazas de violencia? ¿No tenía miedo de ninguno?

– No que a mí me contara.

– ¿Le hablaba de todos los hombres con los que salía?

– No.

– Veamos, en estas fechas, ¿solía llevar hombres a la casa que ustedes dos compartían?

– A veces.

– ¿Se quedaban a dormir?

– A veces, no lo sé.

– Usted muchas veces no estaba allí, ¿verdad?

– Sí, muchas veces me quedaba en casa de mi novio.

– ¿Porqué?

Ella soltó una risita.

– Porque lo amo.

– Bueno, ¿alguna vez se quedaron juntos en la casa que compañía con Jody Krementz?

– No recuerdo que se haya quedado nunca.

– ¿Porqué?

– Supongo que porque él vive solo y es más privado en su casa.

– ¿No es cieno, señorita Gilley, que todas las semanas se quedaba varias noches en casa de su novio?

– Algunas veces, ¿y qué?

– Y que eso era porque se sentía a disgusto con la constante procesión de invitados a dormir de su compañera de piso.

Langwiser se levantó.

– Señoría, eso ni siquiera es una pregunta. Protesto por la forma y por el contenido. El estilo de vida de Jody Krementz no es lo que se está juzgando aquí. David Storey está acusado de su asesinato y no está bien que se permita a la defensa ir a por alguien que…

– Muy bien, señora Langwiser, es suficiente -dijo el juez Houghton. El juez miró a Fowkkes y añadió-: Señor Fowkkes, ésta es toda la cuerda que pienso darle en este sentido. La señora Langwiser tiene razón. Quiero que progrese con esta testigo.

Fowkkes asintió. Bosch lo examinó. Era un actor perfecto. En su actitud era capaz de mostrar la frustración de un hombre al que apartan de una verdad oculta. Se preguntó si el jurado lo vería como una actuación.

– Muy bien, señoría -dijo Fowkkes, poniendo la frustración en la inflexión de su voz-. No tengo más preguntas para la testigo en este momento.

El juez levantó la sesión durante quince minutos. Bosch acompañó a Gilley entre los periodistas y bajó con ella en el ascensor hasta su coche. Le dijo que lo había hecho muy bien y que había manejado perfectamente la interpelación de Fowkkes. Luego se unió a Kretzler y Langwiser en la segunda planta de la oficina del fiscal, donde el equipo de la acusación había establecido una oficina provisional durante el juicio. En la sala había una pequeña cafetera que estaba llena a medias con el café del descanso de la mañana. No había suficiente tiempo para hacer otro, de modo que todos bebieron el café rancio mientras Kretzler y Langwiser evaluaban el progreso del día.

– Creo que les va a salir el tiro por la culata si siguen defendiéndose con que ella era una puta -dijo Langwiser-. Han de tener algo más.

– Sólo intenta demostrar que había muchos hombres -dijo Kretzler-. Y que el asesino pudo ser cualquiera de ellos. La defensa de la escopeta. Disparas un montón de perdigones con la esperanza de que uno alcance el objetivo.

– Tampoco va a funcionar.

– Te diré una cosa, con John Reason reservándose el turno con todos esos testigos, estamos avanzando muy deprisa. Si sigue en este plan, nosotros terminaremos el martes o el miércoles.

– Bueno, estoy deseando ver qué es lo que tiene.

– Yo no -les interrumpió Bosch.

Langwiser miró al detective.

– Vamos, Harry, ya has superado tormentas como ésta antes.

– Sí, pero esta vez tengo un mal presagio.

– No te preocupes -dijo Kretzler-. Vamos a darles en el culo. Hemos cogido la ola y no la vamos a dejar.

Los tres juntaron sus tres vasos de plástico en un brindis.

El compañero de Bosch, Jerry Edgar, y su antigua compañera, Kizmin Rider, testificaron durante la sesión de la tarde. Los fiscales pidieron a ambos que recordaran los momentos posteriores al registro del domicilio de David Storey, cuando Bosch se metió en el coche y les explicó que Storey acababa de alardear de haber cometido el crimen. Su testimonio corroboró el de Bosch y actuaría como refuerzo contra el previsible asalto de la defensa sobre el carácter de Harry. Bosch también sabía que los fiscales esperaban obtener más credibilidad en el jurado, porque tanto Edgar como Rider eran negros, Cinco miembros del jurado y los dos suplentes eran negros y en un momento en que la veracidad de cualquier policía blanco de Los Ángeles estaba bajo sospecha para los jurados negros, tener a Edgar y Rider solidarizándose con Bosch era un plus.

Rider declaró en primer lugar y Fowkkes renunció a la interpelación. El testimonio de Edgar fue idéntico al de ella, pero a él le formularon algunas preguntas más porque había entregado la segunda orden de registro presentada en el caso, una orden judicial para obtener muestras de cabello y sangre de David Storey. La orden había sido aprobada y firmada por un juez mientras Bosch estaba en Nueva York siguiendo la pista del Architectural Digest y Rider estaba en unas vacaciones en Hawai planeadas antes del asesinato. Edgar, en compañía de un agente de patrulla, se había presentado una vez más con la orden en la puerta de la casa de Storey a las seis de la mañana. Testificó que Storey los hizo esperar fuera mientras contactaba con su abogado, que en ese momento ya era el abogado criminalista}. Reason Fowkkes.

Cuando Fowkkes fue informado de la situación le dijo a Storey que colaborara y el sospechoso fue llevado al Parker Center, donde una enfermera de laboratorio recogió muestras de su vello púbico, cabello y sangre.

– ¿En algún momento del viaje o de la recogida de pruebas preguntó al acusado sobre el crimen? -preguntó Kretzler.

– No, no lo hice -respondió Edgar-. Antes de salir de su residencia me dio su teléfono y yo hablé con el señor Fowkkes. Me dijo que su cliente no quería ser interrogado ni, según sus propias palabras, hostigado en modo alguno. Así que básicamente viajamos en silencio, al menos por mi parte. Y tampoco hablamos en el Parker Centén Cuando terminamos, el señor Fowkkes estaba allí y acompañó al señor Storey a su casa.

– ¿Hizo el señor Storey algún comentario no solicitado durante el tiempo que estuvo con usted?

– Sólo uno.

– ¿Y cuándo fue eso?

– En el coche, mientras íbamos al Parker Center.

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