Desde hacía poco ella había empezado a referirse a McCaleb como el padre de Raymond. Lo habían adoptado, pero McCaleb no quería presionar al chico para que lo llamara papá. Raymond solía llamarlo Terry.
– Hemos visto un zorro gris -dijo-. Estaba cazando en el cañón.
– Pensaba que los zorros cazaban de noche y dormían durante el día.
– Bueno, entonces alguien lo despertó, porque lo vimos. Era grande.
Graciela asintió, apoyando a Raymond.
– Muy bien -dijo McCaleb-. Lástima que no pudierais sacarle una foto.
Comieron en silencio durante unos minutos. Graciela usaba su servilleta para limpiar la baba de la barbilla de CiCi.
– Bueno -dijo McCaleb-, estoy seguro de que estás contenta de que esté fuera y las cosas vuelvan a la normalidad.
Graciela lo miró.
– Quiero que estés a salvo. Quiero que toda la familia esté unida y segura. Eso es lo que me hace feliz, Terry.
Él asintió y se terminó el sándwich. Ella continuó.
– Quiero que seas feliz, pero si eso significa trabajar en estos casos, entonces hay un conflicto entre tu bienestar personal y tu salud y el bienestar de esta familia.
– Bueno, no tienes que preocuparte más por eso. No creo que después de esto nadie venga a llamarme.
Se levantó para limpiar la mesa, pero antes de recoger los platos se inclinó hacia la silla de su hija y dobló el cable para que el globo azul y blanco quedara a su alcance.
– Se supone que no tiene que estar así-dijo Graciela.
McCaleb la miró.
– Sí.
29
McCaleb se quedó levantado hasta la madrugada con el bebé. Él y Graciela se turnaban cuidando a la niña por la noche para que al menos uno de los dos disfrutara de un sueño decente. Cielo parecía tener un reloj biológico que le exigía alimentarse cada hora. Cada vez que ella se despertaba, él le daba el biberón y la paseaba por la casa a oscuras. Le daba golpéenos en la espalda hasta que la escuchaba eructar y luego volvía a acostarla. Al cabo de una hora el proceso se repetía.
Después de cada ciclo, McCaleb caminaba por la casa y comprobaba las puertas. Era un hábito nervioso, una rutina. La casa, por estar en lo alto de la colina, estaba envuelta por la bruma. Mirando por las ventanas de atrás ni siquiera distinguía las luces del puerto. Se preguntó si la niebla se extendería por la bahía hasta el continente. La casa de Harry Bosch estaba en alto. Lo imaginó de pie ante su ventana, mirando también a la nada neblinosa.
Por la mañana, Graciela se hizo cargo del bebé y McCaleb, exhausto por la noche y todo lo demás, durmió hasta las once. Al levantarse vio la casa en calma. En camiseta y shorts recorrió el pasillo y vio que la cocina y la sala estaban vacías. Graciela había dejado una nota en la mesa de la cocina diciendo que se había llevado a los niños a St. Catherine para la misa de las diez y luego al mercado. La nota decía que volverían a mediodía.
McCaleb fue a la nevera y sacó la jarra de zumo de naranja. Se sirvió un vaso y luego cogió las llaves de la encimera y volvió al armarito del pasillo. Lo abrió y sacó una bolsita de plástico que contenía la dosis matinal de medicamentos que lo mantenían vivo. El primer día de cada mes, él y Graciela reunían cuidadosamente las dosis y las ponían en bolsas de plástico marcadas con las fechas y aclarando si correspondían a la toma de la mañana o a la de la tarde. Eso era más sencillo que tener que abrir decenas de frascos de pastillas dos veces al día.
Se llevó la bolsa a la cocina y empezó a tomarse las pastillas de dos en dos o de tres en tres con tragos de zumo. Mientras seguía su rutina miró al puerto desde la ventana de la cocina. La bruma se había levantado. No estaba del todo claro, pero sí lo suficiente para ver el Following Sea y una lancha atada a la bovedilla.
Se acercó a uno de los cajones de la cocina y sacó los prismáticos que Graciela usaba cuando él estaba en el barco y entraba o salía del puerto. Salió a la terraza y se situó en la barandilla. Enfocó con los prismáticos. No había nadie en el puente de mando ni en la cubierta. No veía el interior, porque el cristal de la puerta corredera del salón tenía una película reflectante. Enfocó la lancha. Era de color verde apagado y tenía un motor de un caballo y medio fueraborda. La reconoció como una de las que alquilaban en el muelle.
McCaleb volvió a entrar y dejó los prismáticos en el mostrador mientras se guardaba las píldoras que le quedaban en la mano. Se las llevó al dormitorio junto con el Zumo. Se las tomó con rapidez mientras se vestía. Sabía que Buddy Lockridge no habría alquilado una Zodiac para ir al barco. Buddy conocía la de McCaleb y simplemente la habría tomado prestada.
Había alguna otra persona en su barco.
Tardó veinte minutos en bajar caminando hasta el muelle, porque Graciela se había llevado el cochecito de golf. Fue primero a la taquilla de alquiler de lanchas para averiguar quién había alquilado aquélla, pero la ventana estaba cerrada y había un cartelito con la esfera de un reloj que decía que el taquillero no volvería hasta las doce y media. McCaleb miró su reloj. Eran las doce y diez. No podía esperar. Bajó la rampa hasta el muelle de las lanchas, se subió a su Zodiac y arrancó el motor.
Mientras McCaleb avanzaba hacia el Following Sea, examinó las ventanas laterales del salón, pero seguía sin poder ver ningún movimiento ni indicación de que había alguien en el barco. Paró el motor de la Zodiac cuando estaba a veinticinco metros y la lancha hinchable se deslizó en silencio el resto del camino. Desabrochó el bolsillo de su chubasquero y sacó la Glock 17, su arma de servicio de su época en el FBI.
La Zodiac golpeó ligeramente en la popa junto a la lancha alquilada. McCaleb miró en primer lugar a la lancha, pero sólo vio un chaleco salvavidas y un cojín flotador, nada que indicara quién había alquilado la barca. Subió a la bovedilla y mientras se agachaba detrás de la popa, ató la cuerda de la Zodiac en una de las cornamusas. Miró por encima del espejo de popa, pero sólo vio su reflejo en la puerta corredera. Sabía que tendría que acercarse a la puerta sin saber si había alguien esperándolo al otro lado.
Se agachó de nuevo y miró a su alrededor. Se preguntó si no debería retirarse y regresar con la patrulla portuaria, pero al cabo de un momento descartó esta idea. Miró a su casa en lo alto de la colina y luego se levantó e impulsó su cuerpo sobre el espejo de popa. Con la pistola baja y oculta detrás de la cadera se acercó a la puerta y examinó la cerradura. No había daño ni indicación de que hubiera sido forzada. Tiró de la maneta y la puerta se abrió. Estaba seguro de que la había cerrado el día anterior cuando se había ido con Raymond.
McCaleb entró. El salón estaba vacío y no había signo de intrusión o robo. Cerró la puerta tras él y escuchó. El barco estaba en silencio. Se oía el sonido del agua en las superficies exteriores y eso era todo. Su mirada se movió hacia los escalones que conducían a los camarotes de la cubierta inferior y la proa. Avanzó en esa dirección, llevando la pistola ante él.
En el segundo de los cuatro escalones, McCaleb pisó una tabla quebrada que protestó bajo su peso. Se quedó parado y escuchó en espera de una respuesta. Sólo hubo silencio y el sonido incesante del agua en el casco del barco. Al final de la escalera había un corto pasillo con tres puertas. Justo enfrente estaba el camarote de proa, que había sido convertido en despacho y almacén de los archivos de McCaleb. A la derecha estaba el camarote principal. A la izquierda, el lavabo.
La puerta del camarote principal estaba cerrada y McCaleb no recordaba si la había dejado así cuando había abandonado el barco veinticuatro horas antes. La puerta del lavabo estaba abierta de par en par y enganchada a la pared interior para que no se porteara cuando el barco se movía. La puerta del despacho estaba entreabierta y oscilaba levemente con el movimiento del barco.