Había una luz encendida en el interior y McCaleb sabía que era la luz de encima del escritorio, que estaba instalado en la cama inferior de una litera situada a la izquierda de la puerta. McCaleb decidió inspeccionar primero el lavabo, después el despacho y por último el camarote principal. Mientras se aproximaba al lavabo percibió el olor a humo de cigarrillo.
El lavabo estaba vacío y además era demasiado pequeño para ser utilizado como escondite. Al volverse hacia la puerta del despacho y levantar el arma se elevó una voz desde el interior.
– Pasa, Terry.
Reconoció la voz. Con precaución dio un paso adelante y utilizó su mano libre para empujar la puerta. Mantuvo la pistola levantada.
La puerta se abrió de golpe y Harry Bosch estaba sentado en el escritorio, con el cuerpo en una postura relajada, recostado y mirando a la puerta. Tenía las dos manos a la vista. No llevaba nada en ellas, salvo un cigarrillo encendido entre dos dedos de la mano derecha. McCaleb entró lentamente en la pequeña estancia, todavía apuntando a Bosch con la pistola.
– ¿Vas a dispararme? ¿Quieres ser mi acusador y mi ejecutor?
– Esto es allanamiento de morada.
– Entonces estamos empatados.
– ¿De qué estás hablando?
– ¿Cómo llamas tú al numerito de la otra noche en mi casa? «Harry, tengo un par de preguntas más sobre el caso.» Sólo que nunca me preguntaste nada de Gunn, ¿verdad? En vez de hacerlo, miraste la foto de mi mujer y me preguntaste por mi matrimonio, y también por la pintura del pasillo y te bebiste mi cerveza y, ah, sí, me hablaste de que habías encontrado a Dios en los ojos azules de tu hija. ¿Cómo llamas a eso, Terry?
Bosch giró la silla con suma tranquilidad y miró al escritorio por encima del hombro. McCaleb miró más allá de él y observó que su portátil estaba encendido. Bosch había abierto el archivo que contenía sus notas para el perfil que iba a preparar hasta que todo había cambiado el día anterior. Lamentó no haberlo protegido con una contraseña.
– A mí me parece allanamiento de morada -dijo Bosch, con los ojos en la pantalla-. O algo peor.
En la nueva postura de Bosch la cazadora de cuero que llevaba se abrió y McCaleb vio la pistola en la cartuchera de la cadera. Él continuó con el arma preparada.
Bosch volvió a mirar a McCaleb.
– Todavía no he tenido tiempo de mirar todo esto. Parece que hay un montón de notas y análisis. Probablemente todo de primera, conociéndote. Pero, de alguna manera, de algún modo, te has equivocado. Yo no soy el hombre que buscas, McCaleb.
McCaleb se deslizó lentamente en la cama inferior de la otra litera. Sostuvo el arma con un poco menos de precisión. Sentía que Bosch no constituía un peligro inmediato. Si hubiera querido podría haberle tendido una trampa cuando había entrado.
– No tendrías que estar aquí, Harry. No tendrías que estar hablando conmigo.
– Ya sé, todo lo que diga podrá ser utilizado en mi contra ante un tribunal. Pero ¿con quién voy a hablar? Tú me has cargado con esto y quiero que me descargues.
– Bueno, es demasiado tarde. Me han apartado del caso. Y no querrás saber quién se ha hecho cargo de él.
Bosch se limitó a mirarlo y esperar.
– La división de derechos civiles del FBI. ¿Creías que asuntos internos era una pesadilla? Esta gente vive y respira por una sola cosa, cortar cabelleras. Y una cabellera del Departamento de Policía de Los Ángeles es un tesoro.
– ¿Cómo ha sido eso, por el periodista?
McCaleb asintió.
– Supongo que eso significa que también ha hablado contigo.
– Lo intentó ayer. -Bosch miró en torno a sí, se fijó en el cigarrillo que tenía en la mano y se lo puso en la boca-. ¿Te importa que fume?
– Ya lo has hecho.
Bosch sacó un mechero de la cazadora y encendió el cigarrillo. Sacó la papelera de debajo del escritorio para usarla como cenicero.
– Parece que no puedo dejarlo.
– Personalidad adictiva. Una cualidad buena y mala en un detective.
– Sí, lo que tú digas. -Dio una calada-. Nos conocemos desde hace, ¿cuánto?, ¿diez?, ¿doce años?
– Más o menos.
– Hemos trabajado en casos juntos y tú no trabajas con alguien en un caso sin tomarle en cierto modo la medida. ¿Me explico?
McCaleb no respondió. Bosch sacudió la ceniza en el borde de la papelera.
– ¿Y sabes qué me molesta, más incluso que la acusación misma? Que venga de ti. Me molesta cómo y por qué has podido pensar eso. Ya sabes, ¿qué clase de medida tomaste de mí que te ha permitido dar este salto?
McCaleb hizo un gesto con ambas manos como para decir que la respuesta era obvia.
– La gente cambia. Si hay algo que aprendí en mi profesión es que cualquiera de nosotros es capaz de cualquier cosa si se dan las circunstancias adecuadas, las presiones correctas, los motivos precisos, el momento justo.
– Todo eso son chorradas psicológicas. No…
La frase de Bosch se desvaneció. Volvió a mirar al ordenador portátil y los papeles desparramados por el escritorio. Señaló la pantalla del portátil con el cigarrillo.
– Hablas de oscuridad, de una oscuridad más negra que la noche.
– ¿Y?
– Cuando estuve en Vietnam… -Dio una profunda calada al cigarrillo y exhaló, echando la cabeza hacia atrás y soltando el humo hacia el techo-. Me pusieron en los túneles y, déjame que te diga, si quieres oscuridad, aquello era oscuridad. Allá abajo a veces no podías ver tu puta mano a menos de diez centímetros de la cara. Estaba tan oscuro que te dolían los ojos de intentar ver algo. Cualquier cosa.
Dio otra larga calada al cigarrillo. McCaleb examinó los ojos de Bosch, inexpresivos, perdidos en el recuerdo. De repente, volvió. Se agachó, apagó el cigarrillo a medio consumir en el borde interior de la papelera y lo tiró.
– Ésta es mi forma de dejar de fumar. Me fumo esta porquería de mentolados y nunca más de medio cigarrillo cada vez. He bajado a un paquete a la semana.
– No va a funcionar.
– Ya lo sé.
Levantó la cara hacia McCaleb y sonrió torciendo la boca a modo de disculpa. Sus ojos volvieron a cambiar rápidamente y retomó su relato.
– Y algunas veces de repente no estaba tan oscuro en los túneles. De alguna manera, había la suficiente luz para conocer el camino. Y la cuestión es que nunca supe de dónde venía. Estaba como atrapada allí abajo con el resto de nosotros. Mis compañeros y yo la llamábamos luz perdida. Estaba perdida, pero nosotros la encontrábamos.
McCaleb esperó, pero Bosch no dijo nada más.
– ¿Qué me estás diciendo, Harry?
– Que se te pasó algo. Yo no sé dónde está, pero se te pasó algo.
Sostuvo la mirada a McCaleb con sus ojos oscuros. Se inclinó de nuevo hacia el escritorio y levantó la pila de documentos de Jaye Winston. Los tiró por la pequeña sala hasta el regazo de McCaleb. McCaleb no hizo ningún movimiento para cogerlos y se esparcieron por el suelo.
– Vuelve a mirar. Se te pasó algo, y yo fui el resultado de la suma de lo que viste. Vuelve y encuentra la pieza que falta. Eso cambiará la suma.
– Ya te he dicho que estoy fuera.
– Yo vuelvo a meterte dentro.
Lo dijo con un tono de permanencia, como si no le dejara elección a McCaleb.
– Tienes hasta el miércoles. Esa es la fecha tope del periodista. Tienes que parar ese artículo con la verdad. Si no lo haces, ya sabes lo que J. Reason Fowkkes hará con él.
Se quedaron sentados en silencio durante un buen rato, mirándose el uno al otro. McCaleb se había encontrado y había hablado con decenas de asesinos en serie en su época en el FBI. Pocos de ellos admitieron sus crímenes. Bosch no era diferente, pero la intensidad con la que lo miraba sin pestañear era algo que McCaleb nunca había visto antes en ningún hombre, ni culpable ni inocente.
– Storey ha matado a dos mujeres, y ésas son sólo las que conocemos. El es el monstruo al que te has pasado la vida persiguiendo, McCaleb. Y ahora… y ahora le estás dando la llave que abre la puerta de su jaula. Si sale, volverá a hacerlo. Conoces a los que son como él. Sabes que lo hará.