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Cogió el bloc del estrado y se volvió para regresar a su asiento. Pero luego se detuvo, como si acabara de ocurrírsele otra cosa. Bosch supo que se trataba de un movimiento bien ensayado. Pensó que el jurado también lo vería de ese modo.

– Estaba pensando que todos sabemos que cuestionar al Departamento de Policía de Los Angeles en estos casos de altos vuelos ha sido una costumbre en nuestra historia reciente. Si no te gusta el mensaje, entonces usa todos los medios para matar al mensajero. Éste es el truco favorito de la defensa. Quiero que todos ustedes se prometan permanecer vigilantes y mantener la atención en el objetivo, que no es otro que la verdad y la justicia. No se dejen engañar. No se dejen despistar. Confíen en la verdad y encontrarán el camino.

El fiscal se acercó a su sitio y se sentó. Bosch vio que Langwiser se acercaba y agarraba el antebrazo de Kretzler en un gesto de felicitación. Esto también estaba ensayado.

El juez dijo a los miembros del jurado que debido a la brevedad de la exposición de la acusación, se procedería con la exposición de la defensa sin más dilación. No obstante, la pausa no tardó en producirse de todos modos cuando Fowkkes se levantó, se acercó al estrado y dedicó incluso menos tiempo que Kretzler en dirigirse al jurado.

– Ustedes ya conocen, damas y caballeros, toda esa charla sobre matar al mensajero, no matar al mensajero, bueno, les diré algo sobre eso. Esas bonitas palabras del señor Kretzler al final de su exposición, bueno, permítanme que les diga que es algo que repiten todos los fiscales de este edificio al inicio de un juicio. Me refiero a que seguramente lo llevan impreso en tarjetas que llevan en la billetera.

Kretzler se levantó y protestó por lo que él calificó de «exageración absurda». Houghton amonestó a Fowkkes, pero luego aconsejó al fiscal que hiciera un mejor uso de sus objeciones. Fowkkes continuó rápidamente.

– Si me he excedido lo lamento. Sé que es un tema delicado para los fiscales y la policía. Sin embargo, lo único que estoy diciendo, amigos, es que donde hay humo suele haber fuego. Y en el curso de este juicio vamos a tratar de abrirnos paso entre el humo. Puede que encontremos fuego y puede que no, pero de lo que estoy seguro es que llegaremos a la conclusión de que este hombre… -Se volvió y señaló a su cliente-. Este hombre, David N. Storey, es sin ninguna sombra de duda no culpable del crimen que se le imputa. Sí, es un hombre de poder y posición, pero recuerden que eso no es un crimen. Sí, conoce a unos cuantos famosos, pero la última vez que leí la revista People eso todavía no era un crimen. También supongo que algunos detalles de la vida privada y los apetitos del señor Storey les resultarán ofensivos. Lo sé. Pero recuerden que eso no constituye el crimen del que se le acusa en esta vista. El crimen es asesinato. Nada más y nada menos. Y ése es un crimen del que David Storey es no culpable. Y no importa lo que el señor Kretzler, la señora Langwiser y el detective Bosch y todos sus testigos les digan, no hay ninguna prueba de culpabilidad en este caso.

Después de que Fowkkes saludara con la cabeza al jurado y se sentara, el juez Houghton anunció que el juicio se interrumpía para un almuerzo temprano antes de que los testimonios empezaran por la tarde.

Bosch vio que los miembros del jurado desfilaban por la puerta contigua a la tribuna. Algunos miraban por encima del hombro a la sala. El último miembro del jurado, una mujer negra de unos cincuenta años miró directamente a Bosch. Él bajó la mirada e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Cuando volvió a mirar, ella ya se había ido.

16

McCaleb apagó la televisión cuando el juicio se interrumpió para el almuerzo. No quería escuchar los análisis de los comentaristas. Pensó que el punto ganador se lo había anotado la defensa. Fowkkes había hecho un buen movimiento al comunicar al jurado que él también consideraba ofensiva la vida privada y las costumbres de su cliente. Estaba diciéndoles que si él podía soportarlo, ellos también. Les estaba recordando que lo que se juzgaba era haber acabado con una vida, no cómo uno la vivía.

McCaleb volvió a concentrarse en la preparación de su reunión de esa tarde con Jaye Winston. Había vuelto al barco después de desayunar y había recogido los archivos y los libros. En ese momento, con unas tijeras y un poco de cinta adhesiva, estaba ultimando una presentación con la cual esperaba no sólo impresionar a Winston, sino también convencerla de algo que a él mismo le estaba costando mucho trabajo creer. En cierto modo, preparar la presentación era un ensayo general para organizar el caso. En ese sentido, a McCaleb le parecía muy útil el tiempo empleado en elaborar lo que iba a mostrarle y decirle a Winston. Le permitía ver los agujeros en la lógica y preparar respuestas para las preguntas que sin duda Winston iba a formularle.

Mientras consideraba qué decirle exactamente a Winston, ella lo llamó al móvil.

– Quizá tengamos una pista sobre la lechuza. Puede ser, no estoy segura.

– ¿Cuál es?

– El distribuidor en Middleton, Ohio, cree que sabe de dónde viene. Se trata de un lugar aquí en Carson, llamado Bird Barrier.

– ¿Por qué piensa eso?

– Porque Kart envió por fax fotos de nuestra lechuza, y el hombre con el que trataba en Ohio se fijó en que la parte de debajo de la figura estaba abierta.

– Muy bien, ¿y eso qué significa?

– Bueno, parece ser que los mandan con la base incluida para que puedan llenarlos de arena, así el pájaro se sostiene en pie con el viento y la lluvia.

– Entiendo.

– Bueno, tienen aquí un subdistribuidor que pide las lechuzas con la parte de abajo perforada. Bird Barrier. Los quieren sin la base porque los montan encima de un artilugio que grita.

– ¿Qué quieres decir con que grita?

– Ya sabes, como una lechuza de verdad. Supongo que eso contribuye a que los pájaros se asusten en serio. ¿Sabes cuál es el eslogan de Bird Barrier? Los mejores contra las aguas mayores. Gracioso, ¿no? Es así como contestan el teléfono.

El cerebro de McCaleb iba demasiado deprisa para captar la nota de humor. No se rió.

– ¿Ese sitio está en Carson?

– Sí, cerca de tu puerto. Tengo que ir a una reunión ahora pero voy a pasarme antes de ir a verte. ¿Prefieres que nos encontremos allí? ¿Puedes llegar a tiempo?

– Estaría bien. Allí estaré.

Ella le dio la dirección, que estaba a un cuarto de hora del puerto deportivo de Cabrillo y acordaron encontrarse a las dos. Winston dijo que el presidente de la compañía, un hombre llamado Cameron Riddell había aceptado recibirlos.

– ¿Vas a llevar la lechuza? -preguntó McCaleb.

– ¿Sabes qué, Terry? Hace doce años que soy detective y tengo cerebro desde bastante antes.

– Perdón.

– Nos vemos a las dos.

Tras colgar el teléfono, McCaleb sacó del congelador el tamal que había sobrado y lo cocinó en el microondas. Después lo envolvió en papel de plata y se lo guardó en la bolsa de cuero para comérselo mientras cruzaba la bahía. Fue a ver a su hija, que estaba con su niñera de tiempo parcial, la señora Pérez. Tocó la mejilla del bebé y se fue.

Bird Barrier se hallaba en un barrio comercial y de almacenes mayoristas que se extendía junto al lado este de la autovía 405, justo antes del aeródromo al que estaba amarrado el zeppelín de Goodyear. El zeppelín estaba en su lugar y McCaleb vio que las cuerdas que lo sujetaban se tensaban por la fuerza del viento que soplaba desde el mar. Cuando aparcó en el estacionamiento de Bird Barrier se fijó en un LTD con tapacubos de serie que sabía que tenía que ser de Jaye Winston. No se equivocó. En cuanto entró por la puerta de cristal, vio a la detective sentada en una pequeña sala de espera. A su lado, en el suelo, había un maletín y una caja de cartón cerrada con cinta roja en la que se leía la palabra «Pruebas».

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