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– ¿Cuál es el título de la película que se presentó esa noche?

– Se llamaba Punto muerto.

– ¿Y quién la dirigió?

– David Storey.

Langwiser hizo una larga pausa antes de mirar el reloj y luego al juez.

– Señoría -dijo-. Voy a iniciar una nueva línea de interrogatorio con el detective Bosch. Si le parece oportuno, ésta podría ser la mejor ocasión para suspender la sesión.

Houghton se levantó la manga de la toga y consultó su reloj. Bosch miró el suyo. Eran las cuatro menos cuarto.

– Muy bien, señora Langwiser, reanudaremos la sesión mañana a las nueve.

Houghton le dijo a Bosch que podía bajar del estrado. A continuación recordó a los miembros del jurado que no podían leer la información de los diarios ni ver los resúmenes de la televisión sobre el juicio. Todos se levantaron cuando el jurado abandonó la sala. Bosch, que en ese momento estaba de pie junto a Langwiser en la mesa de la acusación, miró al sector de la defensa. David Storey lo estaba mirando. A pesar de que su rostro no delataba ninguna emoción, Bosch creyó ver algo en sus ojos azul pálido. No estaba seguro pero le pareció regocijo.

Bosch fue el primero en apartar la mirada.

20

Una vez que se hubo vaciado la sala, Bosch consultó con Langwiser y Kretzler acerca de la testigo desaparecida.

– ¿Todavía nada? -preguntó Kretzler-. Depende del tiempo que te tenga allí John Reason vamos a necesitarla mañana por la tarde o pasado mañana.

– Aún no tengo nada -dijo Bosch-, pero estoy trabajando. De hecho es mejor que me vaya.

– No me gusta nada -dijo Kretzler-. Esto puede estallar. Si no se ha presentado tiene que haber una razón. Nunca me he creído al ciento por ciento su historia.

– Storey puede haber llegado hasta ella -sugirió Bosch.

– La necesitamos -dijo Langwiser-. Muestra procedimiento. Tienes que encontrarla.

– Estoy en ello. -Se levantó de la mesa para salir.

– Buena suerte, Harry -dijo Langwiser-. Y por cierto, de momento lo has hecho muy bien allí arriba.

Bosch asintió.

– Es la calma que precede a la tormenta.

En su camino por el pasillo hasta los ascensores, uno de los periodistas se acercó a Bosch. El detective de homicidios no conocía su nombre, pero lo reconoció por haberlo visto en la tribuna de prensa de la sala.

– ¿Detective Bosch?

Bosch continuó caminando.

– Mire, ya se lo he dicho a todos. No voy a hacer comentarios hasta que termine el juicio. Lo siento. Tendrá que…

– No es por eso. Quería saber si ha llegado a un acuerdo con Terry McCaleb.

Bosch se detuvo y miró al periodista.

– ¿Qué quiere decir?

– Ayer. Lo estaba buscando aquí.

– Ah, sí. Lo vi. ¿Conoce a Terry?

– Sí, escribí un libro sobre el FBI hace unos años. Lo conocí entonces. Antes de su trasplante.

Bosch asintió y estaba a punto de seguir adelante cuando el periodista le tendió la mano.

– Jack McEvoy.

Bosch le estrechó la mano a regañadientes. Reconoció el nombre. Cinco años antes, el FBI había perseguido a un asesino en serie hasta Los Ángeles, donde se creía que iba a atacar a su siguiente víctima, un detective de homicidios de Hollywood llamado Ed Thomas. El FBI había utilizado información de McEvoy, un periodista del Rocky Mountain News de Denver, para localizar al asesino conocido como el Poeta y la vida de Thomas no llegó a estar amenazada. El policía se había retirado y había puesto una librería en el condado de Orange.

– Sí, lo recuerdo -dijo Bosch-. Ed Thomas es amigo mío.

Ambos hombres se estudiaron mutuamente.

– ¿Está cubriendo esto? -preguntó Bosch, una pregunta obvia.

– Sí, para el New Times y para el Vanity Fair. También estoy pensando en un libro, así que cuando esto termine quizá podamos hablar.

– Sí, puede ser.

– A no ser que esté haciendo algo con Terry.

– ¿Con Terry? No, lo de ayer no tenía nada que ver con esto. Nada de libros.

– Muy bien, entonces téngame en cuenta.

McEvoy sacó la billetera del bolsillo y extrajo una tarjeta.

– Trabajo desde mi casa en Laurel Canyon. Llámeme si lo desea.

Bosch levantó la tarjeta.

– Muy bien. Bueno, tengo que irme. Supongo que ya nos veremos por aquí.

– Sí.

Bosch se alejó y pulsó el botón de llamada del ascensor. Miró de nuevo la tarjeta mientras esperaba y pensó en Ed Thomas. Luego se guardó la tarjeta en el bolsillo del traje.

Antes de que llegara el ascensor, vio que McEvoy seguía en el pasillo, esta vez hablando con Rudy Tafero, el investigador de la defensa. Tafero era un hombre alto y estaba inclinado hacia McEvoy, como si se tratara de algún tipo de cita conspiratoria. McEvoy estaba escribiendo en una libreta.

El ascensor se abrió y Bosch entró. Miró a Tafero y McEvoy hasta que las puertas se cerraron.

Bosch subió la colina por Laurel Canyon Boulevard y bajó a Hollywood antes del atasco de la tarde. En Sunset dobló a la derecha y aparcó a unas cuantas manzanas del límite de West Hollywood. Echó unas monedas en el parquímetro y se metió en un edificio de oficinas blanco y sin gracia al otro de un strip bar de Sunset. El edificio de dos plantas con patio ofrecía oficinas y servicios a pequeñas productoras. Las empresas duraban de una película a otra. Entre medio no había necesidad de oficinas opulentas y espacio.

Bosch consultó su reloj y vio que llegaba justo a tiempo. Eran las cinco menos cuarto y la audición se había fijado a las cinco. Subió por la escalera hasta el segundo piso y entró por una puerta con un cartel que decía: «Nuff Said Productions». Era un piso con tres salas, uno de los más grandes del edificio. Bosch había estado allí antes y conocía la distribución: una sala de espera con un escritorio para la secretaria, la oficina del amigo de Bosch, Albert Nuf/Said, y al fondo una sala de conferencias. La mujer de detrás del escritorio de la secretaria levantó la cabeza cuando Bosch entró.

– Soy Harry Bosch. He venido a ver al señor Said.

Ella asintió, levantó el teléfono y marcó un número. Bosch lo oyó sonar en la otra sala y reconoció la voz de Said.

– Está aquí Harry Bosch -dijo la secretaria.

Bosch oyó que Said decía que lo hiciera pasar y se encaminó en aquella dirección antes de que la secretaria colgara.

– Puede pasar-dijo ella a su espalda.

Bosch entró en un despacho que estaba sencillamente amueblado con una mesa, dos sillas, un sofá de cuero negro y una consola de televisión y vídeo. Las paredes estaban cubiertas de carteles enmarcados de películas de Said y otros recuerdos, como los respaldos de las sillas de los directores con los nombres de las películas escritos en ellas. Bosch conocía a Said desde hacía al menos quince años, desde que el hombre, mayor que él, lo había contratado como asesor técnico en una película basada vagamente en uno de sus casos. En la década siguiente habían mantenido un contacto esporádico. Por lo general, había sido Said quien llamaba a Bosch cuando tenía una pregunta técnica acerca del procedimiento policial para una película. La mayoría de las películas de Said no estaban destinadas a la pantalla grande, sino que eran películas para televisión y canales de cable.

Albert Said se levantó tras el escritorio y Bosch le tendió la mano.

– Hola, Nuff, ¿cómo va eso?

– Va bien, amigo. -Señaló a la televisión-. He visto tu actuación de hoy en Court TV. ¡Bravo!

Said aplaudió educadamente. Bosch hizo un gesto con la mano para que se interrumpiera y volvió a mirar su reloj.

– Gracias. ¿Está todo preparado aquí?

– Eso creo. Marjorie hará que me espere en la sala de reuniones. A partir de ahí es cosa tuya.

– Te lo agradezco, Nuff. Ya me dirás cómo puedo devolverte el favor.

– Puedes salir en mi próxima película. Tienes presencia, amigo. Lo he visto todo hoy. Y lo he grabado, por si quieres verlo.

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