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Graciela señaló una televisión instalada en la esquina superior de la sala. Tres presentadores de cuello grueso estaban sentados ante una mesa con un campo de fútbol americano tras ellos. McCaleb sabía que el partido de ese día determinaría los finalistas de la Super Bowl. No le importaba en absoluto, aunque de pronto recordó que había prometido a Raymond que verían juntos al menos uno de los partidos.

– Sí que me lo han pedido, Graciela.

– ¿De qué estás hablando? Me dijiste que te habían echado del caso.

Le contó que había descubierto a Bosch en su barco esa mañana y lo que le había pedido que hiciera.

– ¿Y no le dijiste a Jaye que probablemente fue él quien lo hizo?

McCaleb asintió.

– ¿Cómo sabía dónde vivías?

– No ío sabía. Conocía el barco, no dónde vivimos. No has de preocuparte por eso.

– Pues creo que lo hago. Terry, estás yendo demasiado lejos con esto y estás completamente ciego de los peligros para ti y para tu familia. Yo creo que…

– ¿De verdad? Yo creo…

Se detuvo, buscó en su bolsillo y sacó dos monedas de veinticinco centavos. Se volvió hacía Raymond.

– Raymond, ¿has terminado de comer?

– Sé.

– ¿Quieres decir que sí?

– Si.

– Vale, toma esto y ve a jugar a las máquinas del bar.

El niño cogió las monedas.

– Puedes irte.

Raymond bajó de la silla vacilantemente y luego corrió hacia la sala adjunta, donde había videojuegos a los que ya había jugado antes. Eligió un juego que McCaleb sabía que era el Pac-man y se sentó. McCaleb lo veía desde su posición.

McCaleb volvió a mirar a Graciela, que tenía el bolso en el regazo y estaba sacando dinero para pagar la cuenta.

– Graciela, olvídate de eso y mírame.

Ella terminó con el dinero y se guardó el monedero en el bolso. Luego lo miró.

– Hemos de irnos. CiCi tiene que dormir la siesta.

La niña estaba en su gandulita en la mesa, agarrando con una manita el globo azul y blanco.

– Está bien. Puede dormir ahí mismo. Escúchame un momento.

Él esperó y ella puso cara de resignación.

– Muy bien, di lo que tengas que decir y luego yo he de irme.

McCaleb se volvió y se acercó a Graciela para que nadie más oyera lo que iba a decirle. Se fijó en el borde de una de las orejas de ella que asomaba entre el cabello.

– Vamos a tener un buen problema, ¿ no?

Graciela asintió e inmediatamente las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Era como si el hecho de que él pronunciara las palabras en voz alta hubiera derribado el fino mecanismo de defensa que había construido para protegerse a sí misma y a su matrimonio. McCaleb sacó la servilleta que no había utilizado del servilletero de plata y se la dio. Luego puso la mano en la nuca de ella, la atrajo hacia sí y la besó en la mejilla. Por encima de la cabeza de su mujer, vio que Raymond los observaba con cara de asustado.

– Ya hemos hablado de esto, Graci -empezó-. Se te ha metido en la cabeza que no podemos tener nuestra casa y nuestra familia y todo lo demás si esto es lo que yo hago. El problema está en la palabra «si». Ese es el error. Porque no hay ningún «si». No es si yo hago esto. Esto es lo que yo hago. Y he ido demasiado lejos intentando negarlo, tratando de convencerme a mí mismo de otra cosa.

Graciela derramó más lágrimas y continuó tapándose la cara con la servilleta. Lloraba en silencio, pero McCaleb estaba seguro de que la gente del restaurante se había percatado y los estaba observando a ellos en lugar de la televisión. Se fijó en Raymond y vio que el niño había vuelto a centrarse en el videojuego.

– Ya lo sé -pudo decir Graciela.

A McCaleb le sorprendió que lo admitiera y lo tomó como una buena señal.

– Entonces, ¿qué hemos de hacer? No estoy hablando solamente de este caso. Me refiero a de ahora en adelante. ¿Qué hacemos? Graci, estoy cansado de tratar de ser lo que no soy y de no hacer caso de lo que tengo dentro, de lo que realmente soy. Me ha hecho falta este caso para darme cuenta y admitirlo.

Ella no dijo nada, McCaleb tampoco esperaba que lo hiciera.

– Sabes que te quiero a ti y a los niños. Esa no es la cuestión. Creo que puedo tener las dos cosas, y tú crees que no. Has tomado esa postura de una cosa o la otra y no me parece acertada. Ni justa.

Sabía que sus palabras estaban hiriendo a su mujer. Estaba trazando una línea. Uno de los dos tendría que ceder y estaba diciendo que no iba a ser él.

– Oye, pensemos en esto. Éste no es un buen sitio para hablar. Lo que voy a hacer es terminar mi trabajo en este caso y luego nos sentaremos para hablar del futuro. ¿Te parece bien?

Ella asintió lentamente, pero no lo miró.

– Haz lo que tengas que hacer -dijo en un tono que McCaleb sabía que le haría sentir eternamente culpable-. Sólo espero que seas prudente.

McCaleb se inclinó hacia ella y la besó otra vez.

– Tengo mucho aquí contigo para no serlo.

McCaleb se levantó y rodeó la mesa hasta donde estaba la niña. La besó en la cabeza y luego le soltó el cinturón y la levantó en brazos.

– La llevaré hasta el coche -dijo McCaleb-. ¿Por qué no vas tú con Raymond?

Llevó a la niña hasta el cochecito de golf y la sentó en el asiento de seguridad. Puso la sillita en el portamaletas. Graciela llegó con Raymond al cabo de unos minutos. Tenía los ojos hinchados de llorar. McCaleb puso la mano en el hombro de Raymond y lo acompañó hasta el asiento del pasajero.

– Raymond, vas a tener que ver el segundo partido sin mí. Tengo trabajo que hacer.

– Puedo acompañarte. Te ayudaré.

– No, no es una excursión de pesca.

– Ya sé, pero de todas formas puedo ayudarte.

McCaleb sabía que Graciela lo estaba mirando y sintió la culpa como el sol en la espalda.

– Gracias, pero quizá la próxima vez, Raymond. Ponte el cinturón.

Una vez que el niño se hubo abrochado el cinturón, McCaleb se apartó del coche eléctrico. Miró a Graciela, que ya no lo estaba mirando a él.

– Bueno -dijo McCaleb-. Volveré en cuanto pueda. Y llevaré el móvil por si queréis llamarme.

Graciela no le contestó. Arrancó y se dirigió hacia Manila Avenue. McCaleb miró a su familia hasta que se perdieron de vista.

33

En el camino de regreso al muelle sonó su teléfono móvil. Era Jaye Winston que le devolvía la llamada. Estaba hablando en voz muy baja y explicó que telefoneaba desde la casa de su madre. A McCaleb le costaba entenderla, de manera que se sentó en uno de los bancos que había en el paseo del casino. Se inclinó hacia adelante con los codos en las rodillas, una mano sosteniendo el móvil y la otra agarrada a la muñeca.

– Se nos pasó algo -dijo McCaleb-. Se me pasó algo.

– Terry, ¿de qué estás hablando?

– En el expediente. En el registro de detenciones de Gunn. Era…

– Terry, ¿qué estás haciendo? Estás fuera del caso.

– ¿Quién lo dice, el FBI? Yo ya no trabajo en el FBI, Jaye.

– Pues lo digo yo. No quiero que sigas adelante con.,.

– Tampoco trabajo para ti, Jaye, ¿recuerdas?

Hubo un largo silencio.

– Terry, no sé qué estás haciendo pero tienes que parar. No tienes ninguna autoridad, ningún papel en este caso. Si esos Twilley y Friedman descubren que sigues husmeando en esto pueden detenerte por interferir con la justicia. Y sabes que son de los que lo harían.

– ¿Quieres un papel? Tengo un papel.

– ¿Qué? Te retiré mi autorización ayer. No puedes utilizarme en esto.

McCaleb dudó, pero decidió decírselo.

– Tengo un papel. Supongo que podrías decir que trabajo para el acusado.

Esta vez el silencio de Winston fue más largo todavía. Al final habló muy lentamente.

– ¿Me estás diciendo que has ido a ver a Bosch?

– No. Vino él. Se ha presentado en mi barco esta mañana. Tenía razón con lo de la coincidencia de la otra noche; primero yo visitándolo en su casa y luego la llamada de su compañera hablándole de ti. Él sacó sus conclusiones. El periodista del New Times también lo llamó. Supo lo que estaba pasando sin que yo tuviera que decírselo. Pero nada de eso importa. Lo que importa es que creo que me precipité con Bosch. Se me pasó algo, y ahora no estoy seguro. Existe la posibilidad de que esto sea una trampa.

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