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– Muy bien, la iconografía moderna es lo que cabía esperar. La lechuza es símbolo de sabiduría y verdad, denota conocimiento, la visión de la escena global opuesta al detalle. La lechuza ve en la oscuridad. En otras palabras, ver a través de la oscuridad es ver la verdad, es aprender la verdad, y por consiguiente es conocimiento. Y del conocimiento viene la sabiduría, ¿de acuerdo?

McCaleb no necesitó tomar notas. Lo que Doran le había dicho era obvio. De todos modos, para mantenerse en activo, escribió una línea.

Ver en la oscuridad = sabiduría

Entonces subrayó la última palabra.

– Muy bien. ¿Qué más?

– Esto es básicamente lo que hay en cuanto a la aplicación contemporánea. Pero si vamos hacia atrás, se pone muy interesante. Las lechuzas, los búhos y los mochuelos han mejorado notablemente su reputación. Antes eran chicos malos.

– Cuéntame, Brass.

– Saca el bolígrafo. La lechuza se ha visto repetidamente en arte e iconografía religiosa desde la Alta Edad Media hasta el final del Renacimiento. A menudo aparece en las alegorías religiosas: pinturas, paneles de las iglesias y en las estaciones de la cruz. La lechuza era…

– Vale, Brass, pero ¿qué significa?

– Estoy llegando a eso. Su significado puede variar en las distintas representaciones según la especie dibujada. Pero esencialmente su representación es el símbolo del mal.

McCaleb anotó la palabra.

– El mal. De acuerdo.

– Esperaba escucharte más entusiasmado.

– No me estás viendo. Estoy dando saltos, ¿Qué más tienes?

– Deja que repase la lista. Son datos sacados de fragmentos de crítica del arte del periodo. Las referencias a las descripciones de las lechuzas surgen como símbolos de (y cito) la fatalidad, el enemigo de la inocencia, el diablo mismo, la herejía, la locura, la muerte y la desgracia, el ave de la oscuridad y, finalmente, el tormento del alma humana en su inevitable viaje a la condena eterna. Bonito, ¿eh? Me gusta esta última. Supongo que no venderían muchas bolsas de patatas fritas con lechuzas en la parte de atrás en el siglo XV.

McCaleb no contestó. Estaba demasiado ocupado anotando las descripciones que ella acababa de leerle.

– Vuelve a leerme la última línea.

Ella así lo hizo y McCaleb la copió al pie de la letra.

– Ahora, aún hay más -dijo Doran-. También hay una interpretación de la lechuza como el símbolo de la ira y el castigo del mal. Así que obviamente es algo que significó cosas diferentes en diferentes épocas y para gente diferente.

– El castigo del mal -dijo McCaleb mientras lo anotaba.

Miró la lista que acababa de escribir.

– ¿Algo más?

– ¿No tienes bastante?

– Probablemente. ¿Tienes algún libro que muestre algo de esto o los nombres de los artistas o escritores que usaron la llamada «ave de la oscuridad» en sus obras?

McCaleb oyó que pasaban algunas páginas al otro lado de la línea mientras Doran permanecía unos instantes en silencio.

– Aquí no tengo mucho. No hay libros, pero puedo darte el nombre de algunos de los artistas mencionados y seguramente encontrarás algo en Internet o en la biblioteca de la UCLA.

– De acuerdo.

– Tengo que darme prisa. Estamos a punto de empezar.

– Dime.

– Muy bien. Tengo un pintor llamado Bruegel que pintó una enorme cara como la puerta del infierno. Había una lechuza marrón en la ventana de la nariz de ese rostro. -Se echó a reír-. No me preguntes. Yo sólo te digo lo que encuentro.

– Vale -dijo McCaleb, al tiempo que anotaba la descripción-. Sigue.

– Muy bien. Otros dos artistas destacados por el uso de la lechuza como símbolo del mal fueron Van Oostanen y Durero. No sé concretamente en qué pinturas.

McCaleb oyó que pasaba más hojas. Pidió que le deletreara los nombres de los artistas y los anotó.

– Vale, aquí lo tengo. La obra de este tipo está repleta de búhos y lechuzas. No puedo pronunciar su nombre de pila. Te lo deletreo: --. Era holandés, y forma parte del Renacimiento del norte de Europa. Creo que allí las lechuzas eran grandes.

McCaleb miró la hoja que tenía delante. El nombre que acababan de leerle le resultaba familiar.

– ¿Has olvidado el apellido? ¿Cuál es el apellido?

– Ah, perdón. Es Bosch. Como las bujías.

McCaleb se quedó de piedra. No se movió, no respiró siquiera. Miró fijamente el nombre escrito en la página, incapaz de escribir la última parte que Doran acababa de darle. Finalmente volvió la cabeza y miró más allá de la zona de picnic, al lugar de la acera por donde había visto alejarse a Harry Bosch.

– Terry, ¿estás ahí?

McCaleb salió de su ensueño.

– Sí.

– En realidad es todo lo que tengo. Y he de dejarte. Vamos a empezar.

– ¿Algo más sobre Bosch?

– No. Y no me queda tiempo.

– Muy bien, Brass. Oye, muchas gracias. Te debo una.

– Un día te lo cobraré. Cuéntame cómo termina esto, ¿vale?

– Claro.

– Y envíame una foto de tu niña.

– Te la mandaré.

Ella colgó y McCaleb cerró lentamente su móvil. Escribió una nota en la parte inferior de la página para acordarse de enviar a Brass una foto de su hija. Era un ejercicio para evitar el nombre del pintor que acababa de escribir.

– Mierda -susurró.

Se sentó a solas con sus pensamientos durante un buen rato. La coincidencia de recibir la misteriosa información minutos después de almorzar con Harry Bosch era inquietante. Examinó unos momentos sus notas, aunque sabía que no contenían la información inmediata que necesitaba. Finalmente abrió de nuevo el teléfono y marcó el número de información. Un minuto después llamó a la oficina de personal del Departamento de Policía de Los Ángeles. Al cabo de nueve timbrazos contestó una mujer.

– Sí, llamo de parte del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles y necesito contactar con un agente en concreto del departamento de policía. El problema es que no sé dónde trabaja. Sólo sé su nombre.

Esperaba que la mujer no le preguntara qué quería decir «de parte del». Hubo lo que le pareció un largo silencio y luego oyó que tecleaban en un ordenador.

– ¿Apellido?

– Ah, es Bosch.

McCaleb lo deletreó y miró sus notas, preparado para decir el nombre.

– ¿Y el nombre? Ya está, sólo hay uno. Haironimous. ¿Es así? No sé pronunciarlo.

– Hieronymus. Es él.

McCaleb deletreó el nombre y preguntó si coincidía. Coincidía.

– Bueno, es detective de grado tres y trabaja en la División de Hollywood. ¿Necesita el número?

McCaleb no contestó.

– Señor, necesita el…

– No, lo tengo. Muchas gracias.

Cerró el móvil, miró el reloj y luego volvió a abrir el teléfono. Llamó al número directo de Jaye Winston y ella respondió de inmediato. McCaleb preguntó si le habían dicho algo del laboratorio respecto al examen de Ja lechuza de plástico.

– Todavía no. Sólo han pasado un par de horas, y una era la del almuerzo. Esperaré hasta mañana antes de reclamarles.

– ¿Tienes tiempo para hacer un par de llamadas y hacerme un favor?

– ¿Qué llamadas?

McCaleb le habló de la búsqueda del icono de Brass Doran, pero no mencionó a Hieronymus Bosch. Dijo que quería hablar con un experto en pintura renacentista del norte de Europa, pero que pensaba que resultaría más fácil establecer la cita y que la cooperación sería más franca si la petición surgía de una detective de homicidios oficial.

– Lo haré -dijo Winston-. ¿Por dónde empiezo?

– Yo probaría en el Getty. Ahora estoy en Van Nuys. Si alguien me recibe llegaré en media hora.

– Veré lo que puedo hacer. ¿Has hablado con Harry Bosch?

– Sí.

– ¿Alguna novedad?

– En realidad, no.

– Lo suponía. Espera. Te volveré a llamar.

McCaleb tiró lo que quedaba de su almuerzo en uno de los cubos de basura y se encaminó al juzgado, donde había dejado aparcado el Cherokee en una calle lateral, junto a las oficinas de la condicional. Mientras caminaba pensó en cómo había mentido a Winston por omisión. Sabía que tendría que haberle hablado de la conexión de Bosch o de la coincidencia, o de lo que fuera. Trató de entender por qué se lo había reservado, pero no encontró respuesta.

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