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Sin levantar la vista, saco mi tarjeta de identidad, marco el código y paso por el torno. Cruzo tan de prisa como puedo por el detector de metales, tanto que ni siquiera oigo el ruido de la alarma que se dispara. El guardia me coge con fuerza por el brazo.

– ¿Adonde vamos, jefe?

No puedo creerlo.

– Usted no entiende…

– Vacíese los bolsillos. Aquí.

Me recupero antes de decir nada más. No es ninguna alarma de seguridad; sólo el detector de metales.

– Lo siento -digo repentinamente de vuelta a la realidad-. El cinturón. Es el cinturón.

Con un recorrido del detector manual verifica el resto.

– Tranquilo, hombre -dice Howie, dándome una palmadita en la espalda-. Tendrías que salir de aquí de vez en cuando, venir con nosotros al baloncesto o así. Es bueno para el espíritu.

– Sí, sí, ya lo haré -digo forzando una sonrisa.

Howie se va hacia la derecha y yo giro a la izquierda. Aunque estoy rodeado de compañeros de trabajo, el pasillo nunca había estado tan vacío. Justo antes de doblar la esquina, echo una última mirada a los agentes de uniforme. Los dos de la mesa se concentran en la cola. El de los rayos X sigue observándome. Hago como que no me doy cuenta, contengo la respiración y giro rápidamente a la derecha. En el momento en que estoy fuera de su vista, salgo zumbando. Directo a ver a Trey.

Abro la puerta de la oficina de Trey y miro hacia su mesa. No está a la vista.

– ¿Necesitas algo? -pregunta su colega Steve.

– ¿Has visto a Trey? -le replico, luchando por aparentar que no estoy sin aliento.

– No, es que…

– Yo lo he visto -interrumpe otro colega de despacho-. Creo que… hum… creo que tenía la cabeza metida en el trasero de la Primera Dama.

– Eso es -dice Steve riendo-. La puta sesión de fotos. Trajimos a unos cuantos niños. Los colocamos en un decorado de sala de estar. Cojines mullidos sueltos. Cámara con objetivo desenfocado. Entrega precisa.

Secretarios de prensa. Cómicos permanentes.

Cojo un post-it, escribo una nota rápida y la pego sobre la pantalla del ordenador de Trey: «Búscame. ¡911!»

– Un código magnífico -dice Steve-. Mucho mejor que el Morse.

Regreso corriendo al pasillo y doy un portazo al salir. Otra vez me ahogo en el silencio. Tengo que hablar con alguien… aunque sólo sea para planear el próximo paso. Observo, nervioso, el pasillo de mármol, y la primera persona que me viene a la mente es Pam. ¿Puedo acudir a ella y…? ¿En qué estoy pensando? No puedo. Después de lo que pasó. Todavía no. Y, además, con Vaughn muerto, todo este asunto está a punto de reventar. Lo que quiere decir que el último sitio en el que me gustaría estar es al volante del camión. Me da igual que sea año de elecciones, he estado evitándolo desde que salí del hotel, necesito ir arriba.

Me apresuro por la mullida alfombra roja del corredor de la Planta Baja y veo una falange de turistas a mitad de su recorrido por la Casa Blanca para VIPS guiados por uno de los guías del Servicio Secreto. Cuando los adelanto a toda velocidad, dos de ellos me sacan una foto. Deben de pensar que soy famoso. Si las cosas continúan por este camino, van a tener razón.

No me detengo hasta llegar ante el guardia uniformado que está a las puertas de la sala de cine.

– ¿Puedo pedirle un favor? -le pregunto con voz acelerada.

No me contesta. Se limita a mirarme, calculando.

– Ya sé que esto le parecerá una locura -empiezo-, pero estaba en el cuarto de baño del EAOE…

– ¿En cuál?

– En el primer piso, el que está junto a Asuntos de Gabinete. Es igual, estaba en el escalón y oigo a dos internos presumiendo de… hum -señalo con el hombro la caja metálica de herramientas-, lo de la pistola que tienen ahí. -El guardia se pone tenso-. Puede que lo oyera mal, porque cuchicheaban todo el tiempo, pero me pareció que o bien sabían que ahí había una pistola o que habían cogido una pistola de ahí. A lo mejor sólo eran fanfarronadas, pero…

Pega un salto en la silla, que sale patinando hacia atrás por el suelo de mármol. Me advierte que me quede quieto, saca un manojo de llaves del cinturón y se va a la caja todavía medio torcida. Contemplo en silencio cómo lucha con la cerradura. Está atascada. El cuerpo me arde. Es como si alguien me golpeara el cráneo. Sólo oigo el tintineo de las llaves. Como está de pie delante de mí, no puedo ver nada. Parece que ahora tira de la puerta. Más fuerte. Más fuerte. Entonces… oigo chirriar el metal oxidado. La puerta se abre y el guardia se vuelve para mirarme. Da un paso a un lado para dejar que lo vea con mis propios ojos. La pistola está donde tiene que estar.

– Lo siento -digo con forzado alivio-. Debo de haber oído mal.

– Eso parece.

Me encojo de hombros, doy la vuelta y paso nuevamente ante la estatua de Lincoln. En el momento en que doblo la esquina, salgo corriendo tanto como puedo por el corredor de la Planta Baja. Es una buena señal, pero también podría haber vuelto a ponerla allí sin mayor dificultad.

Cuando llevo tres cuartos de pasillo y me acerco a la escalera principal de la Residencia, reduzco por fin la marcha. Como siempre, mi tarjeta de identidad y un gesto decidido me permiten pasar ante el guardia de abajo.

– Sube uno -susurra por su walkie-talkie.

Salto los escalones de dos en dos sabiendo que me pararán. Podría haberla llamado para que me dejasen pasar, pero no quería que nadie supiera que venía. La sorpresa es todo lo que me queda, y a pesar de la pistola, sigo queriendo ver su reacción por mí mismo. Naturalmente, al llegar a la planta de Estado, dos agentes del Servicio Secreto me bloquean el paso.

– ¿Necesita algo? -pregunta el del pelo negro.

– Tengo que ver a Nora. Es una emergencia.

– Y usted es…

– Dígale que soy Michael… ella sabe.

Me observa bien y lanza una mirada a mi identificación.

– Lo siento -dice-. Nos pidió que no la molestasen.

Intento mantener la calma.

– Mire, no quiero ser una molestia. Pero haga una llamada. Es importante.

– Ya le hemos dado una respuesta -añade el segundo agente-. ¿Qué palabra no ha entendido usted?

– Las entendí todas muy bien. Sólo intento ahorrarnos un dolor de cabeza.

– Oiga, señor…

– No, óigame usted -insisto de nuevo-. He venido aquí en plan civilizado… es usted el que decidió pelear. Mire, tengo que resolver una crisis de verdad, así que tiene usted dos alternativas: o hace una simple llamada telefónica y explica que se trata de una emergencia, o me larga a patadas y se enfrenta usted al enfado de Nora cuando averigüe quién es el causante de todo este follón. Personalmente yo preferiría la segunda, me encantan los deportes violentos.

Me estudia atentamente, acercándose más. Finalmente, gruñe:

– Las órdenes que yo tengo, señor, es que no debemos molestarla.

Me niego a ceder y miro hacia la pequeña cámara de vigilancia oculta en la toma de aire acondicionado. Es hora de pasar por encima de su cabeza.

– Harry, sé que estás mirando…

– Le estoy pidiendo que se vaya, señor -me advierte el agente.

– Llámela, por favor -solicito en dirección al techo-. No tiene más que…

Antes de que pueda terminar, tres agentes de paisano corren escaleras arriba. Al frente de ellos viene Harry.

– Le hemos dicho que no quería que la molestasen -explica el agente.

– Tengo que verla, Harry. Yo…

El agente me interrumpe, agarrándome con fuerza por detrás del cuello.

– Afloje -le advierte Harry.

– Pero si…

– Quiero oír lo que tiene que decirnos, Parness.

Parness se entera. Los de uniforme no discuten con los de paisano. Sigue las instrucciones y afloja sólo un poco.

– Bueno, ¿dónde está el fuego? -pregunta Harry.

– Tengo que hablar con ella.

– ¿Por razones personales o por asuntos oficiales de la Casa Blanca?

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