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Hace un alto para tomar aliento y yo no digo ni una palabra.

– Tienes que comprenderlo -añade-. Quiero decir… puedo aguantar toda esa otra mierda, pero no me gusta ser yo el tema de conversación.

– ¿Y quién dice que seas tú…?

– Michael, por favor, a mí también me mandan los datos de los sondeos. Hay una razón por la que quieren que toda la familia esté allí.

– Pero, Nora, eso no significa que…

– No sé lo que estás a punto de decir, Romeo, pero tengo un millón de votantes que no están de acuerdo contigo. Y hasta el último voto cuenta.

– Es posible que cuente, pero eso no importa. Hay una diferencia.

Me mira y se detiene.

– ¿Eso lo piensas de verdad, no es así?

– Por supuesto que sí.

– Sí, bueno, tú sí. -Con una última mirada al reloj se aparta de la mesa y se dirige a la puerta-. Sea tortura o no, tengo que estar allí. La Oficina de Prensa me pidió que me pusiese vestido; tienen suerte de que tenga ropa interior.

En un suspiro, el huracán Nora sale zumbando del despacho y me deja solo en un mar de silencio. De todos modos, sé dónde estoy. He estado aquí antes muchas veces. El rugido del silencio absoluto. La calma que precede a la tempestad.

– ¿Hay alguien? -pregunto al entrar en la antesala. Nadie responde. Doy un golpe fuerte en la puerta de Julian-. Julian, ¿estás ahí? -Nada. Llamo todavía más fuerte en la puerta de Pam-. Pam, ¿estás ahí? -No hay respuesta.

Convencido de que estoy solo, voy hacia la puerta principal que da al pasillo. Con un giro de muñeca muevo el cerrojo del pomo. El pestillo entra en su sitio con un fuerte ruido. Los tres tenemos llave, pero esto me dará por lo menos unos segundos para prepararme.

Voy hacia el despacho de Pam diciéndome que esto no es un abuso de confianza: es simplemente una precaución necesaria. No es que sea una gran justificación, pero no tengo otra.

– Pam, ¿estás ahí? -vuelvo a preguntar una última vez. Sigue sin responder nadie. Aprieto el pomo frío con la palma sudorosa y voy empujando poco a poco la puerta para abrirla-. ¿Pam? ¿Hola? -La puerta gira hasta la pared, dando un golpe sordo y apagado. En el aire flota todavía el aroma de su champú de albaricoque.

Todo lo que tengo que hacer es entrar. Pero la cosa es que… no puedo. No está bien. Pam se merece algo mejor que esto. Ella nunca haría nada que me hiriese. Por supuesto, si lo hizo… si le estaban haciendo chantaje y entonces se dio cuenta de que la cuestión de Nora le daba una coartada y una salida fácil… yo tendría problemas. Problemas tipo final-de-mi-vida. La verdad, esto es la mejor razón para entrar. Quiero decir, no es como si fuera a llevarme algo. Sólo quiero echar un vistazo. Si Caroline tenía su expediente es que Pam debía tener algo gordo que esconder. Dejo las dudas en la puerta y entro en el despacho. Mis ojos van directos a la bandera roja, blanca y azul que hay detrás de su escritorio. Salvar mi pellejo. A la manera americana.

Me acerco a la mesa, echo una mirada rápida hacia atrás para volver a comprobar la antesala y estar seguro. Sigo solo.

Vuelvo a la mesa con el corazón latiéndome contra las costillas. El silencio es abrumador. Oigo el flujo y reflujo de mi propia respiración trabajosa. Es una marea oceánica sostenida. Dentro… y fuera otra vez. Igual que aquella primera noche que vigilábamos a Simon. Mi teléfono empieza a sonar al otro lado del vestíbulo. Me giro, asustado, pensando que hay alguien en la puerta. No importa, me digo al oír que sigue sonando. Mantengamos el rumbo.

Intento ser sistemático y no hago caso de la pila de carpetas que hay sobre la mesa. Es demasiado lista para dejar algo a la vista. Por suerte, hay cosas que no se pueden ocultar. Voy directo a su teléfono y aprieto la tecla de registro de llamadas con los ojos puestos en la pantallita digital. En un segundo tengo los nombres y números de teléfono de las últimas veintidós personas que la llamaron.

Recorro la lista y lo primero que me llama la atención es la cantidad de llamadas exteriores que tiene. O bien la llaman mucho desde teléfonos públicos o la llaman un montón de peces gordos. Ambas cosas son malas. Cuando termino con la lista, hay cinco personas por lo menos que no puedo identificar. Busco una libreta y un lápiz para apuntarlos, pero antes incluso de que pueda estar cerca de su vaso de lápices de «Pregúntame por mis Nietos», oigo una llave en la puerta principal de la antesala. Alguien llega. Salgo del despacho corriendo tan de prisa como puedo y aterrizo en la antesala justo en el momento en que se abre la puerta.

– ¿Qué demonios pasa aquí? -pregunta Julian-. ¿Por qué has cerrado la puerta con llave?

– No… nada -digo sin aliento-. Sólo arreglaba la antesala.

– Ya entiendo -dice, riendo-. Arreglando la antesala.

Me niego a reconocer lo que debe de ser el chiste más viejo de Julian. Subrayar un gerundio para fabricar eufemismos por masturbación. Arreglando la antesala. Faxeando el documento. Archivando el informe. La verdad es que funciona, pero jamás le daré el placer de decírselo.

– ¿Has visto a Pam? -pregunto sin humor para juegos.

– Sí, se iba a la fiesta de la Primera Dama.

Me dirijo a la puerta sin decir nada más.

– ¿Adonde vas? -pregunta Julian.

– A buscarla en el Jardín de Rosas… tengo que hablar con ella.

– Estoy seguro de que sí, Garrick -dice con un guiño-. Haz lo que tengas que hacer.

– ¿Cómo?

– Buscándola en el Jardín de Rosas.

De mi despacho al Jardín de Rosas hay cinco minutos andando. O dos minutos corriendo. Cruzo por el Ala Oeste y al mirar el reloj ya llego veinte minutos tarde. Teniendo en cuenta el retraso garantizado de la Primera Familia, debería llegar justo a la hora. Abro las puertas de la Columnata Oeste, esperando ver un montón de gente. Me encuentro una muchedumbre.

Debe de haber por lo menos dos centenares de personas, todas ellas mirando hacia el podio que está al final del Jardín de Rosas. Instintivamente, empiezo a mirar las chapas de identidad. La mayoría las llevan con fondo naranja, limitadas al EAOE. Unos pocos las tienen azules. Y los que la tienen guardada en el bolsillo de la camisa son los internos. Por eso está tan lleno el jardín. Todo el mundo está invitado. Lo raro del asunto es que ni siquiera el personal más joven suele estar tan entusiasmado por un acto. A mi espalda, oigo una voz de hombre que dice:

– Me he pasado toda mi vida haciendo colas como ésta.

Me pongo de puntillas y estiro el cuello para ver por encima de la masa. Entonces me doy cuenta de que no estamos ante un acontecimiento corriente. La ventaja del Presidente disminuye, así que estas próximas horas son necesarias para volver a estar hombro con hombro en primera línea. Primero, la fiesta familiar; después, la entrevista en directo. Hay que exhibir la mejor cara posible ante toda Norteamérica, y no reparar en gastos para realizarlo.

Junto al podio está el objeto de la atención de todos: una enorme tarta de pisos con glaseado de vainilla que tiene un extraño parecido a la Primera Dama dibujada con azúcar de diferentes colores. A la derecha de la tarta, detrás de un largo cordón de terciopelo, está el equipo de «Dateline», filmando material para la introducción de esta noche. Delante de ellos, dos hombres con cámaras. Fotógrafos de la Casa Blanca. Demonios, Trey es implacable. Tómate un trozo de pastel; sácate una foto con Mickey y Minnie. En los últimos meses, antes de la elección, quieren que todos parezcamos una familia. La familia primero.

Dejo de lado lo de las fotos y me meto entre la gente. Tengo que encontrar a Pam. Me abro paso con los codos entre el mar de colegas funcionarios en busca de su pelo rubio.

Sin previo aviso, la muchedumbre empieza a bullir. La ovación empieza por delante y va extendiéndose hacia atrás. Con un impulso repentino, todo el bloque empuja hacia adelante. Aplausos. Gritos. Silbidos. La Primera Familia está aquí.

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