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La primera vez que mi madre se marchó para hacer sus pruebas clínicas, yo tenía ocho años. Estuvo fuera tres días, y mi padre y yo no teníamos ni idea de adonde había ido. Como era enfermera, era fácil preguntar en el hospital, pero allí no sabían tampoco dónde estaba. O por lo menos eso decían. Los restos de comida nos bastaron para dos días, pero acabamos por llegar al punto en que necesitábamos alimento. Gracias al trabajo de mi madre, no éramos pobres, pero mi padre no estaba en condiciones de ir a comprar. Cuando me ofrecí voluntario para ir yo, me metió un puñado de billetes en la mano y me dijo que comprase lo que quisiera. Radiante de orgullo ante mi riqueza recién encontrada, me fui andando hasta el supermercado y llené el carro. Mantequilla de cacahuete Skippy en vez de mantequilla de cacahuete sin marca; Coca-Cola en vez del refresco de cola de marca blanca; por una vez viviríamos a lo grande. Tardé casi dos horas en elegirlo todo y llenar el carro casi hasta arriba.

La cajera fue marcando uno a uno cada artículo mientras yo ojeaba una guía de TV. Yo era papá: sólo echaba de menos la pipa y el batín. Pero cuando fui a pagar -cuando saqué del bolsillo el puñado de billetes arrugados- me dijeron que tres dólares no bastaban para todo aquello. Después de que un encargado adjunto me echara una bronca, me dijeron que volviera a poner cada cosa donde la había encontrado. Lo hice. Todas las cosas excepto una. Me quedé con la mantequilla de cacahuete. Teníamos que empezar por algún sitio.

Dos horas más tarde estoy sentado ante la televisión recorriendo mentalmente todas las razones por las que Simon podría haber querido muerta a Caroline. Para ser sincero, no es muy difícil. Caroline, por su cargo, conocía el lado sucio de todos -así descubrió lo de mi padre-, de manera que la respuesta más obvia sería que encontró algo sobre Simon. Tal vez algo que él quería mantener en secreto. Tal vez por eso estaba soltando dinero. Tal vez ella misma le hacía chantaje. Eso, sin duda, explicaría cómo apareció en la caja fuerte de Caroline. Es decir, ¿por qué iba a estar allí, si no? Y si ése fuera el caso, sin embargo, resultaría bastante evidente que Caroline no murió de un vulgar ataque al corazón. El problema está en que, si eso es realmente jugar sucio, mi vida se acabó.

Muerto de miedo, cojo el teléfono y empiezo a marcar. Necesito saber qué está pasando, pero ni Trey ni Pam están. Puedo llamar a otros, pero no voy a arriesgarme a parecer inquieto. Si descubren que Simon me mandó a casa, habrá un nuevo rumor zumbando por los pasillos. Cuelgo el teléfono y miro la tele. Han pasado tres horas desde que salí del despacho y ya estoy bloqueado.

Voy pasando por todos los noticiarios que encuentro, busco lo que ha de ser la reacción más importante frente a la crisis: la conferencia de prensa oficial de la Casa Blanca. Miro el reloj y veo que son casi las cinco y media. Tiene que ser pronto. La oficina de prensa se centra en torno al ciclo de las noticias de las seis, y son demasiado listos para dejar que los noticiarios de la tarde lo cuenten por sus propios medios.

De acuerdo con la norma, el anuncio se hace exactamente a las cinco y media. Contengo el aliento mientras la secretaria de prensa Emmy Goldfarb hace una rápida exposición de los hechos: a primeras horas de esta mañana, Caroline Penzler fue hallada muerta en su despacho de un ataque al corazón ocasionado por una enfermedad de las arterias coronarias. Según va diciendo las palabras, vuelvo a empezar a respirar. Goldfarb hace una exposición breve y amable y cede la vez al doctor León Welp, especialista de corazón del Centro Médico de Georgetown, que explica que hace unos años Caroline sufrió una histerectomía, lo que le hizo sufrir una menopausia prematura. Combínese el descenso de estrógenos con mucho tabaco y ya tienen una receta rápida para lograr un ataque al corazón.

Antes de que nadie pueda hacer preguntas, el propio Presidente aparece para expresar sus condolencias. Es un golpe maestro de la Oficina de Prensa. Olvidarse de los cómos y los porqués, ir directo a las emociones. Prácticamente percibo el sabor sobrentendido: es nuestro líder. Un hombre que se cuida de los suyos.

No soporto los años de elecciones.

Cuando el Presidente se coge del atril con los puños apretados, no puedo dejar de ver el parecido con Nora. El pelo negro. Los ojos penetrantes. La mandíbula inquieta. Manteniendo el control. Antes de que abra la boca, todos sabemos qué va a salir de ella: «Es un día triste; la echaremos de menos amargamente; nuestras oraciones para su familia.» Nada sospechoso; nada de qué preocuparse. Lo culmina todo pasándose brevemente la mano por un ojo: no está llorando, pero es lo suficiente para hacernos pensar que si pudiera estar un momento a solas, lo haría.

De Goldfarb al doctor o al presidente, todos hacen lo propio de su especialidad. Lo único que me sorprende es que no se habla de ninguna investigación. La familia ha solicitado una autopsia, por supuesto, pero Goldfarb alude a ella como una esperanza que pueda ayudar a otros con dolencias similares. Un toque brillante. Y para mayor seguridad, sin embargo, la autopsia se ha fijado para el domingo, lo que asegura que no será el tema de las tertulias de fin de semana y que si los resultados muestran que es un crimen, será demasiado tarde para que las principales revistas puedan sacarlo en portada. Estoy a salvo, por lo menos otros dos días. Intento decirme que puede haberse acabado -que todo desaparecerá-, pero, como Nora dijo, no sé mentir.

La hora de la cena viene y se va y yo sigo sin moverme del sofá. El estómago chilla, pero no puedo parar de ir saltando de canal en canal. Tengo que estar seguro. Necesito saber que nadie está usando esas palabras: Sospecha. Juego sucio. Asesinato.

La cuestión es que no lo mencionan en ningún sitio. Lo que Adenauer y el FBI hayan encontrado se lo guardan para sí. Apoyo la cabeza en mi alquile-un-sofá y acabo por aceptar que será una noche tranquila.

Llaman fuerte a mi puerta.

– ¿Quién es? -pregunto.

No hay respuesta. Simplemente, golpean con más fuerza.

– ¿Quién es? -repito, alzando la voz.

Nada.

Me levanto corriendo del sofá y voy a la puerta. Por el camino cojo un paraguas que cuelga del pomo del armario de los abrigos. Es una arma patéticamente mala, pero es la mejor que tengo. Acerco mi ojo lentamente a la mirilla y logro ver a mi enemigo imaginario. Pam. Abro los cerrojos y luego la puerta. Lleva la cartera en una mano, y en la otra, una bolsa de la compra de plástico azul. Sus ojos van derechos al paraguas.

– ¿Nervioso, muchacho?

– No sabía quién era.

– ¿Y coges eso? ¿Tienes la cocina llena de cuchillos de carnicero y coges un paraguas? ¿Qué pensabas hacer? ¿Llevarme bien seca hasta la muerte? -Su boca dibuja una cálida sonrisa y levanta la bolsa azul-. Bueno, venga, ¿qué tal si me invitas a pasar? He traído comida tailandesa.

Me aparto de su camino y entra en casa.

– ¿Y tú me llamas a mí el boy scout? -le pregunto.

– Anda, coge esto -añade, tendiéndome su cartera y echando a andar hacia la cocina. Antes de que yo pueda reaccionar, ya está revolviendo por armaritos y cajones, cogiendo platos y cubiertos. Cuando tiene lo que necesita, se va hacia la zona de comedor fuera de la cocina y saca de la bolsa azul tres cajitas de comida tailandesa. La cena está servida.

Yo sigo de pie junto a la puerta, confuso.

– Pam, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Si me la haces de prisa… Estoy hambrienta.

– ¿Qué haces aquí?

Levanta la vista del Pad Thai y su expresión cambia.

– ¿Aquí? -pregunta. Tiene un tono ofendido en la voz, casi dolorido-. Estaba preocupada por ti.

Su respuesta me coge desprevenido. Es casi demasiado sincera. Doy un paso hacia la mesa de comedor y le devuelvo la sonrisa. La verdad es que es una buena amiga. Y que a los dos nos viene bien la compañía.

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