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– Claro que me acuerdo. ¿Sabes por qué? Fue un gran principio. No doblaste la ropa pulcramente antes de meterte en la cama. La tiraste al suelo.

– Te lo inventas -dijo Martha riendo.

– No es verdad. ¿Cómo voy a olvidarlo? Pensé que te apetecía más el sexo que colgar tu chaqueta de Armani. Pensé que debía de ser un buen semental.

– Eres un…

Después de cenar pasearon por Butler's Wharf cogidos de la mano. Ed había estado un poco callado la última media hora y Martha le preguntó qué le ocurría.

– Nada, en realidad. Me han ofrecido un empleo.

– Ed, qué bien. ¿Qué tiene de malo?

– No mucho. Más dinero, más de lo mismo, más responsabilidad.

– Pues cógelo.

– Es que… es en Edimburgo. Trabajaría para Beeb.

– ¡En Edimburgo!

– Sí, ahora hay mucha marcha en Edimburgo. ¿Qué te parece?

– Bien -dijo Martha esforzándose por mantener un tono animado-, creo que debes aceptarlo.

– ¿Sí?

– Por supuesto. ¿Por qué no? -No debía importarle, ya se las arreglarían. Le vería a menudo. No muy a menudo. Pero lo suficiente.

– Bueno, a mí se me ocurre una razón muy buena.

– ¿Cuál?

– Se llama Martha.

– Ed, no puedes dejar pasar una buena oportunidad por mí. Podemos seguir viéndonos. -Pero ¿cuándo? Por las noches no. Muchos fines de semana, tampoco. Con su trabajo en Binsmow, no. Cada vez tenía más. Las asesorías de los sábados. Así que sólo le vería muy de vez en cuando.

– Bueno, lo habría hecho. O eso pensaba. Dejarla pasar. Pero si tú crees que no debo. La verdad es que me encantaría.

– Entonces ya está decidido. Claro que tienes que aceptar. Podemos pasar fines de semana estupendos, de vez en cuando, y tú… tú… -Se le quebró la voz.

– ¿Yo qué?

– Te irá muy bien, Ed. Es muy bueno, trabajar en Beeb. Te va a encaminar en la vida.

– Sí, bien, gracias, Martha. Eres tan… madura. -Le sonrió, un poco forzadamente.

Martha se sentiría mejor más tarde, cuando se hiciera a la idea. Era la última persona que se apegaría a alguien; sabía mejor que nadie lo importante que era aprovechar las oportunidades.

– Ha sido genial -dijo Ed adormilado-. Buenas noches, Martha.

– Buenas noches, Ed.

Sin embargo, no lo había sido, no había sido genial. Había sido como si todo estuviera desenfocado. Como si nada estuviera lo suficientemente definido.

El placer la atontó… sólo un poco.

Se levantó y fue al salón, miró por la ventana, hacia las luces, pensando lo lejos que estaría él, lo sola que se sentiría.

Maldita sea, tenía ganas de llorar. Mierda. Ed no debía oírla, no debía saberlo. Estaba tan deseoso de ir, de aceptar el empleo…

Se levantó, fue al lavabo y se sentó, se secó los ojos y se sonó la nariz. Ya estaba mejor, podía hacerlo, por Dios.

Se abrió la puerta y entró Ed.

– Perdona -dijo-, quería hacer pipí.

– Adelante -dijo-, ya iba a salir.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí, por supuesto.

Encendió la luz y la miró.

– Martha, has llorado. ¿Qué te pasa?

– No quiero que te vayas -dijo, y su voz era vulnerable y triste. Se sintió fatal consigo misma, por mostrarse tan indefensa-. Lo siento, lo siento, Ed. Por la mañana me sentiré mejor.

– ¿No quieres que me vaya? -preguntó, y su voz era muy tranquila y cariñosa.

– No. Bien, evidentemente no, es que me he acostumbrado a que estemos juntos, pero ya me apañaré. Lo siento, Ed, lo siento…

– ¿De verdad has dicho que no quieres que me vaya?

– Sí, lo he dicho. Sé que está mal, pero…

– No está mal -comentó-. Está muy bien. Por Dios, Martha, llevo cuatro meses intentando convencerme de que te importo y ahora sé que sí. Claro que no me iré, tontorrona. Yo tampoco quiero dejarte. Quiero quedarme contigo. A pesar de tu gigantesca nariz. Y de tus lamentables pechos. Quería que me dijeras que no me fuera. Más que nada en el mundo.

– Oh, Ed. -Martha le miró y de repente fue como si le explotara la cabeza y tuvo que decirlo, tenía que decírselo-: Es que yo…

– Venga. Suéltalo. ¿Tú qué?

– Te quiero -dijo, y su voz era casi desesperada, tanto por la ansiedad como por el esfuerzo al decirlo.

– ¿De verdad? Dilo otra vez.

– Te quiero -dijo, y él se agachó para besarla y se echó a reír.

– Éste es un sitio estupendo para una escena de amor -dijo-. Yo también te quiero. Y ahora, si puedes apartar tu pequeño y bien formado culo, me gustaría hacer pis.

– Lo siento -dijo Jocasta-, lo siento mucho.

Estaba sentada en la sala de juegos de Gideon. Era una sala de juegos para maduritos, con dos sofás enormes, una televisión grande, un equipo de música con dos altavoces altos y tres estantes de cedes, una mesita llena de lo que los catálogos denominan juguetes para ejecutivos y las paredes forradas de libros.

En una pared había un cuadro enorme de una mujer rubia y hermosa con un vestido de noche negro corto: la segunda señora Keeble, la madre de Fionnuala.

– ¿Y qué sientes exactamente? -preguntó Gideon.

– Siento estar aquí. Me siento… fatal.

– Oh, no te preocupes -dijo él-. Estás haciendo tu trabajo y te admiro por tu iniciativa. Sin embargo, tienes que decirme por dónde has entrado. No sabía que fuera tan fácil.

– ¡No ha sido fácil! -exclamó Jocasta indignada-. He tenido que trepar a un árbol enorme y después saltar desde un muro muy alto…

– Bueno, no esperarás compasión -dijo él-. No sería muy razonable por tu parte.

– No, claro que no -dijo Jocasta-. Lo siento, Gideon. De verdad.

– Deja de decir «lo siento» -dijo.

Jocasta no lograba entender su expresión. No era su habitual sonrisa benévola, pero tampoco era hostil. Era sencillamente despegada.

– Sí, por supuesto. Bueno, siento mucho lo de tu hija, Gideon. Lo de Fionnuala. Debes de estar muy preocupado.

– No estoy preocupado en absoluto -dijo Gideon-. Se necesita algo más que una hija traviesa para hacer mella en mí.

De nuevo, eso le recordó a Jocasta a su propio padre. Se habría sacudido el asunto, como si hubiera sido sólo una travesura infantil, no una petición de ayuda desesperada, y no habría mostrado inquietud por el peligro de la situación. Empezó a gustarle menos.

– ¿No sabes nada de ella?

– ¿Crees que te lo diría si supiera algo? -Sonrió de nuevo, con la misma sonrisa educada y despegada-. Por cierto, sería buena idea que me dieras tu móvil -añadió-. Lo siento si te parezco descortés, pero preferiría que no mandaras ningún artículo ahora mismo.

Jocasta se ruborizó.

– Por supuesto -dijo. Sacó el móvil de la mochila y se lo dio.

– Gracias. Tendrás que disculparme, Jocasta, pero tengo trabajo. Si te apetece un café, pídeselo a la señora Mitchell. Ya sabes dónde está, al fondo del pasillo.

– Sí, claro -dijo Jocasta-, gracias.

Y entonces lo oyó: primero un zumbido lejano, después el batido de la hélice de un helicóptero, cortando el silencio.

Gideon se puso de pie, blanco de repente, con la cara demacrada. Miró por la ventana hacia el césped de detrás de la casa. Jocasta también se puso de pie, y a la luz brillante repentina que inundó la zona, vio aterrizar el helicóptero, vio bajar al piloto, y poco después una figura esbelta con pantalones y una especie de chaqueta le siguió y corrió por debajo de las hélices giratorias hacia la casa. Tenía que ser Fionnuala. Tenía que ser ella. Devuelta a su padre.

Gideon no se movió, se quedó mirando fijamente. Cuando la figura llegó al porche, ella también se quedó quieta, miró hacia la casa, y luego se dirigió con rapidez hacia la puerta lateral. No era Fionnuala, sino su madre, Aisling. La señora Mitchell apareció en el porche y llegó hasta ella. Se pararon un momento, y después caminaron juntas hacia la casa. Finalmente Jocasta no pudo soportarlo más.

– ¿No vas… no vas a salir a recibirla? -dijo.

Gideon suspiró, se estremeció y después salió en silencio y muy lentamente de la habitación.

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