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Jocasta le miró, paralizada, sintiéndose como el peor de los mirones. ¿Cómo podía haberlo hecho? ¿Cómo podía haberse entrometido en el mundo donde Gideon se sentía a salvo? Sería mejor volver a Londres sin reportaje, fracasada, que enfrentarse a él con su estúpida curiosidad, con su vulgar interrogatorio.

Estaba pensando en marcharse a hurtadillas cuando se abrió una puerta en el otro extremo del porche y un cachorro de setter irlandés de unos seis meses saltó hacia ella, se le echó encima y le lamió la cara. Le seguía un perro mayor, su madre, se imaginó Jocasta, que ladraba casi con severidad, y después escuchó una voz de mujer que gritaba a los animales:

– ¡Sheba! ¡Pebble! ¡Dejad de ladrar y volved aquí inmediatamente!

El ruido cesó momentáneamente, pero el cachorro siguió saludándola entusiasmado, y entonces se puso a ladrar otra vez. Mientras le acariciaba e intentaba hacer callar a los perros, vio que Gideon se levantaba, se acercaba a la puerta, llamaba a alguien y desaparecía. Se quedó petrificada, los dos perros ladraban a pleno pulmón. Él salió por una puerta lateral. Llevaba una linterna, que paseó por el césped y después por el porche, proyectando un amplio haz de luz. Jocasta se quedó quieta, asustada como un conejito frente a los faros de un coche, y se preparó para que le gritaran, para la furia, la indignación. Vio cómo se acercaba a ella, muy despacio. Sin embargo, cuando llegó a su lado, dijo, en un tono absolutamente cordial, como si Jocasta hubiera entrado en un restaurante o en la sala de espera de un aeropuerto o cualquier otro lugar público donde él estuviera:

– Vaya, Jocasta, qué agradable sorpresa. Has decidido venir después de todo.

– ¿Y dónde dices que la encontraste?

– En un restaurante.

– Por Dios, ¿cómo es posible que nadie la viera antes?

Era tarde y Marc Jones acababa de volver con las fotos de prueba de Kate.

– Lo sé. Fue cuestión de suerte -dijo Carla con modestia-. ¿Qué te parecen las fotos?

– Sensacionales.

Blandió una hoja de contactos que estaba encima de la mesa. Carla sacó una lupa de un cajón y se inclinó para mirar las fotos. Eran muy buenas. Una colegiala tensa y nerviosa había entrado en el estudio y ante ellos tenían una belleza desgarbada y con una larga melena, por completo inconsciente de su propia sexualidad y de cómo enfrentarse a la cámara.

– Encantadora, de verdad. ¿Tienes color?

– Sí. También son muy buenas. Es por los ojos oscuros y los cabellos claros. ¿Cuándo las vas a utilizar?

– La semana que viene, probablemente. Iré a hablar con Chris a ver qué opina.

– ¿Quién… quién va a sacar las fotos?

– Marc, parece mentira. ¿Quién pensabas? ¿David Bailey?

– Estupendo. -Sonrió-. Dame una fecha. ¿De qué va el artículo de moda?

– Hemos pensado que Kate podría elegirlo. La llevaré a Top Shop, a Miss Selfridge, a Kookai, a ver qué elige.

– Muy bien. ¿Cuándo quieres hacerlo?

– Lo antes posible. Pero primero tendré que hablar con sus padres. Aún no tiene dieciséis años. No deberían poner pegas, creo yo.

– ¿Tú dejarías que tu hija se metiera en el mundo de la moda?

– Yo no tenga ninguna hija -dijo Carla secamente.

Se fue a ver a Chris Pollock con las fotos.

Kate estaba en plena sesión en el estudio, Marc Jones coqueteaba con ella -se estaba encaprichando- y Carla Giannini la embaucaba -no había otra forma de decirlo-. Le había caído bien Carla, era tan acogedora, tan divertida, y valoraba tanto sus lamentables esfuerzos. Al menos, a Kate le parecían lamentables. Aunque de alguna manera había sabido hacer frente a la cámara, cómo moverse entre foto y foto, especialmente al ir avanzando la sesión, y se había mostrado más segura.

Ahora le parecía todo un sueño, en casa, en la cocina, sirviéndose una coca-cola, esperando que le dijeran que se fuera a la cama y le preguntaran si había hecho los deberes. ¡Si ellos supieran! Se quedarían sorprendidos, abrumados, le dirían que estaba metiéndose en un mundo peligroso. Sólo su abuela sabría valorar la emoción y la importancia de lo sucedido. De hecho, sería divertido contárselo.

Jim había reservado una semana en un hotel de tres estrellas cerca de Niza. Helen estaba dividida entre la emoción, la culpabilidad y la preocupación por dejar a Kate en un momento tan importante de su vida.

– Si no apruebas estos exámenes, no tendrás otra oportunidad. Necesitas buenas notas para ir a Richmond, y…

– Tranquila, mamá, estudiaré. Te lo juro. Aunque la abuela me dejara salir, Juliet me lo impediría, te llamaría al hotel para decirte que he dejado de estudiar cinco minutos.

– ¡No es verdad! -gritó Juliet indignada-. Además, yo tengo un cursillo, no te olvides. Puedes hacer el vago cuanto quieras.

Martha machacaba la cinta de correr, empapada de sudor; le dolían las piernas y sentía los pulmones a punto de explotar. Estaba agotada, le quedaban cinco minutos más, pero no podría. Aunque…, por supuesto, lo haría. Porque era lo que había decidido, era lo que se había impuesto. Así de sencillo.

Podía hacer lo que quería con esa fuerza de voluntad. Los demonios que la habían atacado en todo su horror cuando estaba arrodillada en aquel asqueroso servicio, vomitando en la repugnante taza, los demonios que colgaron amenazadores de forma obscena sobre su cama durante la larga noche que siguió, la habían abandonado, se habían desvanecido por completo. O casi.

Le había dicho a Ed que no podía salir con él. Esa noche no. Pero al día siguiente habían quedado. Era el aniversario de su cuarto mes. Cuatro meses desde que habían salido por primera vez. Cuatro meses de ser asombrosamente feliz.

La felicidad no era algo a lo que Martha estuviera muy acostumbrada. Conocía el éxito, sabía lo que era cumplir las propias metas, y lograr los objetivos que se proponía. Pero la felicidad, la felicidad era otra cosa. La felicidad era dulce y esquiva y la provocaba la cosa más simple, una llamada, una broma tonta, la valoración de algo insignificante, aunque importante. La felicidad era un juego de valores totalmente nuevo.

Ed le había enseñado todo eso cuando la guiaba hacia el amor. Le amaba, estaba segura. Se había resistido mucho tiempo a reconocerlo. Le asustaba el amor. La aterrorizaba. Todavía no le había dicho a Ed que le quería. Era muy arriesgado, era ponerse en una situación demasiado vulnerable.

El artículo que tanto había temido se había convertido en una intrascendente página de moda. El texto, que al final le habían permitido revisar, apenas era un largo pie de foto, muy generoso con su carrera política y muy halagador con el Partido Progresista de Centro. Chad estaría muy complacido. Las fotos también le habían gustado.

– Feliz aniversario. Te he traído un regalo.

– Oh, Ed. Dijimos que no nos regalaríamos nada.

– Sí, lo sé. Pero no te sientas mal por no haberme comprado nada. Es una tontería.

– La verdad es que sí tengo algo -dijo Martha-. Y también es una tontería.

– Adelante, entonces. Tú primera. Ábrelo.

Era un libro titulado Yoga tántrico para principiantes.

– Espero que no pretendas que intente estas cosas -dijo Martha, riendo.

– Por supuesto que sí. Hay un capítulo de sexo. Dice que puedes estar en marcha seis horas. ¿Qué te parece?

– Un poco cansado. ¿Qué tiene de malo lo que hacemos ahora?

– Nada. Es genial. Pero esta idea aún me ha gustado más: te haría llegar tarde a las reuniones.

– Sí, claro, lo leeré. Ahora abre tu regalo.

– Eh -dijo Ed sonriendo-, qué pasada. Me encanta. -Era una foto enmarcada de los dos, con la sábana subida hasta el cuello, sentados en la cama de Martha. La habían sacado con el disparador automático-. Me acuerdo de esa noche -añadió.

– Seguro que no te acuerdas.

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