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Se rió con una risa ronca y áspera.

Kate se sintió mareada.

– ¿Lo dice en serio? ¿Lo de pasar a verla?

– Por supuesto. Mira, piénsalo y llámame. ¿Te parece mañana? Te daré mi número directo.

– Sí. Sí, sería estupendo. Gracias.

Uau. ¡Uau! ¿Podía ser más guay? Caramba. Eso haría que Nat cambiara de idea sobre ella. Modelo. En el periódico. Uau. ¡Oh, Dios mío!

Kate bajó la escalera cantando.

– Hola, mamá. ¿Te apetece un té?

Carla colgó y sonrió. Bien. Muy bien. No tenía ninguna duda de que Kate iría a verla. A Jocasta no le haría ninguna gracia, pero qué se le iba a hacer. No tenía ningún derecho sobre Kate. Y Carla tenía unas páginas que llenar.

Media hora más tarde, como supuso Carla, Kate la llamó. ¿Le parecía bien si pasaba a verla al día siguiente después de la escuela?

– Podría estar allí sobre las cinco o cinco y media.

Carla dijo que era un buen momento y llamó a Marc Jones, un fotógrafo joven y bastante sexy que había utilizado por primera vez hacía una semana, para pedirle que hiciera las fotos de prueba de Kate.

Jocasta estaba frente a la verja de la magnífica casa de Gideon Keeble, y esperaba, junto con aproximadamente dos docenas de periodistas más, un buen puñado de fotógrafos, cámaras y el policía de guardia. Llevaba doce horas esperando. Había una gran camaradería, el tiempo pasaba, la gente se intercambiaba tabaco y chocolate, y compartía recuerdos de viejos tiempos y las pequeñas noticias que tenían. La generosidad era, sin duda, la regla número uno del juego, a menos que alguien consiguiera de verdad una gran primicia o una exclusiva. Nadie esperaba que eso se compartiera.

Dungarven House estaba en lo alto de una colina; de vez en cuando, alguien se encaramaba a la verja cerrada y echaba un vistazo, aunque no sirviera para nada, porque el paseo dibujaba una curva hacia la derecha en dirección a las dos residencias, y no había nada que ver excepto un alto cercado de hayas y, a su izquierda, un bosque espeso. Gideon Keeble estaba dentro, no había duda. Había entrado en coche la noche anterior, con un aspecto horrible, y desde entonces no se habían abierto las puertas. Un reportero local les había asegurado que no había otro acceso para vehículos a la finca y un reportero emprendedor, incapaz de aceptar su palabra, había dado la vuelta a toda la finca en bicicleta, para decir que sólo había varias portezuelas en el muro de cuatro metros de alto que la rodeaba, que estaban cerradas con enormes candados, y a las que sólo se llegaba mediante senderos. El extremo meridional de la finca estaba limitado por un famoso lago, que era infranqueable desde el otro lado, salvo en bote; Dungarven House era casi una fortaleza.

Las radios les decían cada hora que Fionnuala Keeble, la bonita hija quinceañera del millonario Gideon Keeble, había huido de su escuela de monjas con el músico de rock Zebedee y todavía no había sido localizada. Su madre, ahora lady Carlingford, se dirigía a Irlanda desde Barbados, donde vivía, y no estaba disponible para hacer declaraciones. Era la opinión general que si localizaban a Fionnuala, la devolverían a su padre, a Dungarven House.

Jocasta pasó bastantes de esas doce horas intentando comunicar con el teléfono privado de Gideon, pero el encantador, accesible y hospitalario Gideon Keeble, que la había llamado al móvil, lo había hecho desde un número en el que le dijeron educadamente que el señor Keeble no podía ponerse y que volviera a llamar. Ni siquiera le dieron la posibilidad de dejar un mensaje. Lo mismo sucedió con todos los teléfonos de su oficina. Su dirección de correo electrónico era igual de esquiva. La que todos tenían era de su oficina en Londres, y a pesar de que le había mandado lo que ella consideraba un mensaje irresistible, no había obtenido respuesta. Bien, no podía culparle. Se había sentido bastante miserable cuando lo escribía.

De vez en cuando volvía a su coche de alquiler, que estaba aparcado a medio kilómetro camino abajo, para comprobar su correo, y a medida que fue cayendo la oscuridad sobre Cork, fue imaginando la ira y el miedo que Gideon Keeble debía experimentar por la desaparición de su amada y única hija.

Miró la pantalla mientras tecleaba sus pensamientos y suspiraba. Eso no la redimiría a ojos de Chris Pollock. Échame una mano, pensó, mirando la media luna que se iba alzando sobre el suave anochecer, por favor, por favor, échame una mano.

Se moría de ganas de hacer pis. Tendría que encontrar un arbusto, otra vez. No debería haber bebido tanto café. Se desvió hacia la derecha del sendero y se metió en un descuidado páramo hasta una hondonada. Allí era más seguro, lejos de los comentarios irreverentes de los demás.

Se puso de pie apresuradamente, subiéndose los pantalones. Se empezaba a morir de frío. Tal vez sería mejor caminar un poco, para que se le activara la circulación. Si caminaba por el sendero vería cualquier coche que se acercara. Se puso en marcha con brío, y diez minutos después vio un puntito insignificante que se acercaba. Era bastante constante, pero no era un coche. ¿Qué era, entonces? Por supuesto una bicicleta. Alguien subía la colina en bicicleta. Tal vez un trabajador de alguna explotación cercana. Pero ¿a aquellas horas? Esperó, casi conteniendo el aliento, y de repente la luz se desvió del camino y desapareció. O mejor dicho, dobló a la derecha. La luz trasera rebotó arriba y abajo, pero siguió adelante. Debía de ser una pista. Jocasta decidió seguirla. Seguramente era una pérdida de tiempo, pero… Entonces oyó un grito sofocado y una maldición y la luz se apagó.

Jocasta caminó con precaución hacia el bulto oscuro que formaban bicicleta y ciclista.

– ¿Hola? -dijo-. ¿Estás bien?

No oyó nada.

– He dicho hola. ¿Hay alguien ahí?

Nada.

Ya estaba junto al bulto. Cobró forma. Era un chico de unos quince años, sentado en el suelo, frotándose el tobillo. Tenía una bolsa de lona detrás.

– ¿Estás bien?

– Claro que estoy bien.

Tenía un fuerte acento.

– Qué bien. Creía que te habías hecho daño. Es mal sitio para caerse de la bici.

Él intentó ponerse de pie e hizo una mueca de dolor.

– Mierda -dijo-. Qué puta mierda.

– Te has hecho daño. ¿Me dejas ver?

Él meneó la cabeza.

– Menuda nochecita para pasear en bici -dijo Jocasta.

Ninguna respuesta.

– ¿Ibas a la casa grande?

– No. Me iba a mi casa.

– ¿Que está…?

– Allí abajo. -Señaló a la oscuridad.

– Qué raro, parecía que fueras en dirección contraria -dijo-. En fin, no llegarás a casa en este estado. ¿Quieres que te acompañe en coche?

– No gracias. -La miró fijamente-. ¿Eres una de las periodistas?

– Sí.

Él dudó.

– No vas a escribir sobre mí, ¿verdad?

– Podría ser -contestó Jocasta fríamente-. Depende.

– ¿De qué?

– Déjame echar un vistazo a tu tobillo.

Él la miró fastidiado, pero movió el pie hacia ella.

Jocasta lo palpó con suavidad, y con mucho cuidado lo movió. No parecía roto.

– Creo que sólo es una torcedura. ¿Tienes una linterna?

– Sólo el faro de la bici.

– Vale. Vamos a… -Encendió el faro de la bici y le iluminó el tobillo. Se le estaba hinchando-. ¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe a casa?

– No. Ya me las arreglaré. Está colina abajo, camino del pueblo. Sólo tengo que subirme a la bici.

– ¡Lástima! -Le miró con curiosidad-. Es una noche estupenda para la caza furtiva. Poca luna, sólo la luz necesaria.

– ¡No estoy cazando!

– ¿Ah, no? Bueno, ahora sin duda ya no -dijo Jocasta-. Creo que debería acompañarte a casa. Te juro que no se lo diré a nadie, a nadie.

– ¿Seguro? -A la luz de los faros, sus ojos brillaban de miedo-. Mi madre me zurraría con el cinturón.

– Y haría bien. Y tu padre también debería.

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