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Se marchó como una tromba, gritando mientras avanzaba hacia la sala de imágenes. Carla salió de su despacho.

– ¿De qué iba eso?

Jocasta se lo contó. Carla la miró dudosa.

– A ver la foto.

– Toma. Es mil veces más guapa que esto. Tiene un tipazo.

– Bien, cariño, pues ya tenemos la solución. Puede ser mi modelo de moda la semana que viene. Es una buena historia. La podemos vestir para su nueva vida. Entonces tu artículo no tendrá tanta importancia.

– Gracias -dijo Jocasta.

– No, de verdad, es una gran idea. Hablaré con Chris, y después llamaremos a esa bruja.

– No sé si aceptará -dijo Jocasta.

– Claro que aceptará. Es lo que quiere, por lo que me has dicho. Publicidad sin dolor.

Carla tenía razón. Era exactamente lo que quería Martha. Era mucho más seguro, menos invasivo. Y le daba la oportunidad, tal vez, de ver el texto…

– Y entonces dijo… -Jocasta se calló y volvió a llenar su copa por tercera vez en veinte minutos-, entonces dijo que me buscara otro periódico para publicarlo. Tampoco era tan malo, caramba. No hay derecho, no lo hay. ¿No te parece, Nick?

– Mujer, tampoco puedes decir que no sea justo. La verdad es que le entregaste un mal artículo. Tú misma lo reconociste.

– No era malo -dijo Jocasta-. Tampoco era demasiado bueno.

– Y eso no está bien. Cuando tú escribes, tiene que ser genial. Es así de sencillo.

– Gracias -dijo Jocasta, mirándole con mala cara-. Pensaba que me consolarías un poco y que me dirías algo amable y no me echarías un sermón sobre ética periodística. Creía que estabas de mi lado, eso creía.

– Estoy de tu lado. Eso no quiere decir que no podamos discutir la situación.

– ¿Ah, no? Me habías engañado. Llevo días sin verte y te has pasado el fin de semana con tu madre, otra vez. Has ido dos fines de semana seguidos.

– Por dos buenas razones. El cumpleaños de Rupert y después el aniversario de mis padres. Y tú estabas invitada. De hecho, no sabía muy bien cómo justificar que no pudieras ir por segunda vez.

O sea que eso era lo que obtenía a cambio de rechazar un fin de semana con Gideon Keeble y resistir la tentación más fuerte de su vida.

– Oh, bueno, lo siento, Nick. Siento complicarte la vida. Es que estar sentada en un comedor gélido, mientras todos hablan del baile de caza y quién va a ir a pescar salmón, no es mi idea de pasarlo bien.

– Jocasta, estás siendo muy antipática.

– Me siento antipática. Tú tampoco estás siendo simpático, diciendo que no debería entregar artículos malos.

– Yo no he dicho eso. No seas tonta.

– Oh, vamos -exclamó Jocasta-, ¿por qué no te largas? ¿Por qué no vuelves con mamá? ¡Seguro que te encantaría!

– Jocasta, por favor… -Le sonrió-. Ni digas tonterías. Ven, deja que te abrace.

– No quiero que me abraces -dijo, y, para su propio horror, se echó a llorar-, quiero que me apoyes como es debido. Quiero que estés a mi lado cuando te necesito.

– Estoy a tu lado.

– ¡Nick, no es verdad! ¡Tú vives a tu manera, tranquilo, haciendo lo que te place, trabajando todas las horas del día y de la noche, saliendo con amigos, yendo a casa de mamá, y viniendo a verme cuando te apetece un polvo!

– ¡Cómo puedes decir eso!

– Porque es verdad. Y ya estoy harta. Si yo te importara, ya te habrías comprometido conmigo.

– Oh, se trata de eso. De que no me haya arrodillado y te haya puesto un anillo en el dedo.

– No. No es eso. Pero…

– Jocasta, te lo he explicado mil veces. Lo siento. Si pudiera lo haría. Pero no me siento…

– No te sientes capaz. ¿Y cuándo crees que serás capaz? ¿Cuando cumplas cuarenta? ¿Cincuenta? Estoy harta de esto, Nick, de verdad. Siento que no te importo… nada.

– Bien, pues siento oírte decir eso -dijo, poniéndose de pie y recogiendo las llaves del coche.

– ¿Adónde vas?

– Me voy a casa. No quiero oír nada más.

– ¡Muy bien!

Nick salió, sin dar un portazo, como habría hecho ella, sino cerrando la puerta muy despacio y con cuidado. Jocasta cogió un cenicero de cristal muy pesado y lo lanzó contra la puerta. Hizo saltar una astilla de madera antes de caer en el suelo de baldosa y hacerse añicos. Lo estaba mirando fijamente cuando sonó su móvil. Miró quién llamaba: Chris Pollock. ¿Qué había hecho ahora?

– ¿Jocasta? Quiero que cojas un avión a Dublin. Esta noche si puede ser. La hija de Gideon Keeble ha huido de la escuela con una estrella del rock. Conoces a Keeble. No vuelvas hasta que tengas toda la historia, ¿entendido? No quiero una repetición del fiasco de Martha Comosellame.

– No lo será -dijo Jocasta.

Fue uno de los días más largos que recordaba. Y el más triste. Casi peor que cuando le habían dicho que no podía ir.

Todo el día igual: Bernie hablando de lo bien que lo había pasado con Nat, que la había llevado al Sax Bomb de Brixton, que estaba guapísimo con sus pantalones y su chaleco de camuflaje, lo bien que bailaba y que habían estado allí hasta las cinco de la madrugada, y entonces… En este punto la historia continuaba como un susurro en distintos oídos, entre risitas y chillidos. Cuando Kate llegó a casa, estaba fuera de sí de rabia y resentimiento; incluso las delicadas preguntas de su abuela la sacaron de quicio.

– Lo pasaron en grande, abuela, y yo no, ¿está claro?

Subió a su habitación, puso la radio y se echó en la cama. Era muy injusto. Totalmente injusto. Todo era una mierda. Nunca volvería a invitarla a salir, después de aquello. La habían etiquetado de infeliz dominada por sus padres. Les odiaba a todos. Odiaba a sus padres, odiaba a Juliet, que no paraba de ensayar con el violín aplicadamente, casi odiaba a su abuela, que no paraba de molestar con su elegante acento, fingiendo que la comprendía, contándole no sé qué de un sitio asqueroso donde no la dejaron ir cuando era lo que ella llamaba una joven.

Nadie la apoyaba, incluso Sarah estaba abandonándola, y no estaba más cerca de encontrar a su madre. La misma Jocasta parecía haberla olvidado; habían pasado dos semanas desde que habían almorzado y no había sabido nada de ella…

De repente se enfadó también con Jocasta y decidió llamarla. No debería haber aceptado quedar con ella si no quería ayudarla. Marcó el número del móvil de Jocasta. Parecía apagado. Vaya, precisamente le había dicho a Kate que era su posesión más preciada, que no podría hacer su trabajo sin él; a lo mejor estaba fuera de cobertura. O tal vez estaba en el periódico. Podía intentarlo.

El teléfono sonó y sonó pero nadie lo cogía. Estaba claro que había salido tras un reportaje. Qué típico, pensó Kate, con la suerte que tenía. Estaba a punto de colgar cuando una voz dijo:

– Hola, teléfono de Jocasta.

– Ah, hola -dijo Kate, nerviosa de repente-. ¿Está Jocasta?

– No, lo siento. Estará fuera unos días. -Era una voz amable, un poco extranjera y muy grave-. ¿Quiere dejar un mensaje?

– Bueno, no. No, da igual. Ya volveré a llamar. ¿Puede decirle que la ha llamado Kate?

– ¿Kate? ¿Kate Moss?

– Ojalá -dijo Kate.

– Perdona, pero tu voz se parece. ¿Kate qué?

– Kate Tarrant.

Hubo un breve pero significativo silencio, y después una voz dijo:

– ¿La chica de la abuela? ¿En el hospital?

– Sí.

– ¿Cómo está tu abuela?

– Oh, está bien, gracias.

– Me alegro. Sí, te vi el otro día, almorzando con Jocasta en el Bluebird. Tenía ganas de conocerte. Le dije a Jocasta que creía que podría sacarte en mi sección de moda. Me llamo Carla Giannini, soy la editora de moda del Sketch.

– ¿Ah, sí? -A Kate se le aceleró el corazón-. ¿Eso cree, de verdad?

– Bueno, creo que podrías salir bien en las fotos. No puedo estar segura hasta que te haya hecho una prueba. Pero lo creo más que posible. Deberías venir a verme un día. Me encantaría conocerte, ¡una chica tan valiente que se enfrenta sola a la seguridad social!

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