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En fin, al sentirse más feliz volvía a tener ganas de salir con Nat. Parecía tener más sentido. Muchas cosas parecían tener más sentido. Pensó que incluso podía ir a hablar con Fergus y discutir el contrato con Smith. Tal vez no fuera demasiado tarde.

Había dicho algo de que la puerta seguía abierta. Tres millones de dólares era mucho dinero para rechazarlo. Ya le había dicho que haría la cubierta de Style, y eso le había animado un poco. Le apetecía hacerlo; tal vez podría hablar con el fotógrafo.

Estaba peinándose cuando llamó Jilly.

– Hola, cielo, ¿cómo estás?

– Estoy bien. ¿Mamá te ha dicho lo de Josh, del hermano de Jocasta?

– Me lo ha dicho. Qué coincidencia tan extraordinaria. Aunque tampoco tanto si lo piensas. ¿Te das cuenta, Kate? Si no me hubiera caído aquel día delante de casa, nada de esto habría ocurrido.

– Sí, es verdad. Yo también lo he pensado.

– Me han dicho que te cae bien.

– Sí. Me gusta. No parece un padre, exactamente, pero es divertido y se puede hablar con él de todo. No puede contestar todas mis preguntas, pero lo intenta. Es muy pijo, abuela, te chiflará.

¿Qué le había dicho su madre? Ah, sí.

«Ya verás cuando tu abuela sepa a qué escuela ha ido. Le dará un infarto de la emoción.»

– Se necesita algo más que la clase social para que me guste una persona -contestó Jilly un poco tensa.

– Por supuesto -dijo Kate.

Jocasta estaba en el cuarto de baño, con el corazón tan acelerado que creía que se le saldría por la boca. Había ido a la parafarmacia de Piccadilly, que siempre estaba abierta, las veinticuatro horas. De día y de noche. La prueba de embarazo ya le había costado noventa libras, porque no había encontrado aparcamiento, y había dejado el coche en línea amarilla en Jermyn Street con una nota que decía que sólo tardaría cinco minutos, pero había tardado quince en encontrar lo que quería, leer las instrucciones y decidir cuál era mejor y después hacer la cola para pagar. Había mucha cola. Una larga cola compuesta mayoritariamente de turistas. También había mucha cola en la parte de la farmacia, seguramente de los adictos que necesitaban sus cosas. En fin, al volver al coche había encontrado una multa. Una policía con cara de satisfacción estaba dejándola en ese momento en el parabrisas.

– Por favor -dijo Jocasta-, ¡por favor! He ido a comprar una cosa a la farmacia. Mire, he dejado una nota diciendo que…

La policía se encogió de hombros.

– Eso no la salva de la multa -dijo ella.

– ¡Pero si era una urgencia!

No se dignó ni contestarle.

Al menos tenía la prueba. Volvería a casa y se la haría y acabaría de una vez. A lo mejor ya le estaba bajando la regla, se sentía un poco… dolorida.

Se hizo la prueba.

Las instrucciones eran muy claras. Tenías que mojar la punta del palito -se parecía un poco a un termómetro- en la orina sólo cinco segundos (esto estaba en negrita) y después sostenerlo cabeza abajo un minuto. El palito tenía dos ventanillas en el otro extremo. Al cabo de un minuto, debía aparecer una raya azul en la ventanilla de la punta y después salía el resultado en la otra. Un más significaba embarazo y un menos, que no.

Cronometró los cinco segundos en la orina que había recogido (en un contenedor seco y limpio como indicaban; de hecho, una taza grande de desayuno) y después mojó lo que denominaban muestra absorbente. Y esperó. Un minuto. En un minuto estaría bien, en un minuto un bonito signo menos le diría que no estaba embarazada, y… ¡Dios! ¡Allí estaba! Un menos inconfundible. No estaba embarazada. Estaba bien. Por el amor de Dios. ¡Qué tontería pensar que podía estarlo! ¿Cómo podía estar embarazada? Por supuesto que no. Estaba un poco mareada, de puro alivio. Sonó el timbre. Guardó la caja en el armario, debajo del lavabo, y fue a abrir la puerta. Era un joven que pedía un donativo para ir a hacer senderismo al Himalaya. Jocasta le dio 25 libras y después abrió una botella de champán para celebrarlo.

– Qué mala cara tienes.

– Gracias. Supongo que es el calor. Ya sabes que no me gusta nada.

Gideon no estaba de viaje en Estados Unidos, como había dicho al periodista en Heathrow, estaba en Barbados.

– Puede ser. -Aisling Carlingford encogió sus esbeltos y morenos hombros y tomó un sorbo de su cóctel de frutas-. No tenías que venir.

– Ya lo sé. Quería ver a Fionnuala.

– Pues ya la has visto. Ahí está, bañándose. Ya puedes volver a las nieblas lluviosas de Irlanda. Está preciosa, ¿no?

– Preciosa de verdad.

Fionnuala vio que la miraban, salió de la piscina, se zambulló con estilo y nadó un largo por debajo del agua. Emergió cerca de ellos y sonrió.

– Hola, papá, pareces muerto de calor.

– Tengo calor -dijo Gideon irritado.

– Pues báñate conmigo.

– Enseguida voy. ¿Quieres que montemos esta tarde?

– Lo siento, pero tengo clase de polo. Mamá montará contigo, ¿verdad, mamá?

– Podría ser -dijo Aisling, sorprendiéndole-. A última hora, cuando haga más fresco.

– Bien. Gracias.

Ella le miró con más atención.

– ¿Dónde está tu encantadora esposa?

– Ya te lo he dicho. En Londres. Posiblemente en Berkshire. No lo sé seguro.

– ¿Y por qué no la has traído?

– Aisling, ¿cómo quieres que la traiga aquí?

– No ha salido bien.

Gideon dudó y después dijo de mala gana.

– No, no ha salido bien.

– No debiste casarte con ella. Fue un gran error.

– Imagino que sí. No ha resultado ser lo que esperaba.

– Quería decir que había sido un gran error para ella, Gideon. Un error por tu parte. Muy mal hecho.

– Me parece un poco injusto.

– ¿Ah, sí? Era evidente, con sólo mirarla, que estaba completamente abrumada contigo.

– Aisling, no era una niña pequeña. Era una chica sofisticada, una periodista de éxito. Su padre es un hombre rico y famoso.

– Venga ya, Gideon. ¿Qué sabia ella de tu vida? De lo que representaba. Es casi veinte años más joven que tú para empezar. En los últimos veinte años, las chicas como ella tienen una idea muy diferente del matrimonio. Es imposible que comprendiera lo que significa ser tu consorte. La compadezco mucho.

– ¿La compadeces?

– Sí. Mucho.

– Esta conversación es absurda -dijo Gideon.

– No pierdas los nervios. Piénsalo un poco. Supongo que creíste estar enamorado de ella.

– Estaba muy enamorado de ella. Todavía lo estoy.

– Tonterías. Estás enamorado del amor como siempre. Eres un romántico anticuado, por eso me enamoré de ti. Seguro que te subió la moral, tener un trofeo como ella colgado del brazo. Ya veis que todavía puedo, eso es lo que decías. Sinceramente, Gideon, deberías avergonzarte. Supongo que impresionaba más como esposa que como novia pero…

– Ella se moría de ganas de casarse -dijo Gideon-. Fue idea suya, prácticamente me arrastró a Las Vegas.

– Oh, sí, y tú te dejas mangonear, ¿no? Es facilísimo hacerte hacer lo que no quieres hacer. Gideon, en serio, no querrás que me crea eso. Para mí está todo clarísimo. Pero se acabó la luna de miel y esa fiesta maravillosa, que debió de ser divertidísima, me habría gustado ir, por cierto, y volviste al trabajo, y ella se quedó sola mirando las musarañas. Sintiéndose aún peor porque de hecho ella tenía una profesión. Hola, cielo.

– ¡Hola! -Fionnuala corrió hacia ellos, chorreando agua, y se echó en una tumbona al lado de su padre-. Tengo hambre, mamá, ¿cuándo almorzamos?

– Dentro de una hora. A menos que quieras comer antes.

– Sí quiero.

– Pues ve a hablar con el cocinero.

– Vale, iré. ¿Cómo está Jocasta, papá? Parece muy enrollada.

– Está bien -dijo Gideon con gran dificultad.

– Bien. Hasta ahora.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Aisling cuando su hija se alejó.

– No lo sé. Ella quiere el divorcio.

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