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Pero Fergus la había llamado para decirle que tal vez no podría ir.

– ¡Oh, Fergus! ¿Por qué no?

– Puede que me haya salido un buen cliente, que representaría varias semanas de trabajo.

– Y eso es más importante que nuestras vacaciones. ¡Qué bien!

– Clio, lo siento, pero debo ser práctico. No tengo dinero ahorrado. Si no trabajo, no cobro. No me ha ido muy bien últimamente, la verdad. Con el abandono de Kate…

– ¡Fergus! Creo que exageras un poco. Sólo es una niña. Ha pasado una temporada de auténtico cataclismo. Necesita que la apoyen, no que la atosiguen.

– Por supuesto. Pero es difícil, de todos modos. Había unos compromisos, y no estamos hablando de calderilla, esto es dinero, contratos importantes, y todo depende del humor de una chica de dieciséis años.

– Exactamente. Dieciséis años. En fin, ¿quién o qué es tu cliente?

– Ah, otra historia de adolescentes. Le ha jodido en todos los sentidos su mánager. Es cantante y ahora ese cabrón…

– Fergus, por favor, no sigas. ¿Eso es lo que se interpone entre nosotros e Italia?

– Sí. Es trabajo, Clio. Ya te…

– ¡Trabajo!

– Sí, trabajo. Sé que lo desprecias, pero así es como me gano la vida. Ya te lo he dicho mil veces: no sé hacer otra cosa. Por desgracia, no puedo encontrar un empleo bien pagado como especialista en un hospital y ser un pilar de la sociedad, como tú.

– Por el amor de Dios -dijo Clio-, no vengas con eso.

Y le colgó.

Media hora más tarde, le llamó para disculparse, pero tenía puesto el contestador. Decidió no dejar un mensaje.

Fergus estaba en un estado económico lamentable. Por culpa de Kate se había quedado sin liquidez. La promesa de Gideon de pagar la factura hasta que ella empezara a ganar dinero no se había cumplido, y aunque sabía que Gideon simplemente lo habría olvidado, Fergus no se sentía capaz de pedírselo. La última vez que había hecho cuentas tenía setecientas libras en la cuenta de la empresa y números rojos en su cuenta personal. Tendría que pedir un crédito para pagar el alquiler. Estaba enfadado con Clio, y disgustado porque sojuzgara su trabajo. No tenía ninguna intención de volver con ella cuando chasqueara los dedos. Clio volvió a llamar al día siguiente.

– Lo siento -dijo-. Siento lo de ayer.

– No pasa nada.

– Oye, si pago yo las vacaciones, ¿servirá de algo?

Fergus sintió una oleada de rabia hacia ella.

– No, Clio, no servirá de nada. Para empezar, tendré que trabajar de todas formas. Ahora tengo un cliente. Además, no quiero que me mantengas.

– ¡No seas tonto! Me gustaría invitarte.

– Pues a mí no me gustaría. Por muy buena intención que tengas. Tengo una empresa, Clio. Sé que te cuesta reconocerlo, y que para ti es poco más que un burdel…

– ¡No es verdad!

– Pues ése es el mensaje que transmites, y muy claro. Aunque no te des cuenta. O sea, que vamos a darnos un poco de tiempo, ¿de acuerdo?

– Totalmente de acuerdo. Sólo quería consolarte por si pensabas que tenías que haber presionado a Kate.

– Eso que has dicho es un golpe bajo -dijo él, y colgó.

Jocasta estaba deambulando por el supermercado cuando cayó en la cuenta, con tanta fuerza como si la hubiera atropellado un camión. La dejó casi tambaleante.

Se sentía fatal. Estaban a mediados de agosto y todo el mundo estaba fuera de la ciudad. No podría haber visto a ninguno de sus amigos de haber querido. Tenía que retomar el contacto con todos ellos en septiembre, no podía seguir evitándolos. Aunque eso representara reconocer que su matrimonio se había acabado.

Incluso Clio parecía evitarla. Había estado rara, casi distante. Cuando Jocasta se lo había pedido, había dicho que no le apetecía ir a Londres el fin de semana, y tampoco la había invitado a ir a Guildford.

No sabía nada de Nick, ni siquiera la prometida postal. Cada día se decía que le llamaría pero nunca lo hacía. No podía. No quería que pareciera que le atosigaba.

No sabía nada de Gideon, tampoco, ni de sus abogados, pero había salido una foto suya en el Evening Standard, el día anterior, sonriendo y con aspecto de estar satisfecho consigo mismo. Parecía mucho más feliz que Jocasta. El pie decía que se iba a un viaje de trabajo a la Costa Este de Estados Unidos. Jocasta pensó en las casas que había elegido para visitar con él y por un momento se sintió muy triste, en lugar de furiosa. Podría haber ido con él y podrían haberlas visitado juntos, tal vez incluso habrían elegido una. Eso le habría dado algo que hacer.

Y a continuación vino el pensamiento realmente horrible: que quizá no era demasiado tarde. Lo había apartado con rapidez, pero seguía molestándola. Sin duda estaba fatal.

Venga, Jocasta, concéntrate. Café, té, un poco de leche. La que tienes está pasada. Pan, ya tienes. Artículos de tocador: champú, jabón, tampax, y entonces se dio cuenta.

No, qué tontería. Un día, un día de retraso: bueno, dos días. De hecho, se acordaba perfectamente de la última vez, porque era la noche que había dejado a Gideon, ese jueves horrible, horrible. Dos días no era nada. Nada.

Aunque sí es algo cuando eres tan regular que podrías ajustar el reloj de acuerdo con tu ciclo. Era por la píldora, claro. No tenía por qué preocuparse: tomaba la píldora. No te quedas embarazada con la píldora. No te quedas. A menos que hayas olvidado tomarla. Y ella no lo olvidaba nunca, nunca, porque era demasiado importante.

O -y éste fue el segundo atropello de camión- a menos que tengas el estómago revuelto. Como lo había tenido ella. Muy revuelto, y vomitaras y tuvieras diarrea durante dos días. Y no se había tomado la maldita píldora un día. De hecho, dos. Decidió que daba igual, ya que no tenía relaciones.

Pero sí las había tenido. ¿O no? Con Nick, había hecho el amor con Nick, de una forma increíble, pocos días después de que se le revolviera el estómago en medio del ciclo.

Dios mío. ¡Dios mío!

Un poco de calma, Jocasta. Sólo es un día de retraso. De acuerdo, dos días. No es nada. A veces pasa. A ella quizá no, pero a otras mujeres sí, así que a ella también podía pasarle. Sólo era eso: un retraso.

De todos modos, no valía la pena preocuparse. Podía hacerse una prueba. Te la podías hacer el primer día de retraso de la regla, y tenía un noventa y ocho por ciento de precisión. Iría a una farmacia, compraría un test, se iría a casa y saldría negativo y todo estaría bien y seguro que le vendría la regla inmediatamente.

Miró el reloj: las cinco y veinte. Si iba directamente a la farmacia de North End Road, llegaría a tiempo.

Cuando llegó a la farmacia habían cerrado.

Eso representaba ir a una farmacia de guardia o esperar al día siguiente. No había color. Había una en Wandsworth: abierta hasta las siete, estaba segura. Pero cuando llegó también estaba cerrada: los sábados cerraban a la una, le informó un rótulo presuntuoso. Se fue a casa y se puso a buscar frenéticamente en las Páginas amarillas.

Kate se estaba arreglando para salir con Nat.

Era extraordinario cuánto más feliz se sentía, de repente, al saber que Josh era su padre, al saber que había querido decírselo, y que quería ser amigo suyo. Le había dicho: «No me siento como si fuera tu padre, al menos no todavía. Es muy raro. Tal vez podríamos empezar siendo amigos».

Kate le había gustado mucho. Nunca había abrigado la ilusión de echarse en brazos de sus padres biológicos, sólo quería saber quiénes eran y averiguar cómo había ocurrido. No era precisamente agradable enterarse de que eras producto de un romance de vacaciones, pero eran muy jóvenes, apenas un poco mayores de lo que era ella en ese momento.

Por lo que le había contado Josh de Martha, se había dado cuenta de que no la conocía mucho. Le habría gustado más que se tratara de un romance apasionado y prohibido. Pero Josh era un encanto, aunque fuera un poco tontorrón, y por eso estaba segura de que le había gustado bastante Martha, que no había sido sólo sexo. Y de haber sabido que ella existía, habría ayudado a Martha. Era evidente. Nunca sabría por qué Martha no se lo había contado, nunca sabría muchas cosas, pero estaba descubriendo que muchas personas querían a Martha, que tenían una gran opinión de ella. Eso era bueno. Nadie quería que su madre fuera una mala pécora redomada. Ella quería que fuera simpática. Y Ed, tan guapo, y tan simpático también, él amaba de verdad a Martha. Nunca había visto llorar tanto a un hombre como él en el funeral. La había impresionado mucho.

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