Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Eso también encajaba: no podía, entonces no. Entonces era demasiado tarde, él podía estar en cualquier parte y ¿qué podría haber hecho? Y después… Clio entendía por qué no había podido después. La humillación, el reconocimiento de su incompetencia, perseguir al glamuroso Josh, que no la querría, que se quedaría horrorizado, diciendo: «Haz algo, voy a tener un hijo tuyo», o peor: «He tenido un hijo tuyo». Algunas chicas lo habrían hecho, no lo considerarían una humillación, sino un derecho, una petición de justicia. Martha, no.

Se adormeció enfebrecida, y se despertó cuando el coche se paró y vio que Fergus le sonreía.

– ¿Qué te da vueltas por la cabeza? No has parado de murmurar tonterías.

– He tenido una pesadilla -dijo, esforzándose por sonreír-. Lo siento. ¿Podemos parar y tomar un té? Tengo un dolor de cabeza horroroso.

Gideon Keeble llegó a la casa de Kensington Palace Gardens a las siete, agotado y de un humor de perros. Esperaba encontrar a Jocasta aguardando su llegada con la cena preparada. En cambio se encontró una casa vacía y una nota para la señora Hutching: «Señora Hutching, no se preocupe por la cena, salgo. Hasta mañana. JFK.»

Estaba encantada con sus nuevas iniciales, pensó él, momentáneamente menos irritado.

Fue al estudio, esperando encontrar una nota de Jocasta. No había ninguna. Ni en el dormitorio, ni en el vestidor. La llamó al móvil, le salió el contestador. Comprobó su contestador, no tenía mensajes.

Es virtualmente imposible que las personas muy -o incluso no tan- ricas no esperen obtener lo que quieren, cuando lo quieren. Pueden considerarse a sí mismas personas razonables, pacientes y de buen carácter, pero la realidad es que las personas que dependen de ellos trabajan para hacerles la vida tan agradable que no necesiten ponerse irracionales, impacientes o difíciles. El proceso es directamente proporcional a lo ricos que son, y Gideon Keeble era muy muy rico. Como aquella noche nadie estaba haciendo ningún esfuerzo para hacerle la vida agradable, perdió los nervios por completo.

No los perdió de inmediato. Hizo bajar a la señora Hutching de su apartamento y le pidió, de forma muy amable, una cena ligera. No le preguntó si sabía dónde estaba Jocasta, porque eso habría sido humillante. Después se fue al estudio a trabajar y la esperó. No tardaría; seguramente le llamaría.

Tardaba ya mucho y no había llamado. Su teléfono seguía teniendo el contestador puesto.

No le dejó ningún mensaje; eso también le parecía humillante.

A las diez, agotado, se fue a la cama. A las once y media oyó un taxi que paraba fuera. La oyó entrar, oyó que se paraba, seguramente mientras la señora Hutching le decía que él había vuelto, la oyó subir corriendo. Entró en la habitación, ruborizada; era evidente que había tomado más de una copa de vino. Le sonrió insegura.

– Hola.

Se agachó para darle un beso. Él olió el vino en su aliento. No era muy atractivo.

– Hola, Jocasta. ¿Dónde has estado?

Logró que sonara despreocupado. Vio que se relajaba.

– Nada…, cenando.

– ¿Con quién?

– Con amigos.

– Ah, claro. ¿Qué amigos? ¿Nicholas Marshall entre ellos?

– Sí, era uno de ellos.

– ¿Y había más?

– Claro que había más. Gideon, he tenido un día horrible. Tú no estabas, no quería estar sola en casa…

– ¿Qué amigos?

– Gente del periódico. No les conoces. ¿Qué pasa? ¿Eres de la Inquisición?

– Creo que tengo derecho a saber con quién has estado.

– No me digas. ¿Derecho? Suena muy anticuado.

– ¿De verdad? Resulta que yo creo que como marido tengo derechos. Anticuados, sí. Pero también razonables. Veo que tienes un punto de vista diferente.

– Oh, Gideon, para. -Parecía agotada; se sentó en la cama. Ya no estaba ruborizada y parecía muy cansada-. He tenido un día terrible. No te puedes imaginar lo triste que ha sido, el funeral y todo eso.

– Me lo imagino. Pero yo también he tenido un día terrible. Intentando encontrar un vuelo, cambiando en lugares absurdos como Múnich, y todo para llegar antes a casa. ¿Qué me encuentro? Una casa vacía, sin una nota, sin ningún preparativo para mi llegada y tú fuera con tu anterior amante…

– Gideon, no. Por favor, no.

– ¿No qué?

– No hagas eso. Es muy peligroso.

– ¿Qué?

– Insinuar que he vuelto con Nick.

– Pero no es peligroso, supongo, que estés con él. Como estuviste el otro día.

– ¿Que yo qué?

– Estuviste con él el domingo por la mañana. Te pregunté dónde estabas y dijiste que en su piso.

– Gideon, joder, no estaba en su piso.

– No me hables así.

– Es que me sacas de quicio. Estaba disgustadísima, necesitaba estar con alguien. Fuimos a tomar un café.

– Ah, claro. Y esta noche reconoces que has estado con él.

– Sí, he estado con él. Y con diez personas más. En un bar del Soho. Si quieres les llamamos para que hagan de testigos.

– Sal de aquí -dijo él de repente, apagando la luz y dándole la espalda-. Vete. Estoy muy cansado y necesito dormir.

Jocasta salió.

– No sé si podré soportarlo -dijo llorosa a Clio al día siguiente por teléfono-. Empiezo a pensar que he cometido un gran error.

Clio tenía la consulta llena y no podía dedicarle la atención que el asunto requería. De todos modos le parecía una tontería.

– Jocasta, no seas tonta. Me has dicho mil veces que le querías, que no supiste lo que era el amor hasta que…

– Sí y es cierto. Le quiero. Mucho. Pero no sé cómo puedo vivir con él, ser su esposa. Es una vida horrible, espantosa, inútil, y no la soporto.

– Pero, Jocasta, ¿no te parece un poco… infantil?

– Oh, no empieces tú también. Es lo mismo que dice Gideon.

Clio sintió una punzada de simpatía por Gideon.

– Oye, Jocasta, ahora no puedo hablar. Tengo pacientes esperando. Te llamaré más tarde. Tranquilízate. Te sentirás mejor más tarde.

– ¡Estoy muy tranquila! -dijo Jocasta alzando la voz-. Y no me voy a sentir mejor. Si llego a saber que vas a decir esas chorradas no te lo cuento.

Y colgó. Casi agradecida, Clio apretó el intercomunicador para que pasara el siguiente paciente.

Cinco minutos después, Jocasta intentó llamarla otra vez. La recepcionista le dijo que la doctora Scott estaba con un paciente y que le daría el recado de que la llamara. Jocasta se echó a llorar.

Gideon se había ido a trabajar a las siete, sin despedirse. Se sentía angustiosamente sola, y enfadada consigo misma por ser tan antipática con Clio, con lo buena que era. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿En qué estaba convirtiéndose? En una niña mimada, que no tenía nada que hacer. Como las otras tres señoras Keeble, quizá. Qué difícil era estar casada, por Dios. De haberlo sabido…

Sonó el teléfono y se abalanzó a contestar. Clio. Gracias a Dios.

– Clio, lo siento…

Pero no era Clio, era Gideon.

– Lo siento, mi amor -dijo Gideon-. Perdóname. Me he comportado como un niño.

– Yo estaba pensando lo mismo -dijo Jocasta, riendo entre lágrimas-, de mí misma, quiero decir.

– No, no, no es verdad. Tuviste un mal día y yo debería haber sido más comprensivo. ¿Qué puedo hacer para que vuelvas a quererme?

– Pues…

– ¿Qué tal si almorzamos juntos?

– ¿Almorzar?

¿Eso era lo mejor que podía ofrecer?

– Sí. He pensado que podríamos ir al Crillon.

– ¿Al Crillon? Gideon, está en París.

– Ya lo sé.

– Pero… si son casi las diez.

– Eso también lo sé. Si puedes ir a City Airport, nos vemos allí dentro de una hora. Tenemos mesa reservada a la una. Por favor, dime que vendrás.

– Puede ser -dijo Jocasta.

Fue un gran almuerzo. Al final ella se incorporó por encima de la mesa y le besó.

– Gracias. Ha sido… fabuloso.

– Bien. ¿Estoy perdonado?

– Del todo. ¿Y yo?

113
{"b":"115155","o":1}