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La familia asiática estaba sola en un rincón, con aspecto perdido. Se acercó a ellos con los volovanes, pero los rechazaron.

– ¿Qué relación tienes tú con la familia? -preguntó el hombre.

Kate les dio la respuesta que tenía preparada, y como sentía curiosidad les preguntó de qué conocían a la señorita Hartley. La llamó así porque Martha le parecía demasiado familiar.

– Se portó muy bien con mi esposa -dijo el hombre-. Ha muerto, pero trabajaba para la señorita Hartley, limpiando la oficina, y siempre fue muy amable con ella y mostró un gran interés por Jasmin, mi hija, y por sus estudios. Le dio libros suyos para que pudiera estudiar. Además visitó a mi esposa cuando estaba en el hospital, y se peleó con las autoridades por ella, intentó que la trasladaran a otra ala; era muy amable.

Kate sonrió y se fue con la bandeja, sintiéndose más desorientada y disgustada que nunca. Jocasta apareció a su lado y dijo:

– Creo que podemos marcharnos dentro de diez minutos, Kate. Seguro que a ti no te importa y aquí ya no hacemos nada. Me despediré de los Hartley y nos vamos.

En ese momento oyó que alguien decía:

– Tú debes de ser Kate. ¡Hola, soy Ed!

Kate se volvió y tuvo la sensación de estar viendo una foto de una revista o algo así. Era el chico guapo de la iglesia; era rubio y alto, y tenía una sonrisa asombrosa, y aunque llevaba traje, no era un traje de mayor, sino un traje enrollado: azul marino muy oscuro, con una rayita verde oscuro, y una camisa azul claro, del color de sus ojos. A Kate le temblaron las piernas. Deseó no llevar puesta esa ropa de señora.

– Hola -dijo, sonriéndole. Le estrechó la mano preguntándose alocadamente quién sería y que tenía que ver con el funeral.

Entonces él dijo:

– Me alegro mucho de conocerte. Soy… el amigo de Martha. Bueno, lo era. Ha sido un detalle que hayas venido.

Claro, ahora se acordaba de que Jocasta le había hablado de él, como le había hablado de muchas personas por el camino, y por supuesto sabía que el novio de Martha estaría allí, pero no esperaba que fuera así, sino más bien como el tipo de Nueva York que había leído el evangelio. No tan guapo como un modelo de un anuncio de Eternity de Calvin Klein. ¿Cómo se las había arreglado Martha para tener un novio así? Por lo menos tendría diez años menos que ella. Qué raro.

También era raro estar hablando con él. Seguramente él sabía quién era Kate y ella empezaba a sentirse como si hubiera entrado en una película desconocida.

– Oh, hola, Ed. Me alegro de verte. -Era Jocasta. Le besó y le dio un abrazo-. Veo que has conocido a Kate.

– Sí. Gracias por venir, Jocasta, me he alegrado mucho de verte.

– Era lo menos que podía hacer -dijo Jocasta-, siento mucho que Gideon no haya llegado a tiempo. Está retenido en Canadá. No te preguntaré cómo estás, porque tiene que ser espantoso. Te llamaré dentro de unos días y saldremos a cenar con Clio. Aunque si no te ves con ánimos, lo comprenderemos, por supuesto.

– Me gustaría -dijo-, gracias, pero no sé cómo estaré dentro de unos días.

– Puedes decidirlo una hora antes -dijo Jocasta, dándole otro beso-, media hora si quieres, o cinco minutos. Nos vamos, Ed. Nick ha tenido un pinchazo al venir y tiene que volver a trabajar, y he prometido seguirle hasta Londres, por si pincha otra vez. He hablado con la pobre señora Hartley. Está muy ida, me parece que no tenía ni idea de quién era.

– No, está en un estado lamentable, pobrecilla. En fin, os dejo. Gracias de nuevo. Vosotras dos podríais ser hermanas -dijo de repente, y añadió-: Perdona, Kate. Supongo que eso no es un cumplido para ti.

– Pero para mí sí -dijo Jocasta-, así que gracias. Nos lo dicen continuamente. ¿A que sí, Kate? Es por el pelo.

Salieron en convoy. Clio dijo que no se encontraba bien y que se alegraba de poder marcharse. Parecía estar realmente mal, pensó Jocasta, agotada y muy pálida. Lo cierto es que llevaban un día infernal. Ella misma no se encontraba demasiado bien. Se preguntaba cuándo llegaría Gideon a casa. No le apetecía mucho hacerle un gran recibimiento.

Al llegar a Londres, Nick se alejó despidiéndose con la mano, y Josh subió al coche de Jocasta. Kate se sentó detrás. Había dormido y le dolía la cabeza.

– Pobrecilla. ¿No te encuentras bien?

– Sí, estoy bien. Sólo estoy un poco despistada. Pero no me apetece hablar. Aunque me alegro de haber ido.

– ¿Has decidido lo que vas a hacer con el contrato? -le preguntó Jocasta.

– No, no puedo. Todos piensan que estoy loca, tratándose de tanto dinero, pero en cierto modo estoy de acuerdo con mi madre. Es demasiado, da miedo.

– ¿De qué se trata? -preguntó Josh.

– Le han ofrecido una fortuna para hacer de modelo de una marca de cosméticos -contestó Jocasta.

– ¿Cuánta fortuna?

– Muchos ceros -dijo Jocasta brevemente, mirándolo de soslayo.

– ¿Por qué no quieres hacerlo, Kate?

– No estoy segura de no querer, pero me siento como si estuviera hipotecando mi vida.

– Hazme caso a mí, Kate -dijo Josh, volviéndose para mirarla-, si no estás segura, no lo hagas. No vale la pena hacer un trabajo que no te gusta sólo por el dinero. Yo lo sé. Me he pasado la vida haciendo eso exactamente. Pregúntate si lo harías gratis. O por poco dinero. Ésa es la prueba.

Kate se quedó un rato callada y luego dijo:

– Creo que no lo haría. En realidad es muy aburrido. Todo el mundo piensa que es muy glamuroso, pero no lo es. No soporto el rollo ese de dónde te han puesto el Botox, y estupideces así. Y comportarse como si los vaqueros fueran una religión.

– ¿Qué? -preguntó Josh riendo.

Kate le contó lo de Rufus y Jed, sus cuchicheos, y también le habló de Crew.

– Están todos como una cabra. No como Marc, que era encantador; el que hizo las fotos para el Sketch -añadió para Jocasta-. Él es muy normal. Aunque en este ramo lo raro es lo normal.

– Deberías ser escritora -dijo Josh-, como mi hermana. Tienes mucha gracia.

– Lo pensé una temporada -dijo Kate, como si tuviera cuarenta y cinco años- pero no creo que sirva. Lo que sí me gustaría es ser fotógrafa. Eso sí me parece divertido. Estás haciendo algo de verdad. Creando algo. No estás todo el día sentada.

– Es curioso -dijo Josh-. Es lo que yo he dicho siempre que me gustaría hacer si pudiera volver a empezar. ¿Te acuerdas de las fotos que traje de Tailandia, Jocasta? Algunas eran muy buenas. El otro día las estuve mirando.

– No me acuerdo -dijo Jocasta.

– En fin, Kate, creo que has elegido bien. Mejor que hacer de modelo. Mira, tengo un montón de cámaras muy buenas que no utilizo. Algunas son un poco antiguas, pero son las que usan los buenos, nada de tonterías automáticas.

«Compradas por tu padre -pensó Jocasta ásperamente- cuando era la moda del mes.»

– Te puedo dar una, si quieres, para que practiques -decía Josh-. Y puedo darte un par de lecciones.

– Josh -dijo Jocasta, en tono de advertencia.

Le lanzó una mirada gélida. Se daba cuenta de que se había encaprichado con Kate. No tenía remedio. No comprendía cómo Beatrice lo soportaba.

En el trayecto de vuelta a Londres, Janet Frean se puso mala varias veces. Al llegar a casa, se encerró en su habitación y se negó a salir. Bob hizo un esfuerzo para interesarse por ella. Había hecho lo que tenía que hacer, asistir al funeral de la mujer a la que probablemente se daba cuenta de que había ayudado a matar, y ahora tenía que enfrentarse a sus demonios. Le preparó un té, le dijo que se lo dejaba en la puerta y se fue con sus hijos.

Clio no sabía qué hacer. Podía equivocarse. Tal vez Josh no se había acostado con Martha y no era algo que se pudiera preguntar así como así. No tenía ninguna prueba. Jocasta siempre decía que el único parecido entre ella y Kate era el pelo. Sería espantoso si se equivocaba, si le acusaba de algo de lo que era totalmente inocente. Aunque fuera verdad, ¿a quién beneficiaría que se supiera ahora? Sólo le crearía problemas en su matrimonio y ya tenía bastantes. Tal vez debería callar. Pero sabía, con la seguridad que se saben algunas cosas, que no se equivocaba. Había algo más que el parecido del pelo: era la sonrisa, la forma de estar, y una sensación general. Todo encajaba. De haber sido un chico al que Martha hubiera conocido durante el viaje, lo habría dicho. Ella había dicho…, ¿cuáles habían sido sus palabras exactas?: «No podía habérselo dicho de ninguna manera. De ninguna manera».

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