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Un hombre, el propio Lassiter, espera de pie a que los asistentes le den el pésame. La primera en acercarse es una desconocida, una mujer rubia muy atractiva vestida de negro que lleva un sombrero del que cae un fino velo.

Lassiter despertó de su ensueño y miró la imagen en la televisión. Luego cerró los ojos para intentar capturar el recuerdo.

El hombre de la película no sabe por qué, pero hay algo que le resulta familiar en la mujer que le está dando el pésame. Quizá sea una de las vecinas de Kathy, o la madre de alguno de los compañeros de colegio de Brandon. El niño que tiene cogida la mano de la mujer es más o menos de la misma edad que Brandon. Tiene el pelo oscuro y rizado y la tez mediterránea. Lassiter se inclina hacia la mujer y le pregunta: «¿La conozco?» Ella mueve la cabeza, y dice: «Conocí a su hermana… en Europa…»

Lassiter tocó sin querer la tecla de pausa, y la cinta de vídeo volvió a ponerse en marcha. Calista se metió la llave en el bolsillo, se abrió camino entre los asistentes y…

El sonido estaba altísimo. Lassiter tenía la sensación de que alguien había subido el volumen dentro de su cabeza. Apagó el televisor e intentó pensar. Estaba seguro de que la mujer se había presentado durante el funeral, pero no conseguía recordar el nombre. No conseguía recordarlo ni aunque su vida dependiera de ello.

Se levantó, cogió una cerveza y volvió a sentarse en el sillón. Calista Bates, o Marie A. Williams, o como quiera que se llamara, estaba viva en noviembre. Y su hijo también. Pero ¿seguirían vivos? Y, de ser así, ¿dónde estarían?

Buck entró en la habitación con un cubo lleno de hielo.

– Gracias por esperar -dijo señalando hacia la pantalla oscura del televisor.

Se acabaron la pizza y la mayoría de las cervezas mientras veían el resto de la película. Al principio, Lassiter se concentró en los rasgos de Calista, intentando recordar su nombre, pero al final acabó olvidándose de todo y se metió de lleno en la película, riéndose y esperando cada nuevo codazo de Buck.

Cuando acabó la película, Lassiter se duchó mientras Buck hacía unas llamadas telefónicas. Después vieron las noticias y unos minutos de un partido de baloncesto; los Knicks de Nueva York le estaban dando una soberana paliza a los Bullets de Washington. Finalmente Buck se levantó.

– Bueno -dijo. -Me voy a dormir. Pero estaré aquí al lado, así que…, si necesita algo…, ya sabe.

Woody solía usar la misma expresión. Al pensar en Woody, Lassiter se acordó de algo, o casi se acordó de algo. Fuera lo que fuese, no lograba acordarse del todo. Y había algo más, algo relacionado con Marie A. Williams. Y, entonces, por fin cayó en ello.

¿Y si había sido Grimaldi quien había solicitado la otra consulta del historial financiero de Marie A. Williams?

Lassiter se levantó y cogió su maletín. Sacó el historial de Marie A. Williams y miró la última página.

«Consultas: 19-10-95. Allied National Products (Chicago).»

Chicago. Ése era el territorio de Sin Nombre.

De no ser por la llamada de teléfono que Grimaldi había hecho al hotel Embassy Suites de Chicago, donde tenía una habitación a nombre de Juan Gutiérrez, Lassiter nunca habría descubierto la verdadera identidad del italiano. Volvió a mirar la fecha de la consulta. Se había hecho una semana antes de las muertes de Kathy y Brandon.

Pero eso no probaba que Grimaldi fuera el responsable. Lassiter también había hecho sus propias indagaciones a través de la empresa de información de Florida. De todas formas, si alguien quisiera encontrar a Marie A. Williams y sólo tuviera su vieja dirección, consultar su historial financiero sería uno de los pasos lógicos. Con un poco de suerte, incluso podría conseguir su nueva dirección o, al menos, los números de sus tarjetas de crédito. Alguien como Grimaldi podría seguir fácilmente una pista con los recibos de una tarjeta de crédito. A no ser que la mujer estuviera huyendo. Y Marie Williams estaba huyendo. Y por eso se había deshecho de sus tarjetas. Algo que, probablemente, le había salvado la vida.

Pico, el conductor, era un apuesto cubano que hablaba poco. Por la mañana los llevó a Lassiter Associates en un tiempo récord, deslizándose por las abarrotadas y heladas calles del centro con la misma agilidad que Michael Jordán por una cancha de baloncesto.

Mientras Buck esperaba sentado fuera del despacho, sonrojando a Victoria con su presencia, Lassiter llamó al departamento de investigación y le pidió a uno de sus empleados que hiciera una consulta del historial financiero de Kathleen Anne Lassiter, con domicilio en el 132 de Keswick Lañe, Burke.

Su empleado vaciló unos instantes. Después dijo:

– Pero ¿no es…?

– Sí -lo interrumpió Lassiter.

– Está bien. Ahora mismo me pongo a hacerlo.

Después, Lassiter llamó a Woody.

Al despertarse en el hotel se había acordado de Woody, o, mejor dicho, de uno de sus hermanos: Andy o Gus u Oliver.

Cuando Joe Lassiter y Nick Woodburn iban juntos al colegio St. Alban’s, la familia de Woody era famosa. Pero no lo era por razones políticas, como la familia de Lassiter, sino por su tamaño, por su gran tamaño.

Eran once hermanos, siete varones y cuatro mujeres, algo que resultaba tan extraordinario en los círculos de Washington en los que se movían, que los chicos del colegio se inventaron una especie de cancioncilla que perseguía a Woody y a sus hermanos dondequiera que fueran: «Tienen once hijos y ni siquiera son católicos, ni siquiera son católicos, ni siquiera son católicos.»

A los amigos de Woody les gustaba especular sobre las razones por las que la señora Woodburn estaba siempre embarazada. También tenían la costumbre de calcular el coste de los gastos familiares en enseñanza cada vez que un nuevo retoño Woodburn entraba en uno de los caros colegios privados de Washington. Lassiter se pasó la mitad de su infancia en la casa que los Woodburn tenían en Georgetown, donde, entre amigos y primos, había suficientes niños para jugar a policías y ladrones a escala monumental.

No tardó en localizar a Woody en el Departamento de Estado.

– Ahora no puedo hablar -dijo Woody. -Estoy en una reunión.

– No quiero hablar contigo -replicó Lassiter, -sino con uno de tus hermanos.

– En otras circunstancias me encantaría intentar adivinar cuál de ellos, pero ahora estoy demasiado ocupado.

– El que trabaja en esa revista sensacionalista.

– ¿Con Gus? Habría sido el último en que hubiera pensado. Apunta su número.

Resultó mucho más difícil encontrar a Augustus Woodburn, editor jefe de la revista National Enquirer, que a su hermano en el Departamento de Estado. Finalmente Lassiter se tuvo que conformar con la promesa de una secretaria de que le diría a «A. W.» que había llamado.

A Gus siempre le había fascinado el periodismo. Primero dirigió el periódico del colegio St. Alban’s, el Bulldog. Después trabajó como becario en el Washington Post y dirigió el periódico de la Universidad de Yale hasta su último año de carrera, cuando lo dejó todo para casarse con una esquiadora acuática profesional. Se mudó a Florida, donde su mujer trabajaba en un parque acuático, y encontró trabajo en el Enquirer.

En cualquier otra familia, Gus habría sido la oveja negra. Pero el clan de los Woodburn era tan numeroso que a los padres no les quedaba más remedio que mostrar cierta indulgencia. Además, como decía Woody: «Es increíble la cantidad de gente que conoce a ese chico.»

En el hotel, Lassiter había visto la cara de Gus en la televisión mientras cambiaba de un canal a otro. Estaba en una de esas tertulias en las que todo el mundo parece hablar a gritos. Lassiter hubiera cambiando inmediatamente de canal, pero dio la casualidad de que en ese momento estaban presentando a «Augustus Woodburn, editor jefe del National Enquirer». La tertulia trataba sobre la ética en los medios de comunicación.

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