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CAPÍTULO 14

Sentado en el asiento trasero del taxi que le llevaba desde el aeropuerto de Baltimore a su oficina, Lassiter estuvo pensando en Nick Woodburn. Cuando eran dos colegiales, Joe y Woody habían sido íntimos amigos. Los dos habían crecido en Georgetown, no demasiado lejos de Dumbarton Oaks. Habían ido a los mismos campamentos de verano y a los mismos colegios privados. Los tres primeros años de enseñanza secundaria habían formado parte del equipo de atletismo de St. Alban’s y, si Woody no hubiera estado a la altura de su reputación, también habrían corrido juntos el último año. El «incidente», como acabó conociéndose en el colegio, tuvo lugar unas dos semanas antes de las carreras de Penn Relays, cuando un grupo de padres que estaban visitando el colegio se tropezó, literalmente, con Woody y una chica follando en el huerto de detrás de la mismísima catedral. Hubo exclamaciones de asombro, risitas y gritos escandalizados; un asunto que, en última instancia, hizo que Nick Woodburn tuviera que estudiar su último año de colegio en el estado de Maine.

Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que Woody acabaría mal o, como decía un compañero de clase: «Nunca lo aceptarán en ninguna parte; tiene más manchas rojas en su historial académico que una pizza.» Y, de hecho, sus solicitudes de ingreso a Harvard y a Yale fueron rechazadas, al igual que las de Princeton, Dartmouth, Columbia y Cornell. Puede que lo hubieran aceptado en Brown, pero Woody no mandó la solicitud; se negaba a ir a la misma universidad que Howard Hunt.

Al final, Woody fue a la Universidad de Wisconsin, donde destacó en atletismo y se graduó en filología árabe. Sacó todo sobresaliente y consiguió una beca Rhodes.

Después de Oxford, ingresó directamente en el Departamento de Estado. Trabajó dos años en Asuntos Políticos y Militares, desempeñando misiones de enlace entre Foggy Bottom y el Pentágono. Después de ocho años destinado en el extranjero -Damasco, Karachi y Jartum, -volvió a Washington a trabajar en el Intelligence Research Bureau, que, por alguna inexplicable razón, se conocía como el INR, en vez del IRB. Llevaba cuatro años trabajando allí y ya era el jefe del departamento.

Con algo menos de cien miembros fijos en nómina, el INR es al mismo tiempo el más pequeño y el más discreto de todos los departamentos que componen el servicio de información del gobierno federal de Estados Unidos. Como tal, es incapaz de cometer los pecados que han hecho famosos a los departamentos de mayor tamaño. No monta, por ejemplo, operaciones paramilitares, ni tampoco se dedica al espionaje electrónico; aunque, desde luego, aprovecha el botín de aquellos que sí lo hacen. No pone LSD en las bebidas de sus empleados ni envía asesinos a remotos palacios y selvas. Lo que sí hace, y lo hace brillantemente, es analizar la información generada por 157 embajadas estadounidenses esparcidas a lo largo y ancho del mundo.

Inevitablemente, cuando Joe Lassiter necesitaba algo imposible, como, por ejemplo, información de Italia durante la Semana Santa, llamaba a su amigo Woody.

– Woody, ¿adivina quién soy?

Al otro lado de la línea, Woody exclamó con entusiasmo:

– ¡Joe! ¿Qué es de tu…? -Un brusco cambio de tono. -Oye, siento mucho lo de Kathy. Estaba en Lisboa cuando pasó. ¿Te llegaron las flores?

– Sí. Llegaron. Gracias.

– Los periódicos decían que habían encontrado al tipo… Al que lo hizo.

– Sí. De hecho, es por eso por lo que te llamo. Necesito que me hagas un favor.

– Tú dirás.

– El asesino es italiano. He pensado que quizá tú puedas enterarte de algo. Yo voy a hacer todo lo que pueda y la policía también pondrá su granito de arena. Pero he pensado que…

– Por supuesto. Mándame lo que tengas por fax y te llamaré el lunes.

Hablaron un poco más, quedaron para comer juntos algún día y se despidieron. Lassiter se puso unos guantes y fue a su despacho a fotocopiar las páginas del pasaporte de Grimaldi. Al acabar, le mandó a Woody por fax una fotocopia del pasaporte. Después volvió a meter el pasaporte en la bolsa de Grimaldi y cogió un taxi al aeropuerto de Dulles para recoger su coche.

Durante el camino de vuelta paró en el Pareéis Plus que había en Tyson’s Córner, compró una caja grande, metió dentro la bolsa de Grimaldi y escribió la dirección del detective James Riordan en la central de policía del condado de Fairfax. Se inventó un remite falso a nombre de Juan Gutiérrez y pagó el envío al contado sin quitarse en ningún momento los guantes. Pensó que quizá debiera mandarle la caja a… ¿Cómo se llamaba? Pisarcik. Pero desechó la idea. El nombre de Pisarcik no había salido en los periódicos, así que nadie tenía por qué saber que el caso había cambiado de manos.

Lo más probable es que Riordan se imaginara quién había mandado la caja, pero no diría nada a no ser que pudiera probarlo, en cuyo caso se pondría hecho una fiera. Pero, a falta de pruebas, lo más seguro es que Riordan le pasara la bolsa de Grimaldi a Pisarcik sin más comentarios.

Cuando volvió a la oficina, Lassiter fue directamente al despacho de Judy y llamó a la puerta. Era sábado, pero se imaginó que ella estaría en su despacho; Judy era todavía más adicta al trabajo que él.

– ¡Adelante! -gritó Judy. Después, al ver quién era, contorsionó la cara dibujando una mueca de sorpresa digna de un cómic. Estaba hablando por teléfono, con el auricular apoyado en el hombro, mientras tecleaba algo furiosamente en el ordenador.

Lassiter apreciaba a Judy. Tenía la cara delgada, rasgos marcados, la nariz aguileña y una aureola rizada de pelo negro que tendía a caérsele, pues se pasaba el día tirándose de algún mechón, retorciéndose los rizos nerviosamente con el dedo índice. Era de Brooklyn y se le notaba al hablar.

– ¡Hola, Joe! -dijo al tiempo que colgaba el teléfono. -Siento haberte hecho esperar. ¿Qué tal va todo? -De repente se acordó y cambió de tono. -Lo que quería decir es que… ¿Estás bien?

– Sí, voy tirando. Escucha, quiero comentarte un par de cosas. Voy a estar fuera una temporada. -Judy empezó a decir algo, pero él la detuvo con un gesto de la mano. -Ya te lo explicaré todo el lunes. Bill Bohacker va a venir a Washington y… Resumiendo, él se va a encargar de la administración mientras yo esté fuera. Leo se va a encargar de los F y A y quiero que tú te encargues de todas las demás investigaciones.

– La verdad, no sé qué… Gracias.

– Otra cosa.

– Dispara.

– Hay una adquisición de American Express de la que también quiero que te encargues.

Judy parecía confusa.

– ¿American Express? No sabía que estuviéramos trabajando con ellos.

– No lo sabe nadie. Las conversaciones se han llevado en secreto.

– Está bien -dijo ella al tiempo que cogía lápiz y papel. -Dime detrás de quién van.

– Detrás de Lassiter Associates.

Judy se quedó mirándolo fijamente. Después se rió nerviosamente.

– Me estás tomando el pelo, ¿verdad?

Lassiter movió la cabeza.

– No. Quieren convertirnos en su departamento interno de investigación.

Judy reflexionó un instante. Por fin preguntó:

– ¿Y la idea te atrae?

Lassiter se encogió de hombros.

– No especialmente. Pero yo no formaría parte del trato. Se quedarían con la empresa, no conmigo.

– Así que vas a vender…

– Yo no diría tanto. Pero sí, tengo una oferta.

– Y quieres que yo la acepte.

– No. Quiero que negocies el mejor trato posible. Si se parece a la subida de sueldo que me sacaste en septiembre, nos haremos millonarios.

Judy sonrió.

– No estuvo mal, ¿verdad?

Lassiter hizo una mueca.

– No, para ti no estuvo nada mal.

Judy lo miró fijamente.

– Hablando en serio, Joe, ¿no crees que sería mejor que se encargaran de esto los abogados?

– No.

– Está bien.

– Antes de irme te pasaré una memoria con los puntos claves. No quiero que los abogados intervengan hasta que hayamos cerrado un trato. Incluso entonces, sólo después de que tú y yo hayamos hablado.

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