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Antes del viaje a Italia, Lassiter había intentado convencerla de que no fuese, de que se olvidara de quedarse embarazada. A esas alturas, ya llevaba tres años intentando ser madre y se había gastado más de sesenta mil dólares en el proceso. Era una obsesión que la estaba agotando, tanto física como emocionalmente. Cada vez parecía más frágil. La idea de que fuera a una remota clínica extranjera lo inquietaba, aunque había hecho indagaciones sobre la clínica y tenía una excelente reputación.

Al recibir la postal le había preocupado que la felicidad de Kathy acabara en una nueva decepción. Ya había ocurrido una vez antes, cuando había perdido el niño a los pocos meses de conseguir quedarse embarazada en una clínica de Carolina del Norte. Aquella vez Kathy se quedó desolada. Lassiter no quería que eso volviera a sucederle.

Cuando Kara Baker volvió a la c0cina se encontró a Lassiter leyendo la postal de su nevera:

Querida K…

Esto es precioso, y muy pacífico. Praderas y praderas de girasoles con las cabezas inclinadas por el peso. Mantén los dedos cruzados.

Un abrazo,

Tils

– ¿Qué…? -empezó a decir Kara Baker, pero, en vez de acabar la frase, se quedó mirándolo con una expresión extraña, como si no pudiera concebir tal falta de educación. Por fin, su boca dibujó una pequeña sonrisa, pero sus ojos lo contemplaron con frialdad. – ¿Sabe? Creo que será mejor que se marche.

– Lo siento -se disculpó él al tiempo que le enseñaba la postal como si estuvieran en una subasta. -Ya lo sé. Estoy leyendo una carta personal. Pero es que… Al guardar la nata en la nevera tiré unos papeles sin querer y al ver esta postal…

Ella se había puesto unos pantalones de chándal y un jersey viejo. Se notaba que había estado llorando mucho. Tenía los ojos rojos y la cara sofocada. Le quitó la postal de la mano a Lassiter, leyó lo que tenía escrito y le dio la vuelta. Se mordió el labio inferior y todo su cuerpo se estremeció en un suspiro.

– Éste es el pueblo donde estaba la clínica. Aquí es donde Tils se quedó embarazada de Martin. Por eso la guardé.

– Montecastello di Peglia.

Ella no pareció oírlo.

– De hecho, fui con ella para acompañarla en los momentos duros. Era precioso. Un pueblecito perfecto en Umbría. -Respiró hondo. -Ella estaba tan… feliz. Compré una botella buenísima de champán, pero, claro, ella no estaba dispuesta a beber ni una gota. Así que cogimos un taxi y derramamos la botella entera en el jardín de la clínica.

– ¿Qué le ha contado Roy de mí? -preguntó Lassiter.

Ella lo miró fijamente.

– ¿Roy? -Y entonces se acordó. -Ah sí, su compañero.

– ¿Le dijo por qué quería verla?

Ella se echó el pelo hacia atrás y frunció el ceño.

– Algo relacionado con su hermana -repuso. -Con su hermana y su hijo. -Kara parecía confusa. -Me dijo que podía guardar alguna relación con lo de Tils.

– La razón por la que he leído la postal es que…

– No se preocupe -lo interrumpió ella. -No pasa nada.

– No me entiende. ¡Escúcheme! Mi hermana me mandó la misma postal.

– …

– Mi hermana se quedó embarazada en la misma clínica. Después de intentarlo durante años, fue allí donde lo consiguió.

– Igual que Tils. -Kara tragó saliva. -La clínica Baresi. -Abrió los ojos de par en par y ladeó la cabeza. – ¿Y usted cree que…? ¿Qué es lo que está insinuando?

Lassiter movió la cabeza.

– No lo sé. Pero es extraño, ¿verdad? Matilda no le mencionaría nunca a un hombre llamado Grimaldi, ¿no? Franco Grimaldi.

Kara negó con la cabeza.

– No.

Lassiter le preguntó si podía hacer una llamada. Ella lo miró extrañada; después se encogió de hombros y señaló hacia las puertas correderas.

– Creo que me voy a dar un baño -indicó.

Lassiter observó cómo desaparecía al otro lado de la puerta antes de levantar el auricular. Tardó más de diez minutos, pero, finalmente, consiguió contactar con la central de policía de Praga. Después tuvo que volver a esperar mientras el detective Janacek se ponía al teléfono.

– Ne? -dijo Janacek.

– ¿Janacek? Soy Joe Lassiter, el amigo de Jim Riordan.

– Ah, sí -contestó el checo con tono inflexible. -Feliz Año Nuevo.

Lassiter le contó lo que había averiguado.

– Quiero que le pregunte a Jiri Reiner si su mujer acudió a una clínica de inseminación artificial para quedarse embarazada -dijo. -Y, si lo hizo, pregúntele a cuál. Quiero saber si fue a la clínica Baresi.

– Se lo preguntaré a pan Reiner -repuso Janacek. – ¿Me volverá a llamar usted?

– No le quepa la menor duda.

– Espere. No cuelgue. Llamaré a Reiner por la otra línea.

– Perfecto.

Lassiter permaneció varios minutos sentado con el teléfono en la mano, barajando mentalmente las posibilidades una y otra vez. Si la mujer de Reiner había concebido a su hijo en la clínica Baresi, el patrón sería indiscutible: alguien estaba exterminando, uno a uno, a los niños concebidos en esa clínica. Una masacre de inocentes. Pero ¿por qué? Estaba haciendo una lista mental, sopesando una razón improbable detrás de otra, cuando oyó la voz de Janacek a lo lejos y se llevó el auricular a la oreja.

– ¿Oiga? -dijo Janacek. – ¿Pan Lassiter?

Lassiter se dio cuenta de que estaba aguantando la respiración.

– Sí.

– Al principio, Jiri no quería contestarme. Me preguntó: «¿Por qué me pregunta eso?»

– Sí, ¿y?

– Yo le dije: «Jiri, han asesinado a su mujer y a su hijo. Contésteme a esta pregunta.» Y él… Él me dijo que se sentía mal…, como hombre. Por fin me dijo por qué se sentía mal: porque no pudo dejar embarazada a su mujer, porque ella tuvo que ir a una clínica. Yo tuve que insistir: «¿Qué doctor? ¿Dónde?» No le dije el nombre de la clínica. Por fin, él me dijo: «La clínica Baresi, en Italia.»

Lassiter respiró hondo.

– Dios santo -exclamó. -No lo puedo creer.

– ¿Ha estado usted en la clínica? -preguntó Janacek.

– Es mi próxima parada -contestó Lassiter.

Hablaron un poco más, y Lassiter le prometió al checo que lo mantendría informado. Justo cuando colgó, Kara Baker volvió a la cocina. Estaba envuelta en un albornoz blanco y tenía un aspecto fresco y aseado. Kara se acercó a él y apoyó la mano en el brazo de Lassiter mientras lo miraba con unos ojos que decían que no llevaba nada debajo del albornoz.

Lassiter se sorprendió a sí mismo moviendo la cabeza. Su propia indiferencia lo desconcertaba. Kara era una mujer realmente espectacular, pero, en vez de cogerla y estrecharla contra su cuerpo, le contó lo que le había dicho Janacek y le dio las gracias por el café y por su ayuda. Después se levantó para irse.

– No puedo agradecérselo bastante. Sin su ayuda, podría haber tardado meses en averiguar lo de la clínica. -Quién sabe -repuso Kara, fría como el hielo. Lassiter la miró y suspiró. -Tengo que irme -dijo. Y se fue.

CAPÍTULO 25

Lassiter estaba de pie junto a la ventana de su habitación, acariciando un vaso de Laphroaig mientras observaba cómo el viento empujaba la lluvia en el patio de debajo. Las rachas de viento golpeaban las ventanas en oleadas, como si la noche estuviera respirando: Inspirar… Espirar… Inspirar… Espirar.

De vez en cuando, un rayo rasgaba el cielo y un relámpago iluminaba la penumbra. De repente el patio se llenaba de luz, como si de un escenario se tratara, y, durante un largo instante, se podía ver perfectamente la lluvia golpeando la superficie encharcada del suelo, el resplandor de las paredes mojadas y las vagas siluetas de los edificios a lo lejos. Y, cuando el relámpago volvía a dar paso a la oscuridad, un trueno explotaba con tanta fuerza que el edificio parecía estremecerse.

Lassiter escuchó el siseo de la lluvia, agitó el hielo en el vaso y reflexionó sobre lo que sabía y lo que no sabía. Estaban asesinando a niños concebidos en una clínica de inseminación artificial de Italia. El asesino era un fanático religioso que, al parecer, trabajaba para una extraña asociación católica que se llamaba Umbra Domini.

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