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– Pues consúltalo con Derek.

– Parece mentira que no tengan nada mejor que hacer.

Lassiter se encogió de hombros.

– No -continuó Riordan. – ¡Lo digo en serio! Parece mentira que los malditos federales no tengan nada mejor que hacer.

– Sí, bueno… -Lassiter bebió un poco de café y cambió de tema. -Quiero preguntante una cosa -dijo.

– ¿El qué? -preguntó Riordan mientras removía el Bloody Mary con un palito de apio.

– Ya te lo he comentado antes. Es sobre la enfermera, Juliette. Sigue pareciéndome raro que tuviera las llaves del coche en el bolsillo cuando se montó en el ascensor con Grimaldi. Es que… No sé. Fue una casualidad tan afortunada para él… ¿Le preguntaste alguna vez por qué llevaba las llaves del coche en el bolsillo?

Riordan meditó un instante.

– No, la verdad es que no. Sé que te dije que lo haría, pero… Estaba bastante mal cuando la encontramos y, además…, como luego pusieron al frente del caso a Derek… La verdad es que no hablé con ella ni cinco minutos. -Se encogió de hombros. -Aunque estoy seguro de que le comenté a Derek lo de las llaves.

– ¿Y?

– La verdad, no me acuerdo. Supongo que no me hizo caso. Creo que dijo que él siempre llevaba las llaves en el bolsillo, que quizás ella tuviera la misma costumbre. Pero no sé si se lo preguntó a ella. -El detective agitó el hielo en el vaso y le pidió al camarero que le sirviera otra copa.

Lassiter frunció el ceño.

– ¿Lo comprobarás? -dijo.

Riordan hizo una anotación en el sobre que le había dado Lassiter: «Juliette. Llaves.»

– ¿Sabes si vivía cerca del hospital? -preguntó Lassiter.

– No -contestó Riordan. -Vivía lejísimos. En Maryland, cerca de Hagerstown.

Sus miradas se encontraron.

– ¿Y conducía desde tan lejos?

– De hecho, recuerdo que me dijo que estaba buscando un apartamento más cerca del hospital porque conducir desde tan lejos era un fastidio. Y tampoco es que lo hubiera hecho tantas veces.

– ¿Por qué dices eso?

– Porque era nueva. Sólo llevaba un par de semanas trabajando en el hospital.

– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que empezó a trabajar en el hospital después de que ingresaran a Grimaldi?

Riordan se frotó los ojos.

– Sí. La trasladaron desde… no sé dónde. También es mala suerte. Su segunda semana en el trabajo y la cogen de rehén. Todavía está bajo tratamiento psicológico.

– ¿No ha vuelto al trabajo?

Riordan movió la cabeza y bostezó.

– Está demasiado trastornada.

– Jimmy…

Riordan levantó las manos.

– Vale, vale. Ya sé lo que estás pensando -dijo. -Sólo llevaba dos semanas en el hospital, iba por ahí con las llaves en el bolsillo…

– Y además da la extraña casualidad de que vive en un pueblo donde Umbra Domini tiene un centro de retiro.

Riordan asintió con un suspiro.

– Tienes razón. Lo comprobaré, ¿vale? Pero yo que tú no me haría demasiadas ilusiones. -Riordan vació la copa de un trago. -Bueno, ¿y tú qué? ¿Vas a volver a casa por Navidad?

– No.

– ¿Y eso por qué?

Lassiter se encogió de hombros.

– No quiero enternecerte, detective, pero ¿para qué? No queda nadie. No me queda nadie. Toda mi familia está muerta.

– Y, entonces, ¿qué vas a hacer?

– No estoy seguro. Lo más probable es que vuelva a Roma.

– ¿A Roma? ¿Cómo que a Roma? Acabas de decirme que le han volado los sesos a tu compañero. ¿Es que quieres que te maten también a ti?

– Murió de asfixia, y no, no quiero que me maten. Nadie me va a buscar en Roma. Estaré más seguro allí que en ningún otro sitio. Si alguien quiere encontrarme, me buscará en Estados Unidos. Al menos eso es lo que haría yo.

Riordan empezó a decir algo, pero el sistema de megafonía anunció a todo volumen la salida de su vuelo. Era un aeropuerto pequeño y, cuando el anuncio fue traducido al alemán, Lassiter ya había pagado la cuenta y estaba al lado de Riordan en la fila del control de pasaportes.

– Ese asunto de tu amigo -dijo Riordan, -el chico de Roma…

– Bepi.

– Sí… -Riordan dejó de hablar mientras le daba la tarjeta de embarque y el pasaporte al policía. -Los cadáveres se están empezando a amontonar -comentó. El policía miró los documentos, selló el pasaporte y le devolvió todo con una sonrisa aburrida. Unos metros más adelante, un hombre calvo se estaba vaciando los bolsillos mientras una rubia esperaba para registrarlo. -Tu hermana y tú sobrino -dijo Riordan. -Eso hacen dos. Tres con Dwayne. Luego Bepi. Si su muerte de verdad está relacionada contigo, ya son cuatro. Y ni siquiera estoy contando a la mujer de Praga y a su hijo, pero con ellos serían seis.

Riordan volvió a fruncir el ceño y ladeó la cabeza como un perro que oye un sonido distante. Abrió la boca para decir algo más, pero el policía le instó a avanzar. La mujer rubia ya había acabado con el hombre calvo, y los viajeros se empezaban a amontonar detrás de Riordan. El detective dejó el maletín sobre la cinta transportadora, levantó las manos y dio un paso hacia adelante. Ante la irritación de los que lo seguían, se detuvo debajo del detector de metales y se dio la vuelta.

– Mantente en contacto, ¿vale? Quienquiera que esté detrás de todo esto, Grimaldi, o quien sea, sabe perfectamente lo que hace. Lo sabes, ¿verdad?

CAPÍTULO 23

Llegaron la Nochebuena y la Navidad, pero no pasó nada.

En Italia, las fiestas resultaban más tranquilas y familiares que en Estados Unidos. Sin la enorme carga comercial que rodea esas fechas, sin el compromiso de comprar regalos y acudir a fiestas, sin la obligación de sumergirse en la alegría navideña, el ambiente en Roma resultaba sereno, incluso pacífico. Los días se sucedieron sin nada que los diferenciara entre sí, y el día de Nochevieja no tardó en llegar.

Para Lassiter fueron días extraños e inconexos. Alquiló una suite en un hotel retirado, justo al norte de los jardines de Villa Borghese. Fue a la clínica dental que había en la viale Regina Elena, donde un dentista británico le extrajo lo que quedaba del diente que le habían roto en Nápoles, y se hizo una radiografía en el hospital internacional Salvator Mundi; aunque estaba magullado, no tenía ninguna costilla rota.

Comía solo en pequeñas trattorie y leía un libro de bolsillo de Penguin detrás de otro. Se levantaba tarde y salía a correr. Había pensado en contarle a la policía lo que sabía de Bepi, pero una breve conversación con Woody lo hizo cambiar de idea. ¿Qué le iba a contar a la policía? Sólo tenía sospechas, y contárselas a la policía italiana no parecía demasiado buena idea. Al menos eso es lo que pensaba Woody. Sí, se había hecho una purga en el SISMI, pero ¿hasta qué punto? Sin duda, Grimaldi todavía tendría amigos. Y quién sabe si no había alguna relación entre el SISMI y Umbra Domini. Ahora era mejor pasar inadvertido y esperar a que la polvareda se volviera a asentar.

Así que Lassiter pasó las Navidades sin dejarse ver. Llamaba a Estados Unidos cada dos días desde una cabina de la estación de tren, pero nunca había nada nuevo. Incluso las negociaciones con American Express estaban paradas hasta después de Nochevieja. «Realmente, no hay casi nadie trabajando. Todo está parado», le dijo Judy. Lassiter le dijo que lo entendía. Y era verdad.

También comprobaba los mensajes que tenía en el contestador automático: invitaciones a fiestas, llamadas del tipo «mantente en contacto» y felicitaciones navideñas de personas ni demasiado cercanas ni demasiado queridas. Mónica le dejó un mensaje alegre y cariñoso, Claire uno tenso y hostil. Pensó en llamar a las dos, pero realmente no tenía nada que contarles.

Algunas noches se quedaba sentado en el viejo sillón de brocado de su habitación de hotel y pensaba en su casa de McLean. Había leído en el Herald Tribune que había habido una gran nevada en Washington. Unas Navidades blancas. Pensaba en el camino de entrada y en el puentecito, en el riachuelo y en los árboles tapizados con nieve. Y, dentro de la casa, la noche pálida, iluminada por la nieve, resplandeciendo en los ventanales del atrio.

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