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A veces pensaba en Kathy y en Brandon. Empezaba a olvidar cómo eran físicamente. Pensar en Brandon lo deprimía. Era… Había sido… un niño alegre. Lo habría pasado fenomenal jugando con toda esa nieve. En un año o dos, Brandon habría empezado a jugar al fútbol. A Lassiter le hubiera gustado enseñarle. ¿Y por qué no? Brandon necesitaba un padre, aunque fuera postizo, ¿y quién mejor que Joe Lassiter, un miembro fundador de la Alianza?

Y después pensaba en Grimaldi. Y, después de Grimaldi, en la termita. Termita.

Entonces intentaba pensar en cosas menos traumáticas. El correo se estaría amontonando, rebosando del cesto donde lo dejaba su asistenta cuando él estaba fuera. Habría una montaña de revistas, catálogos y tarjetas de felicitación de despachos de abogados de Washington, Nueva York, Londres y Los Ángeles, pero ninguna de ellas incluiría la palabra Navidad. Simplemente dirían: «Felices fiestas.»

Tumbado en la cama, con la mirada clavada en el techo, Lassiter se dio cuenta de que realmente no deseaba volver a casa.

Hoy no. Ni mañana tampoco. Quizá nunca.

Tampoco le apetecía hacer turismo. Había ido un par de veces a los museos Vaticanos y la capilla Sixtina. Ambos eran impresionantes, pero Lassiter parecía haber perdido el interés por todo lo que no fuera Franco Grimaldi. Hacía los crucigramas del Herald Tribune y bebía demasiado vino tinto a la hora de cenar.

Y entonces llegó la víspera de Nochevieja, una noche que tradicionalmente se reserva para revisar el pasado y tomar resoluciones para el futuro. Esperó hasta las ocho y fue a cenar a una trattoria que había a una manzana del hotel. Le sirvieron calamares marinara, ensalada con hinojo, raviolis rellenos de piñones y espinacas y además cordero a la parrilla con salsa de menta. Pidió un café solo con un trocito de piel de limón y, después, la casa lo invitó a tiramisú y a una copa de Vin Santo.

Se bebió el vino, que era muy bueno, y dejó una abultada propina. Al volver al hotel encontró un viejo bar en un sótano con arcos de ladrillo. El bar, dominado por una inmensa pantalla de televisión, estaba lleno de hombres de clase trabajadora. Sus esposas no los acompañaban, pero sí había algunas mujeres con trajes muy coloridos, mucho rímel y uñas pintadas de color rojo brillante. No eran prostitutas, sino chicas de fiesta. Se reían mucho, pero las risas parecían forzadas. Por alguna razón, lo hicieron sentirse solo.

En el televisor había un partido de fútbol. Fiorentina-Lazio. Una cinta de vídeo. Obviamente, había ganado el Lazio, porque los hombres que llenaban el bar anticipaban cada momento de gloria local y cada ocasión de perfidia florentina, dándose codazos cada vez que estaba a punto de suceder algo mientras se quejaban de la incompetencia del árbitro.

Ya eran casi las once cuando Lassiter llamó al joven camarero y le dijo que quería invitar a todo el mundo a una ronda de champán. El camarero repartió las copas y, con la ayuda de dos clientes, sirvió una ronda de Moét Chandon. Los clientes levantaron sus copas y brindaron ruidosamente por él. Lassiter invitó a otra ronda y, cuando estaba a punto de invitar a la tercera, el camarero lo miró fijamente y movió la cabeza de un lado a otro. Después le pidió a Lassiter que le dejara su bolígrafo y escribió:

Moét Chandon: 14.400 lire

Asti Spumante: 6.000 lire

Después, el camarero le explicó con todo tipo de gestos que los ocupantes del bar estaban borrachos y que no sabían apreciar el Moét Chandon. Lassiter accedió, y el camarero sirvió una ronda de Asti Spumante sin que Lassiter apreciara ningún cambio en el ánimo festivo de los clientes del bar. Por fin llegó la medianoche y, con ella, Lassiter recibió una explosión de abrazos masculinos y muestras de afecto femenino. Cuando finalmente se levantó para marcharse, sólo un poco menos borracho que sus compañeros de celebración, todo el bar se puso en pie. Lassiter fue obsequiado con una ovación cerrada, una serie de brindis que no entendió y un explosivo «buona fortuna». Dejó una propina de casi doscientos dólares y se marchó.

El teléfono lo despertó a las ocho en punto de la mañana. Al darse la vuelta, Lassiter tuvo un momento de pánico al recordar que había estado besando a una mujer al salir del bar. Rogó a Dios que no se la hubiera llevado al hotel, porque… Bueno, porque no sabía hablar italiano.

«Dios santo -pensó, -ni siquiera tengo resaca. Sigo borracho.»

– ¡Buenos días! -La animada voz de Roy Dunwold atravesó el teléfono como una flecha. – ¿No te habré despertado, no?

– Claro que no. Estaba… rezando mis oraciones.

Dunwold se rió.

– Así que has estado de fiesta, ¿eh? ¿Quieres que te llame más tarde?

Lassiter se incorporó en la cama, y el mundo dio vueltas a su alrededor.

– No -contestó. -No te preocupes. Estoy bien.

– Pues nadie lo diría por tu voz. Bueno, da igual. Tengo algo para ti. De hecho, tengo un par de cosas.

– Ah.

– Primero Brasil.

– Aja.

– ¿Sigues ahí?

– Sí, sí.

– Río de Janeiro. La información la ha conseguido mi amigo Danny. -Roy hablaba a ráfagas. Estaba claro que se estaba reservando la bomba para el final. -Dos de la madrugada. Un incendio. Diecisiete de septiembre. En un chalet a todo trapo en Leblon.

– ¿Qué es eso?

– Leblon es un elegante barrio en la playa. Bla, bla bla… Aquí está. Murió un niño en el incendio. Acababa de cumplir cuatro años. Su mamá también murió. Y la niñera danesa también. Bla, bla, bla, bla, bla… El fuego se propagó a las casas de alrededor. Ningún otro herido de consideración. Los daños se estiman en no sé cuántos trillones de cruceiros. ¡Aquí está! «Incendio de origen sospechoso.»

Lassiter movió la cabeza demasiado fuerte.

– Es increíble -dijo.

– Todavía hay más. -Lassiter podía oír cómo Roy pasaba las hojas al otro lado de la línea. -Sí, aquí está. Las autoridades dicen que el incendio fue provocado. Más cosas sobre la familia. Vamos a ver… Una pareja adinerada. Bla, bla, bla… Señores de Peña. La señora era psiquiatra y el señoooor eeees… ¡un empresario! Rio Tino Zinc, hoteles Sheraton… La lista es interminable.

– ¿El niño era varón?

– Sí. Hijo único.

– Aja -repuso Lassiter.

– Todavía no he acabado. Tengo otro.

– ¿Otro qué?

– ¿Qué va a ser? Otro maldito crimen que encaja en tu patrón. Otro chavalín…

– ¿Cuándo? -preguntó Lassiter. – ¿Dónde?

– En octubre. Matilda Henderson y su hijo Martin. Aquí mismo, en nuestro queridísimo Londres.

El avión a Londres estaba prácticamente vacío. Año Nuevo. Heathrow tenía un aspecto igualmente desolado. Aun así, casi no vio a Roy al pasar la aduana.

Roy tenía un talento especial para pasar inadvertido, algo que resultaba muy útil para un investigador. Se describía a sí mismo como «un tipo de aspecto absolutamente normal». Pero eso no bastaba para explicarlo. Había algo en él que lo hacía prácticamente transparente a ojos de los demás. Lassiter se lo había comentado en una ocasión y, por el gesto de Roy, estaba claro que no era la primera vez que le decían algo parecido. «No es un talento innato -había dicho. -Es lo que me permitió sobrevivir a mi adolescencia.»

Mientras Lassiter recorría la terminal con la mirada, Roy se materializó a su lado. Llevaba puestas una chaqueta de lana y una bufanda que parecía tejida a mano por un principiante.

– Felices fiestas -le dijo al oído mientras le cogía la bolsa de viaje.

Roy siempre aparcaba en prohibido, pero nunca lo multaban. Tenía el coche justo a la salida, aparcado detrás de un autobús. El aire era frío y húmedo y olía a gasoil. Cada dos segundos, un avión estremecía el aire encima de sus cabezas.

Lassiter fue hacia la puerta derecha del coche, y Roy le tuvo que recordar que estaba en Inglaterra. Era un Jaguar azul marino que Roy tenía desde que Lassiter lo conocía. Mientras conducía, Roy le contó lo de los Henderson.

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