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Hugh se reclinó en su silla.

– Lo que está intentando decir Nigel -intervino -es que el gran doctor no aprobaba la homosexualidad.

– Pero sus pacientes se quedaban en vuestra pensión.

– Sí, claro, pero es que en Montecastello no hay otro sitio donde quedarse. Supongo que podría haberlas alojado en Todi, pero realmente nuestra pensión resultaba mucho más práctica. Además, a él casi nunca lo veíamos.

Hugh empezó a recoger las cosas en una bandeja, equilibrándola con una mano mientras cogía cada plato y cada cubierto con unos movimientos exageradamente operísticos. Vaciló un momento, con la bandeja en el aire.

– De hecho, después de todo, no me extrañaría que el famoso dottore fuera uno de los nuestros -comentó con una sonrisa picara al tiempo que le daba énfasis a sus palabras bajando la barbilla en un rápido movimiento, primero hacia un lado y después hacia el otro. -Nunca se casó. Nunca se lo vio con ninguna mujer. Vestía de ensueño. Tenía mucho gusto para las antigüedades y un perro pequeñísimo. Y, además, hacía todo lo posible por mantenerse alejado de nosotros. Todo encaja. Esos hombres son siempre los más groseros.

– ¿Qué hombres?

– Los gays de tapadillo -comentó Hugh. Giró sobre los talones y se marchó a la cocina.

Nigel lo observó marcharse y se volvió hacia Lassiter.

– Siento que hayas venido hasta aquí para nada -dijo. -Tiene que ser una gran decepción. Habrás venido para… -Dudó un momento y cambió de opinión. -Supongo que no es asunto mío.

– ¿El qué?

– Bueno, es que… Habrás venido por tu mujer, ¿no? Para ver la clínica primero. Supongo que desearéis tener un hijo. -Se cubrió los ojos con una mano. -Perdóname. Soy un cotilla incorregible. Qué falta de modales la mía.

– No -repuso Lassiter. -No he venido por eso. No estoy casado.

Nigel suspiró con alivio.

– Me alegro. Al menos así no te llevarás una decepción.

Lassiter sentía curiosidad.

– La clínica de Baresi era una especie de último recurso, ¿no? Al menos para la mayoría de la gente.

Nigel se recostó en su silla y se balanceó un par de veces.

– Bueno, supongo que mi visión de los misterios de la reproducción humana está condicionada por la falta de relevancia personal que tiene en mi caso. Pero no, yo no diría que la clínica era un lugar al que se acudía como último recurso. No era como Tijuana, ni nada parecido. Al contrario, parece que el viejo era un médico realmente brillante. Tenía pacientes de todas partes: Japón, América Latina… Venían prácticamente de todos los rincones del planeta. Y la mayoría de ellas se iban muy contentas.

– ¿Cuál era exactamente la especialidad del doctor?

Nigel frunció el ceño.

– La verdad, no lo sé. Como te he dicho, tampoco es un tema que me interese demasiado. Pero las mujeres siempre estaban hablando. Por lo visto, Baresi tenía un alto índice de éxito. Al parecer, había conseguido dar algún tipo de salto tecnológico. Algo relacionado con los óvulos. -Nigel volvió a fruncir el ceño. -Pero, aun así, sigue sin haber esperanza para mí.

– Odio la palabra «óvulos» -declaró Hugh, que volvía de la cocina. – ¡Y pensar que todos nosotros hemos sido un óvulo! -exclamó contorsionando la cara. -Y, además, Nige, no se dice «óvulo», se dice «oocito».

– ¿De verdad? -Nigel parecía sorprendido.

– Entre otras cosas, il dottore era el pionero de una técnica para que el oocito produzca un tipo de… armadura que, normalmente, sólo produce después de que el esperma penetre en sus paredes. Es una especie de cinturón de castidad de hierro, en el sentido de que mantiene al resto de los espermatozoides fuera. ¡Y lo hace porque ya hay un vencedor! -dijo levantando los brazos como un boxeador que acaba de ganar un combate.

Nigel no podía creer lo que estaba oyendo.

– En cualquier caso -continuó Hugh, -la armadura en cuestión no se limita a mantener fuera a los espermatozoides, sino que además provoca no sé qué tipo de estado superfértil. Ya sabéis, el oocito está listo para el baile.

– No tenía ni idea de que estuvieras tan bien informado -comentó Nigel. Después se volvió hacia Lassiter. -Aunque las cualidades de Hugh como confidente lo hacían estar muy solicitado por algunas de nuestras huéspedes. Pobrecitas.

Hugh asintió mientras encendía un cigarrillo.

– Sobre todo por Hannah -dijo.

– Una de nuestras checoslovacas -aclaró Nigel.

– Tenía tanto miedo, y era tan mona… Me lo contaba todo, absolutamente todo.

– Hannah Reiner -declaró Lassiter categóricamente. -De Praga.

– ¿La conoces?

– No -repuso Lassiter, -nunca llegué a conocerla personalmente. Está muerta.

CAPÍTULO 26

– No lo puedo creer -dijo Hugh cuando Lassiter terminó de contarles las razones que lo habían llevado a su pensión. El inglés sacudía la cabeza, con un cigarrillo Rothmans Silk Cut en la mano.

Incapaz de decir nada, Nigel miraba alternativamente a los otros dos hombres.

– Esperaba averiguar algo en la clínica -se lamentó Lassiter. -No sé, algo que pudiera darle sentido a todo lo que ha ocurrido. ¿Qué hay de la casa de Baresi? Puede que en su despacho…

Hugh movió la cabeza y le explicó que Baresi vivía en una casa aneja a la clínica.

– Cuando se quemó la clínica, también ardieron sus habitaciones y todo lo que había dentro. No quedó nada. Absolutamente nada.

– Pas de caries, pas des photos et pas de souvenirs -añadió Nigel.

– ¿Qué hay de las enfermeras? -preguntó Lassiter. -Tal vez ellas…

– No había enfermeras. -Hugh apagó el cigarrillo. -Baresi sólo tenía un par de ayudantes de laboratorio y dudo que te puedan servir de ayuda.

– ¿Ayudantes de laboratorio? ¿Me estáis diciendo que el doctor Baresi dirigía una clínica sin una sola enfermera?

– Era un hombre muy reservado. Y, además, no era una clínica normal. No era uno de esos sitios con cientos de pacientes haciendo cola en una sala de espera. No era un hospital, era… Creo que la mejor descripción sería un laboratorio. ¿A ti qué te parece, Nigel?

– Sí, estoy de acuerdo.

– No creo que Baresi viera a más de cincuenta o sesenta pacientes al año. Aunque, por lo que se decía, podría haber tenido muchos más si hubiera querido.

– ¿Y qué me decís de los ayudantes de laboratorio? -inquirió Lassiter.

– Eran dos mujeres. Una de ellas era una especie de sirvienta. Limpiaba, ordenaba; ese tipo de cosas. La otra era un poco más inteligente, pero no la hemos vuelto a ver desde el incendio. ¿Verdad, Nigel?

– Sí. Creo que se asustó. He oído que se fue a vivir a Milán.

Lassiter frunció el ceño.

– ¿No hay nadie que pueda saber algo? ¿Algún amigo o algún pariente?

Hugh miró a Nigel.

– No, me temo que no. No. Aunque… podría hablar con el párroco.

– ¡Claro! ¡Eso es! -exclamó Nigel. -El padre Azetti.

– No se puede decir que fueran exactamente amigos.

– Pero jugaban juntos al ajedrez -señaló Nigel. -Y a veces se tomaban unos vinos.

Hugh asintió.

– Yo diría que el padre Azetti es su hombre -afirmó.

– ¿Cómo es? -quiso saber Lassiter.

Hugh se encogió de hombros.

– Es un forastero. La gente del pueblo no lo aprecia demasiado -repuso.

– Dicen que es un poco revolucionario -añadió Nigel conteniendo un bostezo. -Supongo que por eso lo mandarían a este pueblo.

– En cualquier caso -añadió Hugh, -no puedes perder nada hablando con él. Y, además, habla inglés. Bastante bien, de hecho.

– Iré a verlo por la mañana -decidió Lassiter. – ¿Dónde puedo encontrarlo?

– En la iglesia. Está en la plaza. Si quieres, puedo decirte cómo llegar -se ofreció Nigel. -Aunque basta con que te des un paseo por el pueblo. Antes o después, acabarás encontrando la plaza. Realmente, es algo inevitable.

Los tres se levantaron a un tiempo. Hugh dijo que ya se encargaba él de recoger las cosas. Nigel acompañó a Lassiter hacia su habitación, apagando las velas de los candelabros a su paso. Al llegar al vestíbulo, el hombre inglés se acercó al escritorio que hacía las veces de recepción y conserjería y le preguntó a Lassiter si quería que lo despertase a alguna hora.

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