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¿Cómo era posible que no hubieran conseguido salir?

El hombre que lo había llamado por teléfono no le había dado ningún detalle. Necesitaba saber más cosas. Quería saber todos los detalles. Pisó más fuerte el acelerador, aunque sabía que no tenía ningún sentido. Fallecimientos. Ya no podía salvar a Kathy.

Aunque lo esperaban en el depósito de cadáveres, Joe Lassiter condujo como un autómata hasta la casa de su hermana. Un par de manzanas antes de llegar a Cobb’s Crossing el aire empezó a tornarse acre. Al oler el humo, el mundo se le vino abajo. Se había estado aferrando a un mínimo rayo de esperanza. Tenía que ser una equivocación: la dirección equivocada o una Kathy Lassiter distinta.

Cuando llegó, el incendio ya estaba apagado. Vio las luces de los camiones de bomberos, aparcó el Honda Acura, apagó el motor y recorrió a pie el resto del camino.

Sabía que ya se estarían investigando las causas del incendio; ése era el procedimiento habitual. Siempre se intentan averiguar las causas de los incendios. No se hace para satisfacer la curiosidad de nadie, ni siquiera para aprender con vistas al futuro. Se hace porque la causa de un incendio tiene importantes implicaciones legales y financieras. ¿Lo provocaría un cigarrillo? ¿Un radiador defectuoso? ¿Una chimenea en mal estado?

Era necesario determinar quién era el culpable para establecer quién, y cuánto pagaría; así que la pregunta se abordaba de inmediato.

Había seis coches aparcados delante de la casa. Lassiter los miró con interés profesional: un coche patrulla, dos coches de policía sin marcas, dos vehículos del cuerpo de bomberos y un Toyota Camry marrón, que podía pertenecer o no al perito de la compañía de seguros. Un agente uniformado estaba extendiendo un rollo de cinta amarilla delante de la casa. La cinta estaba impresa, una y otra vez, con las palabras:

POLICIA. PROHIBIDO EL PASO

El olor era intenso, una mezcla de madera y plástico quemados. Pero fue la casa en sí, la visión de la casa, lo que lo golpeó como un puñetazo en la cara. Era una casa muerta y, por primera vez desde la llamada telefónica, la palabra cobró toda su envergadura: fallecimientos. Su hermana estaba muerta. Su sobrino estaba muerto. La casa estaba rodeada por un amasijo de vigas de madera calcinada y trozos de metal ennegrecido tirados de cualquier manera en el jardín embarrado, cuyo césped estaba surcado por profundas huellas de coches. Las ventanas de la casa habían explotado y, sin su piel de cristal, tenían la expresión vacía que tienen los ojos de los muertos. A través de ellas, Lassiter pudo ver parte del interior sin vida de la casa. Se dio la vuelta y se acercó al policía que estaba desenrollando la cinta amarilla.

– ¿Qué ha pasado?

El policía era un hombre joven y pecoso. Tenía el pelo pelirrojo y los ojos azules. Miró a Lassiter con superioridad y se encogió de hombros.

– Un fuego es lo que ha pasado.

Lassiter sintió ganas de darle un puñetazo, pero en vez de eso respiró hondo. Su aliento parecía humo en el frío aire de la mañana.

– ¿Cómo ha empezado?

El policía lo miró como si estuviera intentando memorizar sus rasgos. Por fin, movió la cabeza hacia los coches de bomberos.

– Los bomberos dicen que ha sido provocado.

Por segunda vez en pocos minutos, Lassiter se sintió como si hubiera estado ciego. Se esperaba otra cosa. Quizás un cigarrillo. Kathy todavía fumaba; nunca alrededor del niño, pero todavía fumaba. Así que, quizás un cigarrillo. O un radiador o… No, un radiador no, en esa casa, con ese sistema de calefacción, no. Entonces, un rayo. Un cigarrillo. O un cortocircuito…

– ¿Qué?

El joven policía lo miraba como si fuera un sospechoso.

– ¿Quién es usted?

La cabeza de Lassiter trabajaba simultáneamente en dos planos. Por una parte, estaba pensando que el policía, que sabía perfectamente que los pirómanos a menudo volvían a la escena del crimen, empezaba a sospechar de él. Y, por otra, se decía que tendría que haberse dado cuenta al ver los coches de policía; una vez que se sospecha que un incendio ha sido provocado, la casa pasa a convertirse automáticamente en la escena de un delito. Y, si hay víctimas, se convierte en la escena de un homicidio.

– ¿Por qué iba querer nadie incendiar la casa de Kathy? -pensó Lassiter en voz alta.

CAPÍTULO 7

– ¡Joe! ¿Qué hace usted aquí?

La voz sonaba ligeramente guasona. Al oírla, Lassiter se dio la vuelta. Un hombre con la cara sonrosada le estaba sonriendo.

– Detective Jim Riordan -dijo el hombre.

– Sí, claro -repuso Lassiter.

– Bueno, dígame. ¿Qué está haciendo aquí? -insistió con un ademán exagerado.

La actuación del detective de policía estaba dirigida hacia las personas que tenía detrás: tres hombres y una mujer. Los cuatro miraban a Lassiter con una mezcla de expectación y neutralidad.

– Es la casa de mi hermana.

La sonrisa se borró de la cara de Riordan. Se tiró de la oreja derecha y movió la cabeza de un lado a otro. Por fin, dijo:

– Joder, Joe. Lo siento. No lo sabía.

Ya en la comisaría, Lassiter se sentó en frente del detective y esperó a que acabara de hablar por teléfono. La última vez que se habían visto, era Riordan quien se había sentado con gesto incómodo en el despacho de Lassiter. En aquella ocasión, el policía llevaba puesto lo que Lassiter supuso que sería su mejor traje: un traje gastado que le iba pequeño.

«Me queda un año -había dicho Riordan inclinándose sobre el escritorio. -Después estoy fuera. ¿Y qué voy a hacer entonces? ¿Pasarme todo el día sentado delante de la tele? La verdad, la idea no me atrae nada. Así que he pensado que quizá sea buena idea ponerme a buscar trabajo ahora. Ver cómo están las cosas. A ver si me sale algo. Y he pensado que, ya puestos, lo mejor sería empezar por arriba, ¿sabe? Y por eso he venido a hablar con usted.»

Lassiter tenía conversaciones parecidas una o dos veces a la semana; cuando no era un policía, era alguien del FBI, de la DEA -el departamento antidroga, -del Pentágono o de la CIA. Todos querían trabajo, y una empresa de investigación como la suya era el sitio lógico al que acudir. Pero la única razón por la que a Lassiter podría interesarle contratar a Riordan era por algo que el detective había mencionado de pasada: «Y si no encuentro nada, siempre puedo escribir mi historia.»

Eso sí que era interesante. Porque un policía que sepa escribir es algo tan raro como un leopardo albino, y Lassiter Associates siempre necesitaba investigadores capaces de escribir informes suficientemente buenos para poder ser enviados a los clientes, que, en su mayoría, eran abogados y corredores de bolsa. Por eso tenía a tantos periodistas trabajando en la empresa. Si Riordan sabía escribir, quizá pudiera encontrarle un puesto.

– ¡Es tu cabeza la que está en juego! -gritó Riordan al teléfono. El rencor que denotaba su tono de voz hizo volver a Lassiter a la realidad. El detective colgó el teléfono con un fuerte golpe, lo miró y se encogió de hombros. -Lo siento -se disculpó.

Después, Riordan buscó algo en su escritorio. Encontró un papel en concreto y se lo dio a Lassiter.

– No hay ninguna duda. El incendio ha sido provocado -afirmó. -Múltiples puntos de origen, residuos acelerantes; el equipo completo.

Lassiter miró el informe preliminar del cuerpo de bomberos, que incluía un crudo esbozo de cada piso de la casa. Había siete puntos marcados con sendas equis, incluidos los dos dormitorios. Lassiter sabía perfectamente que los incendios normales solían tener un patrón muy distinto, y un único origen. Miró a Riordan.

– Todavía hay más -dijo el detective dando unos golpecitos con los dedos en el escritorio. -El gas estaba encendido; y no sólo en el horno. También estaba encendido en el sótano. Alguien había manipulado el calentador de agua. Según el cuerpo de bomberos, si hubieran llegado cinco minutos después, la casa habría salido volando como un cohete. No habría quedado nada, lo que se dice nada.

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