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Había encontrado su fe.

Pero eso no era algo que pudiera decirle a Orsini; aunque el cardenal también fuera un caso excepcional dentro del Vaticano, pues él también era un verdadero creyente, un ardiente e inquebrantable soldado de la cruz. Aun así, el padre Azetti sabía que Orsini no sentiría el menor interés por la condición de su alma. Lo que le interesaba al cardenal era el poder, y Azetti era consciente de que cualquier profesión de fe por su parte no sería vista como lo que realmente era, sino como una estratagema, como una maniobra política.

– No -contestó, -no he venido a pedir clemencia. -Miró a Orsini a los ojos. -Hay algo que la Iglesia debe saber. -Vaciló un instante. -Algo que podría…

El cardenal Orsini levantó una mano y le dedicó una sonrisa gélida.

– Giulio… Por favor -dijo, -ahórrate los preámbulos.

El padre Azetti suspiró. Miró nerviosamente al padre Maggio, con la mente en blanco. Olvidando el discurso que llevaba ensayando toda la semana, dijo:

– He escuchado una confesión, un pecado tan terrible que casi no se puede concebir.

CAPÍTULO 4

La entrevista con Azetti sumió al cardenal Orsini en una profunda preocupación.

Estaba preocupado por la humanidad. Estaba preocupado por Dios. Y estaba preocupado por sí mismo. ¿Qué podía hacer él? ¿Qué podía hacer nadie? Las implicaciones de la confesión del doctor Baresi eran tan profundas que, por primera vez en su vida, Orsini se sentía incapaz de soportar el peso de la responsabilidad. Sin duda, la cuestión debería ser llevada directamente al papa, pero su estado de salud no lo permitía; su lucidez se encendía y se apagaba como una señal de radio demasiado lejana. Un asunto como éste… podría matarlo.

Y lo que era peor, el cardenal Orsini no podía confiarle el asunto a nadie. De hecho, además de él, la única persona que lo sabía era el padre Maggio; una circunstancia de la que sólo se podía culpar a sí mismo. Azetti no quería que estuviera presente, pero él había insistido: «Es uno de mis ayudantes, Giulio.» Y luego una pausa. «Y se queda.»

¿Por qué había dicho eso? «Porque has pasado demasiado tiempo en el Vaticano -se dijo a sí mismo -y demasiado poco en el mundo. Eres un hombre arrogante que no podía concebir que un cura de pueblo pudiera tener algo importante que decir. Y, ahora, Donato Maggio se ha convertido en tu único confidente.»

Donato Maggio. La idea lo hizo temblar. Maggio era un investigador de archivos que en ocasiones le hacía de secretario, un ratón de archivos que no mostraba el menor reparo a la hora de expresar sus puntos de vista teológicos. Era un tradicionalista que abogaba por un catolicismo más férreo. Maggio le había hablado en más de una ocasión de la verdadera misa, algo que era, claro está, una crítica apenas velada de las reformas adoptadas por el Concilio Vaticano II.

Si el rito tridentino, que se decía en latín, con el sacerdote dándole la espalda a los fíeles, era la verdadera misa, entonces la nueva misa era un fraude. Y, como tal, un sacrilegio.

Aunque nunca había discutido ninguna cuestión teológica con el padre Maggio, al cardenal Orsini no le costaba nada imaginar la postura que mantendría el sacerdote respecto a una serie de cuestiones. No sólo odiaba la nueva misa, en la que el latín había sido sustituido por el inglés, el español y el resto de las lenguas vivas, sino que Maggio también se escandalizaría ante la posibilidad de cumplir con la obligación de la misa de domingo asistiendo a un servicio el sábado por la noche. Como otros tradicionalistas, se oponía tajantemente a cualquier intento de modernizar la Iglesia, de hacerla más accesible. Pero Maggio no sólo estaba en contra de medidas como la ordenación de mujeres, el matrimonio de los sacerdotes o la legitimación del control de natalidad. El conservadurismo de Maggio era mucho más profundo que todo eso: quería derogar las reformas que ya habían tenido lugar. Era un hombre de Neandertal.

Y, por eso, no tenía sentido pedirle su opinión sobre lo que había hecho el doctor Baresi. Los sacerdotes como Maggio no tenían opiniones: tenían reflejos, unos reflejos demasiado predecibles.

Aunque, por otra parte, daba igual. El padre Azetti había dejado caer su bomba de relojería en un momento de infrecuente actividad. Pero el aislamiento del cardenal Orsini no duraría demasiado. La enfermedad del papa era lo suficientemente grave para que el Sacro Colegio Cardenalicio ya se hubiera reunido -discretamente, claro está -para empezar a debatir sobre su posible sucesor. Se estaban redactando y revisando listas de posibles futuros papas y se había prohibido el uso de teléfonos móviles dentro del Vaticano para evitar cualquier filtración.

Eran días ajetreados en los que el trabajo cotidiano consistía fundamentalmente en reuniones secretas y confidencias susurradas al oído. Dadas las circunstancias, con la salud del papa empeorando por momentos, al cardenal Orsini no le quedaba más remedio que cargar solo con este peso rodeado de un ambiente de máxima crispación, de una atmósfera sobrecalentada en la que se aprovechaba cualquier ocasión para discutir sobre el próximo papa y el futuro de la Iglesia.

Pero, atormentado como estaba por la confesión del doctor Baresi, cuya trascendencia superaba en importancia la de cualquier otra cuestión, era inevitable que el cardenal Orsini acabara compartiendo el peso que había recaído sobre él con algunos de sus colegas. Y eso hizo, pidiéndoles consejo a dos o tres confidentes.

Todos ellos reaccionaron con prudencia y comentaron que no podía hacerse nada, o quizá pudiera hacerse algo, pero esa posibilidad era demasiado terrible para tenerse en cuenta. Y, aun así, todos estaban de acuerdo en que no hacer nada era en sí mismo un tipo de acción. Una acción cuyas consecuencias podían ser igualmente desastrosas.

No hacer nada, pensó Orsini. No hacer nada equivalía a dejar que el mundo se parara, como un reloj de cuerda que llevaba funcionando desde el principio de los tiempos.

Las implicaciones eran tan abrumadoras que los confidentes de Orsini, a su vez, compartieron el secreto con sus propios confidentes y la noticia se propagó como el fuego. Una semana después de la visita de Azetti, el debate ya causaba estragos en el Vaticano. Era un debate secreto en el que un prelado tras otro recorrían los archivos de la biblioteca del Vaticano buscando inútilmente algún tipo de orientación. El pasado no ofrecía ninguna reflexión que pudiera servir de guía en este asunto. El problema que planteaba el pecado del doctor Baresi no había sido previsto por ningún sabio de la Iglesia; no había sido previsto por nadie porque el pecado en sí no había sido posible hasta entonces.

El resultado fue un vacío dogmático que en última instancia dio paso a una situación de consenso. Tras semanas de debates secretos, la curia decidió que, fuera lo que fuese lo que había hecho el doctor Baresi, ésa era la voluntad de Dios. En consecuencia, no había nada que pudiera hacerse hasta que se recuperara el papa, o hasta que hubiera un nuevo papa. Entonces, quizá se pudiera abordar la cuestión ex cáthedra.

Hasta entonces, todo el mundo debería mantenerse al margen. Y eso hicieron.

Excepto el padre Maggio, que, ante la evolución de los acontecimientos, cogió el primer tren a Nápoles.

Las oficinas de Umbra Domini, o «Sombra del Señor», estaban en un palacete de cuatro pisos en la via Viterbo, a un par de manzanas del teatro de la Ópera de Nápoles. Fundada en 1966, poco después de que las medidas aprobadas por el Concilio Vaticano II pasaran a efecto, esta asociación religiosa había tenido la misma jerarquía canónica durante treinta años: era una «asociación secular» con más de cincuenta mil miembros y numerosas misiones repartidas por trece países. Aunque llevaba muchos años anhelando un rango más elevado dentro de la Iglesia, a ojos de la mayoría de los observadores del Vaticano, Umbra Domini ya tenía más que suficiente con no ser expulsada de la Iglesia.

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