Литмир - Электронная Библиотека

Las críticas de esta asociación religiosa a las reformas del Concilio Vaticano II habían sido amplias, profundas y sonoras. Sus portavoces censuraban los esfuerzos del concilio por democratizar la fe, algo que veían como una rendición ante las fuerzas de la modernidad, el sionismo y el socialismo. La reforma más inadmisible, desde el punto de vista de Umbra Domini, era la renuncia a la misa en latín, que acababa con más de mil años de tradición y destruía un importante lazo en común entre los católicos de todas las esquinas del planeta. Según la visión de Umbra Domini, la misa vernacular era un rito bastardo, una versión descafeinada de la liturgia divina. Según el fundador de la organización, sólo se podía explicar la nueva misa de una manera: obviamente, el trono de San Pedro había sido ocupado por el Anticristo durante las deliberaciones del Concilio Vaticano II.

Y eso no era todo. Aunque las creencias de la asociación religiosa no estaban reunidas en ningún documento, era de dominio público que Umbra Domini condenaba la visión liberal del Concilio Vaticano II, según la cual las demás religiones también tenían elementos de verdad y sus fieles también vivían en el amor de Dios. Si eso fuera así, argumentaba Umbra Domini, entonces la Iglesia era culpable de persecución y genocidio. ¿Cómo si no podrían explicarse dieciséis siglos de una intolerancia doctrinal, abanderada por el papa, que habían culminado en la Inquisición? A no ser que, como afirmaba Umbra Domini, la doctrina estuviera en lo cierto desde el principio y los fieles de las otras religiones fueran infieles y, como tales, enemigos de la verdadera Iglesia.

En el seno de la Iglesia no faltaban voces que pedían la excomunión de los miembros de Umbra Domini, pero el papa no estaba dispuesto a ser el responsable de un cisma. Los emisarios del Vaticano se reunieron durante años en secreto con los líderes de Umbra Domini, y, finalmente, llegaron a un acuerdo. El Vaticano reconoció oficialmente la asociación y le concedió permiso para oficiar misas en latín con la condición de que Umbra Domini mantuviera lo que venía a ser un voto de silencio. En el futuro, Umbra Domini no haría ninguna declaración pública y todo acto de proselitismo se limitaría al boca a boca.

Inevitablemente, Umbra Domini se encerró en sí misma. Sus máximas figuras desaparecieron de la escena pública. De vez en cuando, algún artículo periodístico avisaba sobre el peligro de que la asociación se estuviera convirtiendo en una especie de secta. El New York Times acusó en una ocasión a Umbra Domini de «secretismo obsesivo y métodos de reclutamiento coactivos», al tiempo que prevenía sobre las inmensas riquezas que había conseguido acumular en muy pocos años. En Inglaterra, el Guardian iba todavía más lejos. Tras hacer hincapié en «el insospechado número de políticos, industriales y magistrados» que formaban parte de Umbra Domini, el periódico se preguntaba si estaría surgiendo una organización política neofascista disfrazada de asociación religiosa.

Estas acusaciones fueron rechazadas precisamente por el hombre al que el padre Maggio había ido a ver a Nápoles: Silvio della Torre, el joven y carismático «timonel» de Umbra Domini.

Della Torre se había defendido de las acusaciones sobre la naturaleza neofascista de la orden ante una audiencia de nuevos miembros de Umbra Domini, entre los que se encontraba el propio Donato Maggio. La alocución de Della Torre había tenido lugar en la diminuta y antiquísima iglesia napolitana de San Eufemio, un edificio que había sido donado a la asociación durante sus primeros años de existencia y que todavía albergaba los actos más significativos de Umbra Domini.

Era un edificio con una larga historia. La iglesia cristiana había sido construida en el siglo VIII en el emplazamiento de un antiguo templo donde se adoraba al dios Mitra. En 1972, el estado de conservación del edificio era tan deficiente que las autoridades no tuvieron más remedio que donar la iglesia a Umbra Domini para evitar que se viniera abajo.

A pesar de su escaso interés artístico en comparación con otras iglesias de la región, Umbra Domini restauró el templo tal y como había prometido. A menos de medio día de viaje en coche, las hordas de turistas podían admirar obras de Giotto, de Miguel Ángel, de Leonardo, de fra Filippo Lippi, de Rafael o de Bernini. San Eufemio, sin embargo, apenas atraía a los amantes de las artes.

Es cierto que la fachada contaba con un par de puertas de madera de ciprés del siglo VIII, pero el espacio interior era sombrío y estaba demasiado recargado. Las pocas ventanas que había dejaban pasar poca luz, pues eran de selenita, un precursor del cristal que resultaba translúcido con mucha luz, pero del que no se podía decir que fuera realmente transparente.

El resto de los posibles reclamos de la iglesia eran bastante poco atractivos: un feo relicario con el corazón de un santo que hacía tiempo que había perdido el favor popular y una vieja y tétrica Anunciación. La pintura en sí estaba tan oscurecida por el paso del tiempo que sólo se podían distinguir sus figuras en un día luminoso. Entonces, se veía una Virgen contemplando inexpresivamente al Espíritu Santo, que, en vez de estar representado por una paloma, era un ojo suspendido en el aire.

Rodeado por este tenebroso ambiente, Della Torre resplandecía como un cirio. El día que abordó las acusaciones de la prensa, que fue el mismo día en que Donato Maggio entró a formar parte de Umbra Domini, Della Torre manejó la controversia con gran maestría. Primero sonrió y después alzó las manos y movió la cabeza con tristeza.

– La prensa -empezó. -La prensa nunca deja de sorprenderme. No deja de sorprenderme porque es al mismo tiempo absolutamente inconstante y absolutamente predecible. Primero se quejan de que hablamos demasiado -dijo aludiendo a los días en los que Umbra Domini declaraba solemnemente sus puntos de vista. -Y, ahora -continuó, -se quejan de que no decimos nada. Porque sirve a sus intenciones, confunden la privacidad con el secretismo, la fraternidad con la conspiración; así demuestran su falta de rigor. -Un murmullo de aprobación recorrió a los fieles. -La prensa siempre lo confunde todo -dijo Della Torre para concluir. -De eso podéis estar seguros. -Donato Maggio y el resto de los nuevos adeptos sonrieron.

El padre Maggio, que era al mismo tiempo dominico y miembro de la asociación, no era ni mucho menos el único sacerdote que había entre las filas de Umbra Domini; al no ser Umbra Domini una orden religiosa, esta doble lealtad no implicaba ningún tipo de incompatibilidad. Lo inusitado del caso de Donato Maggio no era que fuese dominico, sino que trabajara en el Vaticano. El padre Maggio tenía un pie en dos mundos muy distintos y comprendía perfectamente el temor que cada uno inspiraba en el otro. A ojos del Vaticano, Umbra Domini era un grupo extremista que apenas resultaba tolerable, una especie de Hezbolá católica que podría explotar violentamente en cualquier momento. Por su parte, Umbra Domini veía al Vaticano como lo que era, o lo que parecía ser: un obstáculo. Un obstáculo inmenso y omnipresente.

Aunque el padre Maggio nunca había sido presentado formalmente a Silvio della Torre, no tuvo dificultad para conseguir una entrevista privada. Al oír que uno de los ayudantes del cardenal Orsini quería hablar con él sobre una cuestión de extrema gravedad, Della Torre sugirió que cenaran juntos esa misma noche. Maggio era consciente de que tal vez Della Torre creyera que su posición como secretario del cardenal Orsini era de carácter permanente, pero… ¿qué importaba eso? Aunque él sólo fuera un mísero ratón de archivos, sin duda Della Torre querría oír lo que tenía que decirle.

Se citaron en una pequeña trattoria que había cerca de la iglesia de San Eufemio. Aunque tuviera un aspecto bastante humilde por fuera, el restaurante I Matti era sorprendentemente elegante. El maître le dio la bienvenida cortésmente al padre Maggio y lo acompañó hasta un reservado situado en el piso de arriba. El reservado sólo tenía una mesa, ubicada junto a una alta ventana, una pequeña chimenea llena de troncos que crepitaban y crujían, y dos viejos candelabros que le daban un resplandor dorado al ambiente. Encima de la mesa había un mantel blanco, velas y una rama de romero.

7
{"b":"113033","o":1}