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El hombre gritó y cayó hacia atrás. Lassiter se levantó. Desde el claro, el Armario llamó a su compañero.

– Cenzo? -Y después más alto: -Cenzo!

Cenzo consiguió ponerse de rodillas y movió la cabeza violentamente para despejarse. Con el paso experto de un portero de fútbol, Lassiter se aproximó a su cabeza como si fuera a patear una pelota. Concentró toda su rabia en la pierna y golpeó la boca del italiano con el empeine; no le habría extrañado ver su cabeza salir despedida hacia la luna. Pero el italiano lo sorprendió. Tan sólo dio un par de vueltas. Cuando se detuvo, escupió dos dientes; ni siquiera había soltado el cuchillo. Sin dejar de mirarlo ni un instante, se fue acercando lentamente a Lassiter con el cuchillo a la altura de la cintura. Lassiter no tenía escapatoria, así que se mantuvo en el sitio hasta que el italiano atacó. El cuchillo le cortó la manga de la chaqueta. Lassiter saltó hacia un lado, y el italiano volvió a atacar, esta vez con un revés que estuvo a punto de derramar las tripas de Lassiter por el suelo.

Desde el claro, el Armario volvió a llamar a su compañero.

– Cenzo? Smarrito o che?

Sin hacer caso al Armario, Cenzo empezó a trazar un círculo alrededor de su presa.

– Dove sta, eh?

Era demasiado. Cenzo giró la cabeza un instante. Lassiter dio un paso hacia adelante y le propinó cinco puñetazos seguidos en el estómago. Después, retrocedió para ver cómo caía. Un error. En vez de caer al suelo, el italiano saltó hacia él.

El movimiento del hombre cogió a Lassiter por sorpresa, pero, aun así, pudo volver a golpearlo, y esta vez el italiano sí soltó el cuchillo. Lassiter se lanzó sobre el cuchillo, lo cogió, se levantó, se dio la vuelta y… Medio segundo después volvía a estar tumbado boca abajo, atrapado en una llave que le paralizaba el cuerpo. Sólo podía mover los brazos, y eso sólo débilmente, levantando los antebrazos en una especie de ejercicio para los tríceps.

Pero, con un cuchillo en la mano, eso era suficiente. Notó cómo la punta del cuchillo se hundía en algo duro. Cenzo gimió de dolor. Lassiter repitió el mismo movimiento, clavándole una y otra vez el cuchillo al italiano, aunque nunca demasiado fuerte ni con demasiada profundidad. Por fin, Cenzo dio un alarido y lo soltó. Lassiter dibujó un arco con el cuchillo y cortó algo que parecía hecho de cuerda. Después se volvió.

Cenzo estaba sentado en el suelo con las manos apoyadas en los muslos y un gesto de sorpresa en la cara. La sangre le caía del cuello degollado como si alguien estuviera vertiendo aceite de una lata.

Entonces cayó hacia adelante. Estaba muerto.

Lassiter se levantó y se alejó cojeando hacia el río. Podía o escapar o luchar. O también podía hacer las dos cosas. Un poderoso foco de luz barrió la arboleda dibujando un amplio arco; de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.

Lassiter se giró.

El Armario estaba iluminando los árboles con un enorme foco. De haber estado de pie Cenzo, sin duda lo habría visto.

Pero no lo estaba, ni lo estaría nunca más. Estaba muerto. Lassiter se alejó de él usando los árboles como pantalla.

El Armario fijó la luz del foco en un punto del bosque, se sacó una pistola de detrás de la cintura y cruzó el claro. Lassiter se asombró ante la velocidad de sus movimientos. No se imaginaba que un hombre tan grande pudiera moverse tan rápido, ni con tanta agilidad; excepto en la NBA, claro está. Iba justo hacia donde estaba su compañero muerto.

Lassiter no lo pensó más. Dio media vuelta y empezó a andar, moviéndose en silencio hacia el borde del claro. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no echar a correr. Detrás de él, el Armario exclamó el nombre de su compañero con incredulidad. Lassiter llegó al Rover y se subió al coche. Si las llaves no estaban puestas, al menos esperaba encontrar una pistola.

Pero no fue así.

Oyó un bramido de ira en el bosque. Buscó las llaves desesperadamente en la visera, en la guantera… Otro bramido. El Armario corría hacia él, iluminado por el foco, como un tren de mercancías.

Y entonces vio las llaves en el suelo. Las cogió y probó una, luego otra, y una tercera antes de conseguir arrancar. Para entonces, el Armario ya estaba en el borde del claro y corría hacia él con la pistola en alto.

Lassiter puso marcha atrás y retrocedió. El Armario empezó a disparar con una tranquilidad aterrorizadora. El primer disparo rompió uno de los faros, el segundo dibujó una tela de araña en el parabrisas y el tercero rebotó en el capó. Lassiter hizo girar el coche y metió primera. Un cuarto y un quinto disparo se estrellaron contra el chasis.

Agachando la cabeza, Lassiter pisó a fondo el acelerador y avanzó a toda velocidad hacia donde suponía que estaba la carretera. Siguió avanzando así cuatro o cinco segundos, hasta que oyó el sonido cada vez más cercano de una bocina y la noche empezó a parpadear. Levantó la cabeza y el estómago se le hizo un nudo al ver el camión que iba directamente hacia él, dándole continuas ráfagas de luces largas mientras presionaba el claxon sin parar.

De forma instintiva, Lassiter giró el volante hacia la derecha. Al pasar el camión a su lado, el Rover se estremeció. Lassiter suspiró. Estaba temblando. El carril equivocado, pensó.

CAPÍTULO 29

¿Todi o Marsciano?

Estaba parado delante de una señal de stop, en medio de ninguna parte. ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? ¿Hacia el norte o hacia el sur? De forma impulsiva, Lassiter giró el volante hacia la izquierda y fue hacia Marsciano; dondequiera que estuviera eso. Cualquier cosa antes que acabar en la carretera de montaña que iba a Spoleto o que volver a Montecastello.

El pueblo era una trampa, un callejón sin salida, una fortaleza fácil de defender, pero de la que era imposible escapar. Y eso es precisamente lo que estaba haciendo él: escapar. Del Armario, desde luego, pero también de la policía. El párroco estaba muerto y Lassiter sabía que, por la mañana, él sería unos de los principales sospechosos de su asesinato. Cuando se enterasen de la muerte de Azetti, Nígel y Hugh se acordarían de que, justo antes de desaparecer sin sus pertenencias, su huésped había ido a ver al párroco.

Claro que podía acudir a la policía y contárselo todo. Pero presentarse en una comisaría con un coche robado, la ropa llena de sangre y diez palabras de italiano como todo equipaje, no parecía demasiado buena idea. En el mejor de los casos, lo arrestarían preventivamente y, como ya había decidido antes en el aparcamiento de Montecastello, prefería no arriesgarse a acabar ahorcado en un calabozo.

Llegó a otro cruce y giró en dirección a Perugia, hacia el norte. Lejos de Umbría. Lejos de Roma. Lejos de cualquier sitio donde hubiera estado antes.

Lo que necesitaba era un teléfono y algún sitio donde asearse un poco. Y eso no iba a ser nada fácil. En Italia había muchos aseos públicos, pero no se le ocurría cómo podría entrar en ninguno sin que todo el mundo se pusiera a gritar. Puede que en una gasolinera, pero no había visto ninguna abierta.

Llegó a las afueras de Perugia y siguió las señales hacia la autopista de Italia. La A-1 era una autopista de peaje sin ningún límite de velocidad obvio, que estaba salpicada de estaciones de servicio que ofrecían combustible, comida y bebida, teléfonos y aseos públicos. El único problema era que estaban muy iluminadas.

Aunque tampoco tenía otra elección.

Iba a más de 140 kilómetros por hora cuando una ráfaga de viento movió bruscamente el coche. Un momento después empezó a llover con fuerza. No veía absolutamente nada, pero se sentía extrañamente tranquilo, como si no le quedara ni una gota de adrenalina en el cuerpo. Y era probable que así fuera.

Miró por el espejo retrovisor y, al no ver ningún coche, se paró en el arcén. Accionó metódicamente todas las teclas y las palancas del cuadro de mandos hasta que encontró la que ponía en funcionamiento el limpiaparabrisas, y volvió a la carretera.

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