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CAPITULO 6

Mientras intervenían al hombre quemado, los bomberos del condado de Fairfax se disponían a entrar en la casa de Keswick Lane en búsqueda de posibles víctimas. Los vecinos ya les habían dicho que vivían dos personas: la mujer a la que pertenecía la casa y su hijo de tres años. No había marido. Además, el Volvo de la madre estaba en el garaje.

A pesar del frío de noviembre y de lo tarde que era, la multitud de mirones había crecido hasta superar las cincuenta personas. Era una escena caótica, con ambulancias y coches de policía, camiones de bomberos y unidades móviles de televisión. Las luces de emergencia, rojas, amarillas, azules, iluminaban la oscuridad, encendiendo y apagando la noche. El jardín, que se había convertido en un barrizal, estaba lleno de enormes mangueras serpenteantes.

Dos equipos de televisión y un reportero de radio aumentaban la confusión con sus marañas de cables y sus focos de iluminación. Con ademán de sincera preocupación, les metían sus micrófonos en la cara tanto a los bomberos como a los curiosos que llenaban ambos lados de la calle.

– ¿Y cuál es su casa?

– Realmente, ninguna. Vivo en Hamlets. Lo he oído por la radio… Estaba sintonizando la frecuencia de la policía y me he acercado.

El fuego había sido virulento. Era imposible que nadie hubiera sobrevivido, aparte del hombre del hospital.

En su primera incursión al interior de la casa, los bomberos buscaron supervivientes sin éxito entre los escombros carbonizados y empapados del piso bajo. El estado de la escalera, estructuralmente inestable, retrasó el registro del segundo piso.

Fuera, una grúa con dos bomberos en lo alto, fue maniobrando hasta una ventana del segundo piso. Cuando estuvieron suficientemente cerca, uno de los bomberos rompió el cristal de la ventana.

Los bomberos estaban convencidos de que su misión era inútil; nadie podía haber sobrevivido a la combinación de las llamas y el humo. Si alguien hubiera conseguido escapar de las llamas, habría sucumbido ante el humo. Aun así, siempre existía alguna posibilidad, por muy remota que fuera, de que hubiera alguien acurrucado en un cuarto de baño interior; alguien con la suficiente sangre fría para tapar las rendijas de la puerta con toallas mojadas. Los fuegos eran impredecibles. A veces te perseguían y otras veces se olvidaban de ti. Nunca se sabía lo que podía pasar.

El más joven de los dos bomberos se asomó por la ventana y comprobó el estado del suelo con una barra de hierro. Al ver que no cedía, entró, mientras su compañero lo esperaba en la grúa, preparado para acudir en su ayuda si fuera necesario.

El bombero encontró exactamente lo que esperaba: dos cadáveres. Una persona adulta y un niño pequeño. Estaban tumbados en sus camas, o en lo que quedaba de ellas; los colchones habían quedado reducidos a muelles y trozos de tela carbonizada. La ropa de las camas había prendido, incrustándose en la piel carbonizada de las víctimas. Al lado de la cabeza del niño había un par de ojitos de cristal; los únicos restos de su peluche. Por suerte, todavía se podía distinguir a dos seres humanos en los restos del niño y la madre. Si los bomberos hubieran llegado unos minutos más tarde, o si la boca de incendios hubiera estado un poco más lejos, ambos habrían desaparecido con el resto de la casa. Humo y huesos; no quedaría nada más.

El subinspector de policía era el encargado de informar a los familiares. El incendio con víctimas de una casa de cuatrocientos mil dólares en un suburbio acomodado como Cobb’s Crossing era noticia y las noticias volaban. Aunque el fuego no había empezado hasta después del cierre de la última edición del Post, sin duda saldría en las noticias vespertinas. Así que el subinspector hizo las llamadas necesarias para averiguar que la casa pertenecía a una tal Kathleen Anne Lassiter, que vivía allí, o, mejor dicho, había vivido allí, con su hijo. Según los datos del seguro, el pariente más cercano era su hermano, Joseph, con domicilio en McLean.

Un hermano que, en ese momento, estaba soñando.

En sus sueños, Joe Lassiter estaba de pie en la orilla del río Potomac, justo encima de Great Falls, pescando percas. Con un golpe de muñeca, hizo que el sedal trazara un arco sobre el río. Era un lanzamiento en parábola perfecto, un lanzamiento de ensueño. La perca picó en cuanto la cucharilla cayó al agua. Él empezó a jugar con el pez, levantando la caña hacia el cielo y volviéndola a bajar una y otra vez.

Pero, en alguna parte, un teléfono empezó a sonar. Era suficientemente molesto que esos malditos aparatos sonaran en, pleno concierto de la filarmónica en el Kennedy Center o en el momento más emocionante de un partido de béisbol en el estadio de Camden Yards. ¡Pero esto ya era demasiado! Algún imbécil se había llevado su teléfono móvil a pescar. ¿Qué sentido tenía ir de pesca si uno se llevaba el puto teléfono?

Movió la caña suavemente hacia la derecha, rebobinando el carrete con la mano libre. A un metro de distancia, oyó su propia voz flotando hacia él:

«Hola, soy Joe Lassiter. Ahora mismo no estoy, pero déjame un recado y te llamaré en cuanto pueda.»

El río, el pez, la caña y el carrete… se evaporaron. Joe Lassiter permaneció tumbado en la cama con los ojos cerrados, despierto en la oscuridad, mientras esperaba a escuchar el mensaje. Pero, quienquiera que fuese, colgó. Típico, pensó Joe, hundiendo la cabeza en la almohada.

Quería volver, quería regresar al sueño, pero ya no estaba allí. El río había desaparecido y se había llevado con él al pez. Lo único que consiguió recuperar, lo único que todavía sentía, era la indignación por el sonido del teléfono. El teléfono fantasma. Su teléfono.

Y entonces volvió a sonar. Esta vez contestó.

– ¿Sí?

La voz del hombre sonaba profesionalmente tranquila, razonable, oficial. Pero lo que decía no tenía nada de razonable; realmente no caló en él hasta diez minutos después, mientras conducía hacia Fairfax. Había habido un incendio. No habían podido identificar los cuerpos, pero…

«No -pensó Joe. -No.»

… las características de los cuerpos coincidían con…

«¿Coincidían con?»

… lo que sabemos sobre los inquilinos de la casa. Su hermana…

«Kathleen.»

… y su hijo…

«Brandon. El pequeño Brandon.»

La carretera avanzaba paralela al Potomac, no demasiado lejos de donde había soñado que estaba pescando. Al otro lado del río, detrás de las agujas de las cúpulas de la Universidad de Georgetown, el cielo empezaba a clarear.

Estaban muertos. Aunque, claro, el hombre no lo había dicho así.

«Ha habido dos fallecimientos.»

Joe Lassiter tenía los dientes apretados con tanta fuerza que la cabeza le empezó a doler por la presión. Kathy. Por una vez en su puta vida, Kathy estaba feliz. Equilibrada. ¡Serena! En contra de lo que todo el mundo hubiera pensado, había resultado ser una madre magnífica. Y el niño…

La cara de Brandon se dibujó ante sus ojos. Lassiter miró hacia otro lado, intentando hacerla desaparecer. Bajó la ventanilla y sintió el aire frío contra la cara. En Rosslyn, enfrente del Kennedy Center, se desvió por la autopista 66. Ya había bastante tráfico en sentido contrario.

¿Cómo podía haberse quemado la casa? Lassiter no lo podía entender. Era prácticamente nueva y todo -el horno, el cableado eléctrico, el sistema de calefacción de tres fases, -todo, era de la mejor calidad. Él mismo lo había supervisado. Había detectores por todas partes, incluso había detectores de monóxido de carbono. ¡Si hasta tenía extintores! Desde que se había convertido en madre, la seguridad se había convertido en una obsesión para Kathy.

Lassiter sabía que no debería estar pensando en la casa; debería estar pensando en su hermana. Estaba convirtiendo una catástrofe en una abstracción. Se estaba comportando como si fuera un perito en vez de un hermano. Puede que fuera un caso típico de «negación», pero era incapaz de asimilar que estuviera muerta. El mero hecho de que le dijeran que estaba muerta no bastaba para hacerlo real. No podía creer que la casa se hubiera quemado; y, si la casa no se había quemado, ¿cómo podía estar muerta Kathy? ¿Cómo podía estar muerto Brandon?

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