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Pero, aun así, se sentía tan solo… Y estar sentado allí le recordaba tiempos mejores, cuando él y Kathy se sentaban juntos en la catedral de Washington, «la séptima más grande del mundo». ¿Cuántas veces habrían oído las mismas palabras? Cientos de veces, puede que miles. Les encantaba la catedral, con sus vidrieras de colores y la música que lo envolvía todo, con sus misteriosas criptas, sus altísimos perfiles góticos y sus gárgolas, temibles y cómicas al mismo tiempo. Pero ahora todo eso quedaba atrás.

Nunca volvería allí.

Della Torre se alzaba delante de él en el pulpito, resplandeciendo en la luz, aunque de alguna forma resultaba demasiado sólido, como una estatua con las manos unidas en actitud de oración y la cabeza inclinada.

La luz se reflejaba en sus pómulos y se arremolinaba en sus rizos como una aureola. Era perfecto.

– Ya no hay lugar para el dolor -susurró Della Torre con voz lastimera, y su lamento resonó con tal magia que Lassiter tuvo la sensación de que el sacerdote estaba hablando dentro de su cabeza. -Ya no hay lugar para el dolor. -Della Torre apretó las palmas de las manos contra su pecho y levantó la mirada hacia el cielo. -Acudimos a ti en esta tu casa, Señor, para mostrarte el sufrimiento de uno de tus hijos. Libra su corazón de venganza, Señor, y vuelve a hacerlo tuyo, pues la venganza sólo a ti te pertenece. Recíbelo en tu corazón, Señor. ¡Líbralo del odio! Líbralo de todo mal.

Las palabras resonaron de tal manera que parecían envolverlo desde todas las direcciones al mismo tiempo.

– Acudimos a tu casa, Señor…

– Scusi!

Della Torre se quedó paralizado en el púlpito, con la boca abierta, como un pez fuera del agua.

– Scusi, Papa… -Un viejo borracho avanzaba por el pasillo con paso inseguro. Por un momento, pareció que iba a caerse, pero no lo hizo. Se arrodilló con un ademán beato, miró hacia el púlpito y se inclinó hacia adelante con tanto ímpetu que acabó golpeándose la frente contra el suelo.

Y entonces fue como si Della Torre se volviera loco. Agitó los brazos y le gritó al hombre caído:

– Vaffanculo! Vaffanculo!

Y aunque Lassiter no sabía italiano, el tono de voz del sacerdote no dejaba lugar a dudas sobre el significado de sus palabras. Era más que «vete». Era más bien: «¡Vete a tomar por culo!» La cara de Della Torre se había transformado; sin su máscara apuesta y piadosa, su rostro revelaba toda la violencia que albergaba en su alma. Y, entonces, con la misma brusquedad con la que había desaparecido, la máscara reapareció. De nuevo Della Torre parecía lleno de compasión. Descendió del púlpito para ayudar al hombre.

Lassiter se unió a él en el pasillo.

– Ayúdeme a llevarlo a mi despacho -pidió Della Torre. -Lo conozco. Lo mejor será que llame a su mujer.

Entre los dos cogieron al hombre de los brazos y lo llevaron hasta el despacho. Pero, al entrar en la habitación, el borracho se deshizo de ellos agitando los brazos.

– Papa! -gritó mientras golpeaba al sacerdote con el brazo. Della Torre se tambaleó. Mientras recuperaba el equilibrio, algo se le cayó del bolsillo.

Un frasco pequeño. Lassiter observó cómo rebotaba en las baldosas. Por fin se detuvo. Milagrosamente, estaba intacto. Lassiter se agachó para recogerlo y se quedó mirándolo sin poder creer lo que veía.

Era igual que el que la policía había encontrado en la ropa de Grimaldi. Lassiter recordó la primera vez que lo había visto, sentado con Riordan en un despacho del hospital. El frasco estaba en la bandeja metálica. Y también el cuchillo. El cuchillo con un delicado pelo rubio pegado a la sangre. El pelo de Brandon. Recordó las fotos policiales, el basto cristal con una cruz a cada lado, la tapa de metal con forma de corona.

– Gracias -dijo Della Torre extendiendo la mano. -Es sorprendente que no se haya roto.

Lassiter inclinó la cabeza.

– Ya es hora de que me vaya -anunció. -Si no voy a perder mi vuelo.

Y, antes de que el sacerdote pudiera decir nada, Lassiter ya estaba avanzando hacia la puerta. Della Torre lo siguió.

– Joe -dijo, – ¿qué ocurre? Por favor, ¡vuelva! Todavía tenemos algo que resolver.

Lassiter no se dio la vuelta. Siguió andando. Pero sus labios sí se movieron.

– Desde luego que sí -masculló.

CAPÍTULO 20

Lassiter no recordaba nada del camino de vuelta al hotel. Estaba demasiado ocupado pensando en Della Torre, intentando entender por qué le habría seguido la corriente con su farsa de Jack Delaney. De no haber hecho él la pregunta sobre Grimaldi, podrían haberse pasado horas hablando en círculos. Si Della Torre sabía quién era y lo que pretendía desde el primer momento, toda esa charada no tenía ningún sentido. ¿Por qué habría accedido a entrevistarse con él?

Al final, Lassiter decidió que Della Torre quería conocerlo, aunque sólo fuera para poder medir sus fuerzas. Y, al seguirle la corriente, el sacerdote le estaba enviando algún tipo de mensaje, alardeando de su posición de fuerza. De hecho, se había comportado como un matón de poca monta, abriéndose un poco la chaqueta para mostrarle el equivalente psicológico a un revólver escondido en el cinturón del pantalón.

O tal vez sólo quisiera mantenerlo ocupado un rato y realmente no le importara lo que pudiera pensar.

Esta última posibilidad se le ocurrió justo cuando el taxi se detenía delante de su hotel. Lassiter se bajó del taxi, le dio al conductor un puñado de liras y entró en el hotel. Al verlo, el conserje lo llamó.

– Signore!

Lassiter volvió la cabeza, pero siguió andando hacia el ascensor.

– ¿Sí?

El conserje abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir. Por fin, levantó una mano y dijo:

– Benvenutu!

– Grazie -contestó Lassiter. – ¿Podría ir preparándome la cuenta? Bajo en un momento.

– Pero… signore.

Lassiter llamó al ascensor.

– ¿Sí? -preguntó.

– Quizá… -dijo el conserje saliendo de detrás del mostrador. -Si me hiciera el honor… -Movió la cabeza hacia el bar y lo obsequió con una mueca de complicidad.

Lassiter rechazó la oferta.

– Es demasiado pronto para mí -repuso.

– Claro. Pero…

– Lo siento. Tengo prisa.

La habitación de Lassiter estaba en el tercer piso, al final del pasillo. Mientras se acercaba oyó sonar un teléfono. Al darse cuenta de que el sonido salía de su habitación, pensó que sería Bepi. Se apresuró hacia la puerta, buscando en los bolsillos la tarjeta blanca de plástico que hacía las veces de llave, la introdujo en la ranura y esperó a que se encendiera la lucecita verde. La luz empezó a parpadear al mismo tiempo que el teléfono dejaba de sonar. Lassiter abrió la puerta. Dentro de la habitación, alguien dijo: «Pronto.»

¿Qué?

Había un hombre inmenso, prácticamente cuadrado, sentado delante del ordenador de Lassiter. Tenía el auricular del teléfono en la mano. Su masa resultaba desproporcionada para el tamaño de la silla. Al ver a Lassiter, devolvió el auricular a su sitio, respiró hondo y se levantó. Después avanzó hacia la puerta andando con naturalidad.

Lassiter no sabía qué decir. Por fin preguntó:

– ¿Quién diablos es usted? -Mientras lo decía, pensó que el hombre parecía un armario. Eso sí, un armario al que le hacía falta un buen afeitado.

– Scusi -respondió el hombre con una sonrisa ceñuda al tiempo que hacía el ademán de apartar a Lassiter para poder salir.

Todo de una forma muy suave y lenta, casi educada. Lassiter lo cogió de la manga.

– Un momento -dijo.

Y, de repente, los acontecimientos se aceleraron. Una bola de bolera, o algo parecido, lo golpeó en la cara, en toda la cara al mismo tiempo, y la cabeza se le llenó de luces centelleantes, como si estuviera rodeado por un enjambre de luciérnagas. Saboreó la sangre en su boca mientras se tambaleaba hacia atrás hasta chocar contra la pared. El aire se le escapó de los pulmones, y levantó los brazos para protegerse de lo que fuese que viniera después; un ademán optimista que no evitó que algo parecido a una apisonadora le aplastara el pecho. Una vez. Dos veces. ¡Otra vez!

50
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