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– Sí, me parece bien. Mire a ver qué puede averiguar. Y, hablando de eso, me gustaría que me diera el número de teléfono de ese periodista. ¿Cómo se llamaba? ¿Finley?

Stoykavich le recitó el número de teléfono.

– Una última cosa -dijo el investigador.

– ¿Sí?

– Cuando hable con Finley, agárrese bien la cartera. -El hombre negro de Minnesota soltó una gran carcajada, como un trueno primaveral.

«Calista Bates.»

Era como una broma en la que la buena noticia era al mismo tiempo mala, y la mala noticia era al mismo tiempo buena. El hecho de que fuera tan difícil dar con ella dificultaba la posibilidad de advertirla, pero también hacía más difícil matarla. Y, si él no podía encontrarla, nadie podría hacerlo; de eso estaba seguro.

Lassiter se levantó y se acercó a la ventana. El sol se acababa de poner y había dejado de nevar. Detrás del Pentágono, el cielo resplandecía con una luminosidad de un extraño color zafiro que parecía casi sobrenatural. La gran cúpula iluminada del Capitolio irradiaba una luz tan fría y punzante que cada curva, cada ángulo y cada detalle del edificio parecía cortado con la precisión milimétrica de las figurillas labradas en marfil que vendían en el barrio chino. Encima de la cúpula, la luna colgaba suspendida entre un sinfín de estrellas. Las estrellas brillaban con tanta intensidad que resultaba fácil imaginarse el universo encerrado en una enorme cúpula en la que unos pequeños agujeros permitían vislumbrar el paraíso.

Lassiter sintió una oleada de optimismo. Después de todo, tal vez estuviera viva. Después de todo, puede que…

Sonó el intercomunicador.

– ¿Sí?

– Hay alguien aquí que quiere verlo -dijo Victoria con tono de desaprobación.

– ¿Quién?

– Buck.

CAPÍTULO 32

El hombre que entró por la puerta medía aproximadamente un metro sesenta y cinco. Tendría unos cuarenta años. Llevaba el pelo engominado y recogido en una coleta y tenía la tez intensamente bronceada. En vez de cuello tenía una inmensa columna de carne que parecía una extensión de los hombros. Realmente recordaba a un personaje salido de una mala película de acción.

– Soy Buck -dijo al tiempo que extendía el brazo.

– Gracias por venir -contestó Lassiter mientras el hombre le estrujaba la mano.

– ¿Le importa que eche un vistazo? -preguntó.

– Adelante.

El guardaespaldas dio un paseo por el despacho con ademán despreocupado, volviendo la cabeza de un lado a otro, observándolo todo sin demostrar gran curiosidad por nada.

– ¿Qué hay aquí dentro? -preguntó por fin.

– Una ducha.

Buck abrió la puerta y echó un vistazo.

– Muy interesante -comentó. Después se acercó a la ventana y estuvo un buen rato observando la calle antes de cerrar las cortinas. Al darse la vuelta examinó la habitación con una mirada que, más que nada, transmitía desinterés.

Finalmente se sentó en el borde de la silla Barcelona e hizo crujir sus nudillos mientras miraba la chimenea.

– Terry ya me ha puesto al tanto de todo. Usted siga con lo suyo, como si yo no estuviera. -Y así, sin más, Buck sacó un libro de su maletín y se puso a leer. Lassiter no pudo evitar fijarse en el título: Perfeccionamiento del japonés.

Lassiter volvió a concentrarse en los documentos que tenía encima del escritorio. Siguió dividiéndolos en dos montones, uno con los documentos científicos y el otro con los que aludían a cuestiones teológicas. Cuando acabó miró el reloj. Eran las cinco y media. Le pidió a Victoria que llamara a la chica del departamento de investigación.

– ¿Cree que se habrá marchado ya? -preguntó Lassiter.

– No, seguro que sigue en la oficina. Pero…

– ¿Qué?

– ¿Quién es ese hombre? -inquirió con una risita.

– ¿Se refiere a Buck? Buck es mi nueva niñera.

Buck seguía concentrado en su lectura.

– Ah, es su guardaespaldas -repuso Victoria sin poder disimular su emoción. -Voy a ver si encuentro a Deva Collins.

La joven investigadora no tardó en llamarlo por la línea interna.

– Necesito un rabino -dijo Lassiter.

– ¿Perdón?

Deva aún no conocía la jerga de la empresa. «Rabino» era el término que utilizaba Judy para referirse a cualquier experto al que hubiera que consultar a menudo en una investigación. Muchas veces se trataba de un periodista. Pero en otras ocasiones era un profesor de universidad. En cualquier caso, el «rabino» los guiaba por el terreno de fondo de la investigación, ya se tratara de la industria del corte y la confección, del gremio de las joyas o de cualquier otra cosa. Lo que Lassiter necesitaba ahora era alguien que pudiera hablarle de biología molecular en un idioma simple y llano. Se lo explicó a Deva.

– Ah -dijo ella. -Claro. No se preocupe, buscaré a alguien.

– Muy bien. Además, he pensado que usted podría ayudarme con el material de tipo teológico. Es demasiado extenso. He pensado que usted me lo podría resumir explicando quién es quién, cuáles son las principales aportaciones de Baresi… Ese tipo de cosas.

Deva se rió nerviosamente.

– No sé -dudó. -Realmente no soy una experta ni nada parecido.

– No necesito una experta.

– Bueno…, puedo intentarlo. ¿Quiere un informe por escrito?

– Había pensado que quizá fuera mejor que me diera una clase.

– Preferiría no hacerlo -se apresuró a decir Deva. -Siempre se me ha dado mejor organizar las ideas por escrito.

Lassiter le dijo que le parecía bien y le pidió que se ocupara de que algún otro investigador del departamento reuniera toda la información que pudiera encontrar sobre Calista Bates.

– Muy bien -asintió Deva. Después hizo una pausa, intentando contener su curiosidad. Pero no lo consiguió. -Lo de Calista no tendrá relación con este caso, ¿verdad?

Lassiter vaciló un momento.

– Sí, la tiene -contestó por fin.

– Bueno, le tendré preparado el informe mañana por la noche. ¿Le parece bien?

Lassiter le dijo que le parecía fenomenal. Cuando colgó el teléfono, Buck pasó una página del libro y dijo:

– Calista Bates, ¿eh? ¡Vaya mujer!

Una hora después, Lassiter estaba sentado en el asiento del pasajero del Buick gris que lo esperaba delante de Lassiter Associates cuando salió de la oficina.

– A partir de mañana, su conductor será Pico -explicó Buck mientras hacía avanzar el vehículo con destreza por las calles heladas. -A Pico le encanta este bebé. A mí, la verdad es que me asusta un poco. No puede imaginarse la potencia que tiene el motor.

Al poco tiempo llegaron al puente Memorial y cruzaron el río Potomac. Buck le estaba explicando a Lassiter las características del motor. Pasaron junto al Pentágono y avanzaron hacia el sur por la autopista Shirley.

– La gente que habla de coches blindados no tiene ni idea de lo que está diciendo. Aquí hay más de un centímetro de Lexan -dijo mientras golpeaba la ventanilla. -Es un material magnífico. Lo para prácticamente todo. Aunque, claro, si usan C-4 no hay nada que resista.

Desde fuera, el coche parecía normal, pero por dentro resultaba muy estrecho. Estaba tan bien aislado que a Lassiter se le taponaron los oídos al cerrar la puerta. Buck le explicó que el interior era tan estrecho por el blindaje, por el depósito de gasolina externo y por el sistema hidráulico que levantaba el chasis para la conducción todoterreno.

– Me siento como James Bond -comentó Lassiter.

Buck sonrió.

– Eso dicen todos.

Primero se detuvieron a comprar doce latas de cerveza en un 7-eleven y después alquilaron dos películas de Calista en un Blockbuster. Cuando llegaron al Comfort Inn, Lassiter esperó en el coche mientras Buck se encargaba de conseguir dos habitaciones. Sentado en el coche, Lassiter se sentía como si estuviera encerrado en la caja fuerte de un banco.

Por fin, Buck cruzó el aparcamiento con paso alegre y volvió a subirse al coche.

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