Литмир - Электронная Библиотека

La policía tardó menos de cuatro minutos en llegar, pero el presidiario ya le había dado dos cuchilladas, cortándole los tendones de la muñeca derecha. Las últimas imágenes de Calista fueron tomadas en la escalinata de los juzgados después de que sentenciaran al presidiario. Llevaba un traje de color azul cielo y estaba increíblemente hermosa. Todo lo que dijo fue: «Esto es todo, amigos.»

Durante los siguientes meses sólo concedió un par de entrevistas. Se rumoreaba que iba a volver a trabajar, pero las revistas del corazón tenían razón al decir que se estaba escondiendo del mundo. Un año después vendió su casa y todas sus pertenencias y desapareció.

Nunca se la volvió a ver. O, mejor dicho, se la vio en cientos de lugares distintos al mismo tiempo.

En las ecuaciones de la cultura popular, Calista Bates era una mezcla entre Marilyn y John F. Kennedy. Se podía ver su retrato pintado con spray en los muros de cualquier ciudad del país. ¡Qué mujer!

Pero había algo más, algo más personal, pensó Lassiter. Lo tenía en la punta de la lengua. Pero, al intentar recordarlo, lo perdió. Fuera lo que fuese, se le escapó. Se había acordado de algo durante un instante, pero se le había olvidado antes de que pudiera procesarlo.

– No, señor Lassiter, no estoy bromeando. He encontrado al viejo encargado del edificio de apartamentos. Vive en Florida. Cuando le he preguntado por Marie A. Williams me ha dicho: «¿Es usted de la revista?» Yo le he dicho: «¿Qué revista?» Y él me ha dicho: «El Enquirer.» Y después me lo ha contado todo. Me ha dicho que se acordaba perfectamente de Marie A. Williams, que no podía creerlo cuando se enteró de que era Calista Bates. Me ha explicado que hasta salió una foto suya en la revista enseñándole el apartamento a un periodista. Hasta se ha ofrecido a mandarme una copia del recorte de prensa.

– Gary -dijo Lassiter con tono escéptico, -el Enquirer no es precisamente lo que se dice una revista…

– ¡Un momento! Ya sé lo que va a decir. Pero, primero, escúcheme. Me acuerdo perfectamente del reportaje. Usted no puede acordarse porque no vive en Minneapolis. Aquí no pasa ni una semana sin que alguien diga que ha visto a Calista Bates. Sin ir más lejos, el otro día leí que la habían visto en la isla de Norfolk, o algo así.

– Ya, claro. Y seguro que pesaba treinta kilos y que tenía leucemia.

– Sí, en efecto, una vez trucaron unas fotos de Calista para que pareciera raquítica y enferma. Pero lo que le estoy intentando decir es que yo soy de Minneapolis. Me acuerdo perfectamente de una señora que salió en la televisión diciendo que había visto a Calista en ese edificio de apartamentos. La verdad es que entonces no le di mayor importancia. Pero la cosa es que esa mujer dijo que se llamaba Marie Williams.

– ¿Y qué le hace pensar que era ella?

– Hablé con el periodista.

– ¿Con un periodista del Enquirer’?

– Sí.

Lassiter se rió irónicamente.

– Ya sé lo que está pensando. Pero esos tipos son mucho más rigurosos de lo que cree la gente. Tienen que serlo, porque les meten pleitos prácticamente a diario. -El investigador de Minneapolis hizo una pausa. – ¿Me sigue?

– Sí.

– Bien. Ocurrió tal y como se lo voy a contar. Alguien llamó a la línea que la revista tenía para recibir pistas sobre el paradero de Calista.

– ¿La revista tenía una línea para recibir pistas sobre Calista?

– ¡Eso es lo que le estoy intentando decir! Una mujer llamó al Enquirer y dejó un mensaje diciendo que la había visto con un agente inmobiliario de la empresa Century Veintiuno. Era una de esas mujeres mayores del extrarradio que no tienen nada mejor que hacer que cotillear.

– ¿No me había dicho que vivía en un bloque de apartamentos en el centro?

– Vivía, pero ahora se estaba comprando una casa. Una casa grande en un buen barrio de las afueras. Y la iba a pagar al contado. El agente decía que el trato estaba prácticamente cerrado. Pero luego apareció un listillo del Enquirer y se cameló a la recepcionista de la inmobiliaria. Cuando la chica le dijo que la dienta se llamaba Williams, el periodista se presentó en su apartamento del centro. «¿Quién es?», dijo ella. «Soy del Enquirer.» Y ya está. Desapareció.

– Una historia muy interesante -comentó Lassiter. -Pero ¿cómo sabe que era Calista Bates?

– El periodista, un tal Michael Finley, sacó fotos. Antes de hablar con ella estuvo vigilando el edificio de apartamentos desde el coche. Hizo muchísimas fotos. Me las enseñó. Tengo que admitir que tenía el pelo castaño y un corte diferente. Además, llevaba gafas. Pero, desde luego, parecía ella. De eso no hay ninguna duda.

– ¿Parecía ella?

– ¡Todavía hay más! Finley me confirmó que era Calista Bates.

– ¿Y cómo lo sabía él?

– Por su historial financiero. Probó el número de su tarjeta de la Seguridad Social con el nombre de Calista Bates. ¡Y encajó! Resulta que lo de Calista era un nombre artístico que se inventó su agente cuando llegó a California. Algo más llamativo; usted ya me entiende. Pero no se cambió el número de la tarjeta de la Seguridad Social. ¿Por qué iba a hacerlo? Además, iba a tener que pagar impuestos de todas formas, se llamara como se llamase. Así que utilizó el mismo número de siempre. Por lo visto, el agente de Calista le pagaba a través de una empresa de la que ella era la presidenta y única accionista. Y no se lo pierda: la empresa se llamaba «Una Gran Compañía Americana». Así podría ir por ahí diciendo que era la máxima accionista de una gran compañía americana. ¡Vaya sentido del humor! En cualquier caso, su agente sólo tenía el número de identificación fiscal de la empresa. Calista hacía su propia contabilidad, calculaba sus propios impuestos, todo… Y eso me hace pensar que no debía de pagar demasiados impuestos.

– A ver si me entero -dijo Lassiter. -Dice que realmente se llama…

– Marie A. Williams.

– Pero que se cambió de nombre cuando se hizo actriz.

– Y cuando se marchó de California, cuando desapareció -añadió Stoykavich, -volvió a recuperar su nombre de siempre. -El detective privado hizo una pausa antes de continuar. -Lo que hizo esa mujer fue toda una hazaña. Sobre todo teniendo en cuenta lo famosa que era. Hablando de camaleones… Esa mujer es una actriz… increíble.

– ¿Y qué pasó con Finley?

– ¡A Finley le fue muy bien! No se preocupe por Finley. Finley consiguió los recibos de sus tarjetas de crédito. Y sigue viviendo de eso. Publicó Los restaurantes favoritos de Calista, Calista llega a Rodeo Drive, Los bares favoritos de Calista; ese tipo de cosas.

Lassiter sintió pánico. Se imaginó los titulares de las revistas: «Asesino persigue a Calista y a su hijo secreto.» El programa de televisión «Los criminales más buscados de América» emitiría un programa especial. Primero aparecería Riordan llamando por teléfono, una y otra vez, desde su despacho. La cámara enfocaría el fichero que tendría abierto sobre el escritorio. Después, una toma larga de la cara deformada de Grimaldi. Niños degollados, madres asesinadas, casas quemadas. Y un número en rojo: «Llame al 1-800-Calista (1-800-225-4782). ¡Ayúdennos a encontrarla antes que ellos!»

– Déjeme que le pregunte una cosa -dijo Lassiter. – ¿Qué le contó exactamente al periodista? ¿Le mencionó mi nombre?

– No, no. Le dije que me había contratado una organización de mujeres acosadas. Y además tuve que darle doscientos dólares para conseguir que abriera la boca.

Lassiter reflexionó unos instantes.

– Está bien -repuso. -No estoy seguro de lo que nos conviene hacer ahora. Me temo que si ya resultaba difícil encontrarla antes, ahora…

– Va a ser todavía más difícil. Tiene razón. Pero tenemos algunas pistas. El encargado de los apartamentos del centro me dijo que había trabajado como voluntaria en una biblioteca y que se matriculó en una academia. Y, además, está lo del embarazo. Puede que fuera a alguna clase de ejercicios de preparación para el parto, o algo así. Me podría enterar.

89
{"b":"113033","o":1}