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– Perdone -dijo Lassiter. – ¿Conoce al agente Pisarcik?

– Está ahí dentro -contestó el policía.

Lassiter se apresuró a atravesar las puertas automáticas. La sala de urgencias estaba llena. Había mucho movimiento, como pasaba siempre a esas horas de la tarde. Lassiter tardó bastante en conseguir atraer la atención de una enfermera.

– Estoy buscando al agente Pisarcik.

La enfermera giró la cabeza hacia el pasillo este.

– Al fondo de todo -indicó.

Lassiter avanzó en la dirección que le había indicado y encontró a Pisarcik delante del ascensor con un walkie-talkie en la mano; no tendría más de veinticinco años.

– No puede estar aquí -le advirtió Pisarcik. -Estamos trasladando a un prisionero.

– Ya lo sé.

– Hay otro ascensor en el ala sur.

– Soy Joe Lassiter.

– Ah -repuso Pisarcik. -Encantado. -Dudó un instante. – ¿No irá a…? -añadió.

– ¿A hacer alguna estupidez? No. Sólo quiero verle la cara.

– Vaya… No sé qué decir, señor Lassiter. Se supone que la zona tiene que estar despejada.

– ¿Qué le parece si…?

El walkie-talkie hizo un ruido metálico, atrayendo la atención de Pisarcik.

– Pisarcik -dijo.

– Tengo al sujeto. Listos para proceder. ¿Está todo despejado ahí abajo?

Pisarcik miró a Lassiter con cautela.

– Sí, todo despejado -contestó

– Vale. Vamos para allá.

Pisarcik se giró hacia Lassiter.

– ¿Le importaría alejarse un poco?

Claro que no -aceptó Lassiter mientras retrocedía unos pasos. El indicador luminoso del ascensor permaneció una eternidad en la planta novena. Lassiter se apoyó en la pared mientras Pisarcik daba vueltas de un lado a otro con el walkie-talkie en la mano.

Tengo una reunión en una hora -dijo el agente de policía. Ya lo mencioné antes. Creo que voy a llegar tarde.

– No es culpa suya. Está trabajando.

Pisarcik habló por el walkie-talkie.

– Oye, Uvedoble. ¿Qué pasa?

– Una urgencia. Un tipo que tiene que ir a rayos.

– Vamos a llegar tarde.

– Ya está. Vamos para allá.

Pisarcik se volvió hacia Lassiter.

– Ya bajan -le comunicó. Lassiter asintió, con los ojos fijos en el indicador luminoso.

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– Uvedoble dice que ésta es la misión más aburrida de toda su vida -comentó Pisarcik.

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– Ah.

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– Sí, lleva casi un mes sentado delante de esa puerta. Tenía que avisar a la enfermera cada vez que quería echar una meada.

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– Ah -repuso Lassiter.

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– Espero que a mí no me toque nunca una misión así. Me moriría de vergüenza si tuviera que llamar a una enfermera para eso.

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Lassiter asintió, pero los pelos de la nuca se le estaban empezando a erizar.

– ¿Por qué se ha parado el ascensor? -preguntó.

Pisarcik miró el indicador luminoso.

– No lo sé -dijo. -No estaba previsto, pero…

La luz se apagó, el ascensor se puso en movimiento y esperaron a que se iluminara el 2.

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– ¿Qué cojones…? -exclamó Lassiter separándose de la pared.

Los ojos de Pisarcik parecían demasiado grandes para sus órbitas. Le gritó al walkie-talkie.

– ¡Oye! ¡Uvedoble! ¿Qué diablos está pasando? ¡Dwayne! ¿Qué pasa, tío? -Como única respuesta, llegó el ruido de una interferencia eléctrica. Pero el ascensor volvió a cambiar de sentido.

4, 3, 2, 1. Pisarcik y Lassiter respiraron con alivio cuando por fin se detuvo en la planta baja. Se abrieron las puertas.

Dentro había un policía sentado en el suelo con la espalda apoyada contra la pared. Tenía la boca abierta en una mueca de sorpresa. Un hilo de sangre le resbalaba por el lado derecho de la cara. La pared estaba salpicada de rojo. Le habían quitado la pistola. Y tenía un bolígrafo clavado hasta el fondo en el ojo derecho.

Pisarcik dio un paso hacia adelante, vaciló un momento, y, despacio, muy despacio, cayó al suelo. Lassiter tardó demasiado en darse cuenta de que se estaba desmayando. Por el rabillo del ojo vio cómo la frente del policía golpeaba contra el suelo de linóleo, pero ni siquiera entonces pudo apartar los ojos del hombre muerto. Sonó un timbre, y las puertas del ascensor empezaron a cerrarse. Lassiter extendió las manos instintivamente para detenerlas. Alguien gritó detrás de él. Las puertas del ascensor temblaron violentamente, volvieron a esconderse en la pared y, por segunda vez, empezaron a cerrarse. Por segunda vez, Lassiter volvió a detenerlas. Y otra vez. Y otra.

En alguna parte, una mujer gritó. Pisarcik gimió, y la gente empezó a correr.

CAPÍTULO 15

Hilo musical.

Lassiter estaba andando nerviosamente de un lado para otro en su despacho, intentando hacer caso omiso del sonido que le llegaba por el teléfono móvil que tenía pegado a la oreja. Riordan lo tenía en espera y…

De repente, el hilo musical se cortó. La hemos encontrado -dijo Riordan.

– ¿A quién?

A la enfermera. Juliette como se llame.

– ¿Está muerta?

– No, no está muerta, pero está hecha un manojo de nervios.

– ¿Qué os ha contado?

– Que Grimaldi susurró algo, como si no pudiera hablar bien. Cuando Dwayne se le acercó, Grimaldi lo cogió de la corbata y tiró de él. De repente todo se llenó de sangre, y Dwayne cayó al suelo con un bolígrafo clavado en la cabeza. Después, Grimaldi le cogió la pistola. Eso es lo que nos ha contado.

– ¿De dónde sacó el bolígrafo?

– ¿Y yo qué sé? Es un hospital. Hay bolígrafos por todas partes.

– ¿Y qué pasó después?

– Juliette lo sacó en la silla de ruedas.

– ¿Qué cojones…?

– ¿Qué querías que hiciera? ¡Grimaldi la obligó a punta de pistola! ¡Tenía una manta cubriéndole las piernas y una semiautomática en el regazo! Hizo lo que le dijo que hiciera. Fueron al tercer piso y ella lo llevó a otro ascensor. Todo muy normal. Parecían… lo que eran: una enfermera y un paciente. Así que cogieron el otro ascensor y bajaron al sótano. Cuando el primer ascensor se abrió en la planta baja y Pisarcik se desmayó, Grimaldi ya estaba en el aparcamiento.

– ¿Así de fácil?

– Sí.

Lassiter se dejó caer sobre el sofá que había delante de la chimenea.

– ¿Y después? -preguntó.

– ¿Después? Después ella lo llevó a donde él le dijo. Y eso es jurisdicción de los federales. Secuestro a mano armada. Así que ahora el FBI está metido en el caso.

– Mientras más seamos, más animada será la fiesta. ¿Adonde fueron?

– A Baltimore. Por carreteras secundarias. Sólo que nunca llegaron. Grimaldi la dejó tirada en una cuneta a unos ocho kilómetros de Olney. La policía local la encontró andando por el arcén. Todavía estamos buscando el coche.

– ¿Puede conducir?

– Supongo. Por lo que dice ella, andaba bastante bien.

– Entonces, ¿a cuento de qué viene lo de la silla de ruedas?

– Normas del hospital. Se entra sobre ruedas, y se sale sobre ruedas.

Lassiter no dijo nada.

– Te habrás dado cuenta de que ni siquiera te he preguntado qué hacías tú ahí -dijo Riordan.

Lassiter siguió sin responder.

– ¿Qué hay de tu compañero? ¿Pisarzo?

– Pisarcik. Bueno, como te podrás imaginar está muerto de vergüenza. Tiene un buen chichón y todo el mundo piensa que es un mierdecilla, pero, ¿sabes qué? Es un buen chaval. Saldrá adelante. -Riordan hizo una pausa. Lassiter casi podía oír cómo se movían los engranajes de su cerebro. -Déjame que te haga una pregunta.

– ¿Qué?

– ¿No tienes nada que decirme? ¿Estás seguro de que no le comentaste nada a nadie sobre el traslado del prisionero, aunque fuera de pasada?

– …

– ¿Me has oído?

– Ni siquiera me voy a molestar en contestar eso.

– Mira, no es que el traslado fuera un secreto de Estado -replicó Riordan. -Teníamos gente en la comisaría, gente en el hospital, gente en el otro hospital. Lo sabía mucha gente. Puede que a alguien se le escapara algo. Puede que se te escapara a ti.

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