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CAPÍTULO 21

Justo después de colgar, el teléfono sonó como si fuera una alarma de incendios. Y volvió a sonar. Lassiter levantó el auricular como si fuera algo sucio.

– Lassiter -contestó con el tono de voz neutro que solía usar cuando su secretaria había salido en busca de un café.

– ¡Adivina quién soy!

– ¡Jimmy! -dijo. -Tengo muchas cosas que contarte…

– Iba a contarle lo que le habían hecho a Bepi y lo que le había pasado en Nápoles, pero no pudo competir con el torrente de voz de Riordan.

– Es increíble, ¿verdad? Cuando parece que uno está en un callejón sin salida, se va de viaje al otro lado del mundo y… ¿Puedes creerlo? Creo que tengo algo.

Lassiter se enderezó en su asiento.

Riordan se rió.

– Te he despertado la curiosidad, ¿eh?

– Sí. Desde luego.

– ¿Cuánto tardarías en llegar?

– ¿Adonde?

– A Praga. ¿Desde dónde te crees que estoy llamando?

– Jimmy. Han pasado muchas cosas. No…

– El vuelo sólo dura una hora. Es como ir de Washington a Nueva York.

Lassiter se dio cuenta de que Riordan realmente no lo estaba escuchando; parecía demasiado emocionado con algo.

– ¿Por qué no me lo cuentas por teléfono?

– ¡Porque hay alguien aquí a quien tienes que conocer! Así que súbete al próximo avión y vente a Praga.

– ¿Estás seguro de que…?

– Confía en mí. Es importante.

Después de colgar, Lassiter estuvo pensando unos minutos. Algo le decía que debía quedarse en Roma, hacer algo por Bepi, pero la verdad es que no se le ocurría qué podía hacer por él. Y, además, podía estar de vuelta en Roma al día siguiente. Puede que incluso antes.

Cinco horas después, Lassiter estaba en el aparcamiento del hotel Intercontinental, en la capital de la República Checa, observando la idea del progreso de algún antiguo dirigente comunista: un cubo de cristal y hormigón de un gusto más que dudoso que prometía recibirlo con obras abstractas insípidas, moquetas con manchas y pop europeo. Edificado en el apogeo de la Guerra Fría, el hotel pretendía ser una afirmación arquitectónica que proclamara a los cuatro vientos: ¡Marchamos hacia el futuro trabajando hombro con hombro! Pero, como ocurre tan a menudo con las afirmaciones arquitectónicas, ésta no había salido exactamente como era de esperar.

Una vez dentro, Lassiter encontró a Riordan sentado en el bar junto a un hombre checo con aspecto siniestro que llevaba un largo abrigo de cuero. Vestido con la chaqueta y la corbata de reglamento, Riordan parecía exactamente lo que era. En cambio, su compañero hacía pensar en un músico de rock en paro o en un genio huesudo con una larga melena de pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros. La mesa estaba llena de botellas vacías de Pilsner Urquell. Lassiter dejó su bolsa de viaje en el suelo y se sentó al lado de Riordan.

– Espero que de verdad sea importante -dijo.

Riordan tardó en reaccionar.

– Hombreeeee… ¡Joe! Te presento a Franz.

– Hola, Franz.

– Joe Lassiter, Franz Janacek -hizo las presentaciones Riordan.

Lassiter extendió la mano y el checo se la estrechó con fuerza. Tenía los ojos pequeños, marcas de viruela en la cara y una voz profunda, casi subterránea. Además, cada vez que abría la boca mostraba una muela de oro.

– Encantado -dijo Janacek.

– Franz es… ¿Qué cargo ocupas? ¿Ministro del Interior?

Janacek sonrió.

– Todavía no -repuso. Se sacó una tarjeta del bolsillo del abrigo y la dejó caer sobre la húmeda mesa. Lassiter la leyó con sorpresa. Janacek era el jefe de homicidios de la policía de Praga.

Riordan sonrió.

– ¿A que es un país maravilloso? ¡Me encanta la República Checa! Invito a una ronda -declaró. Después llamó al camarero con el gesto de un hombre que se está haciendo a la mar mientras su familia lo despide desde el muelle con los ojos llenos de lágrimas.

El bar estaba lleno de hombres de mediana edad vestidos con trajes oscuros. De pie, en grupos de tres o cuatro personas, hablaban animadamente al menos en seis idiomas distintos. Casi todos estaban fumando. El aire estaba cargado de vapores de tabaco barato y alcohol caro.

Riordan los señaló con un movimiento de la cabeza.

– ¡No falta nadie! FBI, Servicio Secreto, KGB. ¡Ha venido hasta la puta Policía Montada! Y Scotland Yard. Si hasta hay gendarmes. Nunca había conocido a un gendarme.

– El paraíso de los polis -comentó Janacek mientras encendía un cigarrillo.

Riordan se rió.

– Franz es un auténtico hippy.

Llegaron las cervezas, y Lassiter bebió un sorbo. Era una cerveza magnífica, pero le escocía en el corte del labio. Hizo una mueca, y Janacek sonrió.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó.

– Me he caído.

Riordan lo miró con incredulidad.

– En serio -dijo.

– Encontré a alguien registrando mi habitación -explicó Lassiter.

– ¿Y?

– Se resistió al arresto.

– ¿Se le escapó? -quiso saber Janacek.

– Sí. Por el momento, sí.

– Es una pena -manifestó Riordan. -Bueno, ya hemos hablado bastante sobre ti. Te estarás preguntando por qué te he pedido que vinieras.

Lassiter sonrió.

– Estás borracho, ¿no? -dijo.

– Técnicamente hablando, he rebasado mi límite. ¿Y qué? La cosa es que Franz y yo hemos participado en una mesa redonda.

– ¿Sobre qué tema? -inquirió Lassiter.

– Casos congelados.

Lassiter movió la cabeza.

– ¿Y eso qué es? -preguntó.

– Crímenes sin resolver. Un homicidio o cualquier otro crimen que no hayamos conseguido cerrar -contestó Janacek.

– Por falta de pruebas -matizó Riordan.

– O, peor todavía -añadió Janacek, -porque no tenemos un motivo.

– Es un problema serio -siguió Riordan. – ¿Qué se hace con un caso congelado? Además de esperar a que algún día, de alguna manera, se resuelva solo, claro está. ¿Qué se puede hacer con un crimen sin resolver?

– No lo sé -repuso Lassiter. – ¿Qué se puede hacer?

Riordan se encogió de hombros.

– Básicamente, lo que se hace es volver a hacer lo mismo una y otra vez. Vuelves a interrogar a todo el mundo, a ver si alguien confiesa. O rezas para que alguien invente algún tipo de tecnología nueva, como la prueba del ADN. Pero, la mayoría de las veces, un caso congelado es precisamente eso: un caso congelado. Resulta deprimente.

Lassiter movió la cabeza bruscamente, como si quisiera aclararse las ideas. Los labios de Janacek dibujaron una sonrisa maliciosa.

– Así que habéis comentado el caso de mi hermana -dedujo Lassiter. – ¿Y?

– De hecho, no comentamos nada -replicó Riordan. -Porque el caso no está congelado: está resuelto. Sólo tenemos que encontrar al tipo. -Riordan bajó la barbilla y eructó silenciosamente. -O, mejor dicho, volver a encontrarlo.

– Entonces, ¿por qué me has llamado? -se impacientó Lassiter. Riordan empezaba a irritarlo.

– Ten un poco de paciencia. La cosa es que… Bueno, vale, lo que ha pasado es que… Bueno, en la mesa redonda alguien preguntó algo sobre asesinatos en serie.

– Fue una buena pregunta -señaló Janacek, -porque en esos casos a menudo tenemos varias víctimas, pero ningún motivo evidente.

– Exactamente. Porque el asesino hace lo que hace… porque sí -explicó Riordan.

– Con una frialdad científica -añadió Janacek. -Personalmente, creo que eso es lo que pasa en muchos casos congelados.

– La cosa es que el tipo que hizo la pregunta nos pidió que le diéramos un ejemplo. Y Janacek… Venga, cuéntaselo tú.

El checo se inclinó hacia adelante.

– El ejemplo que le di ocurrió hace tres o cuatro meses. En agosto. La familia vivía cerca del parque Stromovka. Un buen barrio. Hubo un incendio provocado. Dos muertos.

– Y, mira por dónde -agregó Riordan, -las víctimas eran un niño de dos años, o dos años y medio, y su madre. Ocurrió de noche, mientras los dos dormían. La casa se quemó hasta los cimientos.

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