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– Usaron sustancias acelerantes, así que no quedó nada -explicó Janacek. -Algunos huesos. Dientes. Al principio sospechamos del marido, pero no fue él.

– No había ninguna otra mujer, ningún otro hombre. Tampoco tenían ningún seguro -apuntó Riordan.

Janacek asintió.

– Ni siquiera tenían deudas. Nada, estaban limpios -concluyó el checo.

– Una familia feliz -dijo Riordan.

– ¿Dónde estaba el marido? -preguntó Lassiter.

Janacek agitó la mano como si estuviera limpiando una mancha en el aire.

– En un partido del Sparta. Fuera de la ciudad -repuso.

Riordan se balanceó en la silla.

– ¿Te suena?

– Sí -asintió Lassiter. -Me suena. ¿Cuándo dices que ocurrió?

– A finales de agosto.

Lassiter frunció el ceño. Estaba intentando recordar los detalles del pasaporte de Grimaldi.

– Ya lo he comprobado -informó Riordan. -Entró en la República Checa un par de días antes.

Los tres hombres permanecieron en silencio bebiendo cerveza. Por fin, Lassiter levantó la mirada.

– Podría ser una coincidencia -manifestó.

Riordan asintió.

– Desde luego -dijo.

– Podría ser una de esas extrañas coincidencias.

– ¿De verdad lo cree? -preguntó Janacek sin dejar entrever ninguna emoción.

– No -respondió Lassiter.

Janacek asintió, tanto para sí mismo como para los otros dos hombres.

Volvieron a quedarse en silencio hasta que Lassiter inquirió:

– ¿Podría hablar con el marido? ¿Sería eso posible?

Janacek frunció el ceño.

– ¿Con Jiri Reiner? No habla inglés.

– Bueno, puede que si usted me ayuda…

Janacek lo pensó unos segundos.

– ¿Y de qué serviría eso?

– Bueno, para empezar…, me gustaría saber si su mujer tenía algo en común con mi hermana. O quizá los niños tuvieran algo en común. Cualquier cosa que pudiera relacionarlos.

– ¿Como qué?

– No lo sé.

Janacek se encogió de hombros.

– Jiri todavía no se ha recuperado -explicó. -Está bajo tratamiento. Sedantes. Los médicos todavía temen que pueda intentar matarse. ¿Por qué no iba a hacerlo? -Miró a Lassiter con sus ojos pálidos. -Cualquiera que estuviera en su caso lo haría. Perdió todo lo que tenía en una sola noche -añadió, -a su hijo, a su mujer, su casa. -Bajó la mirada sombríamente.

– Bueno -dijo Lassiter. -Sólo era una idea.

Janacek inspiró entre dientes y movió la cabeza.

– Además, Jiri está… -Janacek abrió y cerró la mano varias veces, como si intentara encontrar la palabra en el aire. -No se comunica bien. ¿Entiende? La mayoría de las veces no dice nada.

Lassiter asintió.

– Aun así -prosiguió Janacek arrastrando las palabras, -ya que los casos son tan parecidos, tal vez podamos ayudarnos mutuamente. ¿Sería posible conseguir una copia del pasaporte del italiano?

Lassiter y Riordan se miraron un momento.

– Estoy seguro de que el detective puede conseguirle una -contestó Lassiter.

– ¿Y una fotografía?

Riordan asintió.

– Sí. No hay ningún problema -repuso.

Janacek se acabó la cerveza y se levantó.

– Está bien. Esto es lo que haré. Se lo preguntaré a Jiri personalmente. Y a su médico. -Se encogió de hombros. -Quién sabe. -Alargó la mano, y Lassiter y Riordan se la estrecharon. -Hablaremos por la mañana.

– Gracias -dijo Lassiter.

El checo asintió con gesto grave, se alejó un par de pasos y se dio la vuelta.

– ¿Sabe?, un caso que involucra a más de un país no es algo nada frecuente. Y este caso involucra a dos continentes. No conozco ningún otro caso así, a no ser que se trate de un caso de terrorismo. Y sabemos que esto no es terrorismo.

– ¿Lo sabemos? -replicó Riordan.

– Por supuesto.

– ¿Y por qué lo sabemos?

– Porque nadie ha reivindicado los asesinatos y el caso no tiene nada que ver con la política -terció Lassiter.

Janacek asintió y se volvió hacia Riordan.

– Tengo que irme -declaró. -Por cierto, cuando vuelvas a Estados Unidos, quizá puedas hablar con tu FBI, a ver si tienen algo que se asemeje a estos dos crímenes.

– Desde luego -dijo Riordan. -Hablaré con mi FBI, a ver si tienen algo.

Al día siguiente, el último del congreso, tanto Janacek como Riordan iban a estar ocupados hasta tarde. Primero tenían un desayuno y después un sinfín de debates, mesas redondas y charlas antes de la clausura. Por la noche, estaba previsto que tuviera lugar un banquete.

Janacek llamó para decir que estaba intentando concertar una cita con Reiner y que lo volvería a llamar más tarde.

Así que Lassiter se encontró con que tenía todo el día para sí mismo. Quería hacer un par de cosas, pero, sobre todo, quería salir a correr por la ribera del río y las calles del casco viejo. Aunque decir que tenía las costillas doloridas era quedarse corto, si se lo tomaba con calma y lo hacía despacio, podría correr unos kilómetros. Era cuestión de no chocarse con nadie ni de quedarse sin respiración; lo último que necesitaba era respirar profundamente por falta de aire.

Salió del hotel Intercontinental trotando suavemente. Sentía en la boca la contaminación que flotaba en el aire. El frío y el sabor a humo se le pegaban a los dientes. El legado del énfasis comunista en la industria pesada, combinado con el emplazamiento de la ciudad en un valle fluvial, había creado un serio problema de contaminación atmosférica en Praga, especialmente durante el invierno.

Aun así, el corazón de la ciudad seguía siendo bellísimo, pues se había librado tanto de los bombardeos como del incontrolado desarrollo urbano que habían sufrido la mayoría de las capitales europeas. Mientras cruzaba el famoso puente Carlos empezó a nevar. Lassiter pasó junto a las ennegrecidas estatuas de santos que salpicaban el puente cada diez o quince metros, observando desde lo alto a los peatones que cruzaban a toda prisa. Los vendedores de postales, fotos, decoraciones navideñas y distintos objetos artesanales se acurrucaban delante de diminutas hogueras de carbón. El viento era gélido. En las esquinas de las calles había mujeres envueltas en mantas delante de cubos de plástico llenos de carpas vivas. Riordan le había advertido sobre los peligros de esta vieja costumbre navideña. Por lo visto, una mujer había sacado la carpa cogida de las agallas con un gancho, la había colocado sobre una tabla y la había decapitado de un hachazo que había llenado los mejores pantalones de Riordan de salpicaduras de entrañas de pescado.

Después de tres o cuatro kilómetros, cuando Lassiter dio la vuelta para volver hacia el hotel, los vendedores ya no estaban. El viento se había calmado y la nieve empezaba a acumularse sobre las manos extendidas, los pies desnudos y los ojos vacíos de las figuras de los santos. Las aceras no tardaron en cubrirse de una escurridiza capa de nieve. Temiendo resbalar, Lassiter recorrió las últimas dos manzanas andando. Respiraba con bocanadas cortas, pero, aun así, le dolía hacerlo.

Tenía un recado de Janacek: la entrevista con Jiri Reiner tendría lugar a las ocho.

Después de ducharse, Lassiter sacó el transformador de su bolsa de viaje, enchufó el ordenador portátil y lo conectó a la línea telefónica. Quería hacer una búsqueda de noticias de prensa sobre casos de asesinato con incendios provocados similares al de Kathy y Brandon y al de la mujer y el hijo de Jiri Reiner. Tecleó el código internacional de acceso a la compañía telefónica AT &T y conectó el ordenador al servicio de Nexis. Podría haberle pedido a alguien que lo hiciera desde la oficina, pero la investigación online era un proceso intuitivo, sobre todo cuando uno no sabía exactamente lo que estaba buscando.

Nexis era una base de datos muy cara que contenía noticias procedentes de miles de publicaciones y servicios informativos de todo el mundo. No lo abarcaba todo, pero era amplia y profunda. El proceso de búsqueda era rápido y, una vez definidos los parámetros, encontrar la historia o las historias que se buscaban resultaba muy simple; daba igual que se tratara de un boletín del despacho de Reuters en Sofía o de un artículo sobre la investigación de la serotonina publicado en una revista especializada de endocrinología.

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